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– El matrimonio se parece a la unión de dos ríos: dos familias, dos espíritus que se unen. Aunque a menudo se producen turbulencias cuando las aguas se mezclan, pueden seguir fluyendo en la misma dirección, dos fuerzas unidas en beneficio mutuo. -Con una radiante sonrisa para Reiko y Sano, el magistrado alzó su taza de sake-. Brindo por el entroncamiento de nuestros dos clanes.

Los invitados prorrumpieron en vítores y bebieron. Las doncellas sirvieron licor para los novios. El siguiente en hablar fue Hirata:

– A lo largo de los dieciocho meses que he servido al sosakan-sama, he hallado en él a un samurái y señor ejemplar. Ahora me alegro de que tenga una esposa de parejo honor, valor y buen carácter. Juro servirles mientras viva.

Más vítores; otra ronda de bebida. Entonces entró un funcionario en la sala y anunció:

– Su excelencia el sogún y su madre, la honorable dama Keisho-in.

Entró Tokugawa Tsunayoshi, espléndido con sus ropajes brillantes y alto tocado negro. Keisho-in renqueaba a su lado, con una sonrisa en los labios. Todos hicieron profundas reverencias, pero el sogún les indicó que se levantaran.

– Relajaos, esta noche somos todos, ah, camaradas.

Absteniéndose de formalidades, él y Keisho-in tomaron asiento ante la tarima. Se volvió hacia Sano.

– Mi madre desea hacerte un regalo de bodas especial.

Con gran esfuerzo, cuatro sacerdotes introdujeron por la puerta un enorme altar budista. Mientras el sacerdote Ryuko les daba indicaciones para que lo colocaran en una esquina, los presentes lo miraban sobrecogidos. Estridentes grabados de dragones, deidades y paisajes adornaban las puertas de teca del butsudan , que llegaba hasta el techo. Había columnas con incrustaciones de madreperla y un techo dorado en pagoda. Era una obra maestra de la fealdad.

– ¿Dónde vamos a ponerlo? -susurró Reiko.

– En un lugar destacado -le respondió Sano en voz baja.

El regalo sellaba su alianza con la dama Keisho-in. Con su apoyo esperaba convencer al sogún de que promulgara reformas que redujeran la corrupción del gobierno y favorecieran el bienestar de los ciudadanos. Y se necesitaban el uno al otro para contrarrestar la influencia del chambelán Yanagisawa, clamorosamente ausente del banquete. Tras el fracaso de su estratagema, Yanagisawa estaría más ansioso que nunca por arruinarlos.

– Es el butsudan más glorioso que he visto en mi vida -declaró-. Muchas gracias, honorable dama.

Keisho-in soltó una risilla. Los presentes murmuraron educadas alabanzas, y el sacerdote Ryuko lideró a sus hermanos en un cántico de bendición. Sano estudió con interés al bello sacerdote: Ryuko era también un valioso aliado. En el espacio de una sola investigación, había erigido una sólida base de poder desde la que profundizar en su búsqueda de la verdad y la justicia.

Siguieron más discursos, con abundancia de comida, bebida, música y alborozo. Los invitados se acercaban a la tarima para expresar sus mejores deseos a los recién casados. Durante un respiro, Sano se volvió hacia Reiko.

– ¿Contenta? -preguntó. Reiko sonrió.

– Mucho.

– Yo también.

Realmente era el día más feliz de la vida de Sano. Por supuesto, sabía que tanta alegría no podía durar. Vendrían más investigaciones peligrosas; la continua lucha por mantener su posición en el campo de batalla política que era el régimen Tokugawa; las crisis importantes y menores de la vida. Pero, por el momento, Sano disfrutaba de la serenidad. Con tan buenos amigos y aliados, el éxito del futuro parecía garantizado. Y justamente a su lado tenía la fuente de su nuevo optimismo.

– Hagamos una promesa -dijo-. Pase lo que pase, siempre seremos amantes.

Reiko le apretó la mano; sus ojos centelleaban con picardía.

– Y compañeros -añadió.

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