Los aullidos de los perros resonaban de una punta a otra de Edo, como si un millar de animales anunciaran la hora que llevaba su nombre. La noche sumergía la ciudad en una oscuridad invernal, extinguiendo las luces y despoblando las calles. La luz de la luna convertía el río Sumida en una cinta de plata liquida. En el extremo de un embarcadero, corriente arriba lejos de la ciudad, se alzaba un pabellón. Los faroles suspendidos en los aleros del tejado iluminaban las banderas con el emblema de los Tokugawa y los muros decorados con dragones grabados en oro y esmalte. El agua reflejaba su imagen invertida y titilante. Había guardias apostados en el embarcadero y en un pequeño bote anclado a cierta distancia de la ribera boscosa, velando por la seguridad y la privacidad del único ocupante del pabellón.
Dentro, el chambelán Yanagisawa, sentado en el suelo cubierto de tatamis, estudiaba documentos oficiales a la vacilante luz de unas lámparas de aceite. Los restos de su cena estaban esparcidos en una bandeja junto a él; el humo de un brasero de carbón flotaba hasta salir por las ventanas de listones. Aquél era el lugar favorito de Yanagisawa para sus reuniones secretas, lejos del castillo de Edo y de oídos indiscretos. Aquella noche le habían llegado informes procedentes de espías de la metsuke que acababan de volver de misiones en provincias. Ahora esperaba su última cita, que tenía que ver con el asunto más importante de todos: el estado de su estratagema contra el sosakan Sano.
Sonaron voces y pasos en el embarcadero. Yanagisawa lanzó los papeles a un banco con cojines y se puso en pie. Miró por la ventana y vio a un guardia que escoltaba a una pequeña figura por el embarcadero hacia el pabellón. Yanagisawa sonrió al reconocer a Shichisaburo, vestido con sus multicolores ropajes de brocado del teatro. La anticipación le aceleró el pulso. Abrió la puerta y dejó entrar una ráfaga de aire frío.
Por el embarcadero, Shichisaburo se acercaba contoneándose con ritual gracilidad, como si saliese a un escenario de no . Al ver a su señor, los ojos se le encendieron con convincente placer. Hizo una reverencia y cantó:
Ahora danzaré el baile de la luna, mis mangas son nubes al vuelo,
bailando, cantaré mi alegría,
una y otra vez mientras dure la noche.
Era una cita de la obra Kantan , escrita por el gran Zeami Motokiyo, que trataba de un campesino chino que tenía un vívido sueño en el que ascendía al trono del emperador. Yanagisawa y Shichisaburo a menudo disfrutaban representando escenas de sus dramas favoritos, y Yanagisawa respondió con los versos siguientes:
Y aun así, mientras dura la noche, el sol ya brilla en lo alto,
mientras pensamos que aún es de noche,
el día ha llegado ya.
El deseo difundió calor por el cuerpo de Yanagisawa. El chico era un actor magistral y su belleza, cautivadora. Pero, por el momento, los negocios se imponían al placer. Yanagisawa hizo entrar a Shichisaburo al pabellón y cerró la puerta.
– ¿Has ejecutado las órdenes que te di anoche?
– Oh, sí, mi señor.
A la luz de las lámparas, el rostro del actor irradiaba felicidad. Su presencia impregnaba la sala de la fragancia fresca y dulce de la juventud. Embriagado, el chambelán Yanagisawa inhaló con voracidad.
– ¿Tuviste algún problema para entrar?
– En absoluto, mi señor -dijo Shichisaburo-. Seguí vuestras instrucciones. Nadie me detuvo. Fue a la perfección.
– ¿Pudiste encontrar lo que necesitábamos?
A pesar de que estaban a solas, Yanagisawa no abandonaba su práctica habitual de hablar con circunloquios.
– Oh, sí. Estaba exactamente donde me dijisteis que estaría.
– ¿Te vio alguien?
El joven actor sacudió la cabeza.
– No, mi señor; fui cuidadoso. -Esbozó una sonrisa traviesa-. E incluso si alguien me hubiera visto, no habría sabido quién era o qué hacía.
– No, no lo habría sabido. -Al acordarse de su plan, Yanagisawa también sonrió-. ¿Dónde lo has dejado?
El actor se puso de puntillas para susurrarle al oído, y el chambelán soltó una risilla.
– Excelente. Lo has hecho muy bien.
Shichisaburo aplaudió con regocijo.
– ¡Honorable chambelán, sois tan brillante! Seguro que el sosakan-sama cae en la trampa. -Entonces la duda le hizo fruncir su ceño infantil-. Pero ¿qué ocurrirá si se le pasa por alto?
– No te preocupes -dijo Yanagisawa lleno de confianza-. Sé cómo piensa y actúa Sano. Hará exactamente lo que he previsto. Pero, si por algún motivo no lo hace, lo ayudaré. -Yanagisawa se rió-. Qué apropiado que mi otro rival sea el que aporte la herramienta para la destrucción de los dos. Todo lo que tenemos que hacer es esperar y ser pacientes. Ahora mismo, se me ocurre una agradable manera de pasar el rato. Ven aquí.
Yanagisawa aferró la mano de Shichisaburo y tiró de ella hacia él. Pero el chico se resistió juguetonamente.
– Esperad, mi señor. Tengo una sorpresa para vos. ¿Me permitís?
Con una seductora sonrisa, se desanudó la faja y la dejó caer al suelo. Se quitó ceremoniosamente el quimono exterior, una manga después de la otra. Salió de sus pantalones largos y sueltos. El deseo inundaba la garganta y la entrepierna del chambelán Yanagisawa. No había nadie que se desvistiese con un estilo tan grácil. Estaba impaciente por ver qué nueva delicia erótica le tenía reservada el actor.
Los ojos de Shichisaburo se encendieron en reflejo de la excitación de su señor. Para prolongar su placer, hizo una pausa dramática en su ropa interior blanca. Después se retiró la prenda de los hombros y dejó que cayera al suelo. Extendió los brazos en ademán de triunfo, exhibiéndose a la inspección de Yanagisawa. Éste contuvo el aliento; le dio un vuelco el corazón.
El pecho de Shichisaburo estaba surcado de tajos en carne viva. Recientes y sin curar, los cortes lucían rojos, cubiertos de sangre oscura, destacados contra su piel suave y hermosa.
El más cruel le seccionaba el pezón izquierdo. Otro bajaba por su ombligo hasta el taparrabos. Parecía la víctima de un ataque salvaje.
– ¡Lo he hecho por vos, mi señor! -exclamó Shichisaburo-. Para mostraros que estoy dispuesto a soportar el dolor y los sufrimientos por vos.
La automutilación ritual, ejecutada con dagas o espadas, era una ancestral práctica mediante la cual los amantes samurái se demostraban lealtad y devoción. En consecuencia, la acción de Shichisaburo no sorprendía del todo a Yanagisawa, ahora que se había sobrepuesto al desconcierto inicial. Divertido por las ansias del chico por complacer, se rió.
– Has hecho bien -dijo.
Shichisaburo se arrodilló. Tomó la mano del chambelán Yanagisawa y la apretó contra la herida de su pecho. Su piel desprendía un calor febril.
– Con mi sangre, hago juramento de mi amor eterno por vos, mi señor -susurró.
Sus ojos ardían de pasión: pasión sincera y auténtica. A Yanagisawa se le murió la risa en la garganta.
– Lo dices en serio, ¿verdad? -musitó anonadado. Algo tembló en las profundidades de su interior, como la tierra durante un terremoto-. Todo lo que dices de tus sentimientos por mí, todo, es verdad. No estás actuando. ¡Lo dices de corazón!
El chico asintió.
– Al principio actuaba -reconoció-. Luego acabé por amaros. -Su sonrisa estaba cargada de afecto anhelante-. Sois tan bello y tan fuerte, tan inteligente y poderoso. Sois todo lo que quiero, todo lo que podría desear ser. ¡Haría cualquier cosa por vos!
Un torrente de emociones inundó a Yanagisawa. La primera fue incredulidad de que alguien hiciera tamaño gesto de sacrificio por él. Lo asaltó un vívido recuerdo. El día que había accedido al cargo de chambelán había organizado una fastuosa celebración en el castillo de Edo, con música, bailarines, entremeses de kabuki, el mejor sake y los manjares más deliciosos. Todos los invitados varones eran subordinados en busca de favores. Todas las mujeres eran cortesanas compradas con su nueva riqueza. Ni familia -seguía distanciado de ellos- ni amigos: no tenía. Lo único que les importaba a los invitados con los que compartió su celebración era el poder que ejercía. Rodeado de sonrisas y felicitaciones hipócritas, Yanagisawa había experimentado una sensación de completo vacío.
Ahora aquel mismo vacío se abría en un abismo inconmensurable desde el que aullaba la voz de su alma para exigir el amor que tanto ansiaba pero que jamás había conocido. Se le saltaban las lágrimas, lágrimas que creía agotadas en el funeral de su hermano, pero que se habían acumulado en un vasto embalse de soledad. La ofrenda de Shichisaburo lo conmovía en lo más íntimo de su alma. Sentía deseos de abrazar al chico y sollozar de gratitud, notar sus tiernos brazos en torno a él mientras se resquebrajaba la coraza que blindaba su corazón.
Entonces, desde un tiempo remoto, oyó la voz de su padre: «…Vago, indigno de ser hijo mío… patético, deshonroso…». Yanagisawa rememoró los azotes con la vara de madera. Volvió a experimentar la exacerbada sensación de no valer para nada, de ser indigno de amor. Lleno de odio hacia ese atroz sentimiento, deseoso de hacerlo desaparecer, se obligó a acordarse de quién era: el brazo derecho del sogún. Y quién era Shichisaburo: nada más que un insignificante campesino lo bastante insensato para lacerar su cuerpo por otra persona. ¿Cómo tenía la temeridad de amar al amo y señor de Japón?
El anhelo y la gratitud de Yanagisawa se trocaron en furia. Apartó bruscamente su mano de la de Shichisaburo.
– ¿Cómo osas tratarme con tanta impertinencia? -Le dio una bofetada. El joven actor se quedó boquiabierto; el dolor llenó sus ojos de lágrimas-. Nunca te ordené que me amases. -Cualquiera capaz de amarlo estaba por debajo del desprecio-. ¿Cómo te atreves?
Las lecciones de toda una vida lo inundaban de un miedo que avivaba su furia. El amor hacía vulnerables a las personas, dependientes; el amor sólo podía conducir al sufrimiento. ¿Acaso no habían desdeñado sus padres los esfuerzos de su infancia por complacerlos y ganarse su afecto? El rechazo había dolido más aún que los golpes. En el amor de Shichisaburo, Yanagisawa atisbaba la terrible promesa de un futuro rechazo, de más dolor; a menos que hiciese algo para evitar la amenaza.
– ¡Soy tu señor, no tu querido! -gritó Yanagisawa con voz áspera en su pugna por controlar sus emociones encontradas-. ¡Muéstrame respeto! ¡Póstrate!