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Con el aliento escarchado en el aire de la mañana, Sano e Hirata avanzaban con paso firme por los pasajes serpenteantes y los puestos de control del castillo de Edo en su camino para informar al sogún. Era otro día claro y despejado, aunque más frío que el anterior. El sol espejeaba en las tejas de los pasajes cerrados, destellaba entre las frondas de los pinos mecidas por el viento y se reflejaba en las armaduras de los guardias que patrullaban. Las sombras eran precisas como recortes de papel, y todos los sonidos se distinguían con claridad: los cascos de los caballos sobre las losas del camino, el paso marcial, los gritos. Los gansos surcaban el vasto cielo azul sin nubes y extendían una guirnalda de graznidos por encima del castillo. El aire estaba impregnado de un vigorizante olor a hojas caídas y humo de carbón.

– ¿Habéis dormido bien? -preguntó Hirata, en referencia a la noche de bodas de Sano, como dejó claro con una mirada cargada de intención.

– Bien, gracias -respondió Sano lacónicamente, con la esperanza de que Hirata no siguiera con el tema. Aquella mañana aún no había visto a Reiko. Había decidido posponer su próximo encuentro hasta la noche, y evitar así otra escena desastrosa antes del trabajo.

Hirata, siempre atento al estado de ánimo de Sano, dijo:

– Los hombres y yo teníamos planeada una pequeña celebración para vos ayer por la noche. Supongo que es una suerte que la canceláramos para dejaros descansar.

Sabedor de cómo eran las festividades de noche de bodas, Sano no pudo sino estar de acuerdo. Esperaba que su reunión con el sogún presentase menos contratiempos que su matrimonio. Pero, aunque había dado por hecho que la noticia de que no había epidemia habría disipado los temores del sogún, pronto iba a descubrir lo contrario. Tokugawa Tsunayoshi, aposentado en su salón privado entre guardias y sirvientes, saludó la llegada de Sano e Hirata con un grito angustiado.

– Ah, sosakan-sama -aulló-. El asesinato de mi concubina me ha perturbado tanto que esta noche no he podido dormir. Ahora tengo un dolor de cabeza espantoso. Tengo el estómago revuelto y, ah, me duele el cuerpo entero.

Estaba reclinado en la tarima, apoyado en los cojines con una bata de seda broncínea. Ahora que al fin era consciente de la muerte de Harume, parecía marchito, pálido y mucho mayor que los cuarenta y cuatro años que tenía. Un asistente situó un biombo frente a la ventana para resguardarlo de los paneles de papel resplandecientes de sol. Otros atizaban los braseros de carbón hasta calentar la habitación a temperaturas propias de un homo. Un sacerdote entonaba cánticos. El doctor Kitano revoloteaba en torno al sogún con una taza de liquido humeante.

Sano e Hirata se arrodillaron e hicieron una reverencia.

– Mis disculpas por importunaros, excelencia -dijo Sano-. Si preferís esperar para que os informe del estado de la investigación…

El sogún descartó la sugerencia con un ademán de la mano.

– Quedaos, quedaos. -Se incorporó para beber de la taza que le ofrecía el doctor Kitano, pero de pronto la miró con suspicacia-. ¿Qué es esto?

– Té de cenizas de bambú, para calmaros el estómago.

– ¡Tú, ven aquí! -ordenó Tokugawa Tsunayoshi a uno de los sirvientes-. Pruébalo y, ah, asegúrate de que no está envenenado.

– Pero si lo he preparado con mis propias manos -protestó el doctor-. No hay peligro alguno.

– Con un envenenador suelto en el castillo de Edo, toda precaución es poca -dijo el sogún en tono enigmático.

El sirviente bebió. Instantes después, al ver que seguía vivo y sano, el sogún apuró la infusión. Los asistentes hicieron pasar al masajista, un individuo calvo y ciego. Tokugawa Tsunayoshi señaló el frasco de aceite que llevaba.

– Probad eso con, ah, algún otro antes.

Un guardia se untó el brazo de aceite. Acudieron más soldados con pájaros enjaulados para detectar gases nocivos; los criados cataban los pasteles del sogún. Era evidente que no le importaba la dama Harume; era su propia vulnerabilidad la que lo preocupaba, y con motivo: el asesinato era el método habitual del que se valían los guerreros ambiciosos para derrocar los regímenes y hacerse con el poder.

– El veneno que mató a la dama Harume estaba en un frasco de tinta señalado con su nombre -explicó Sano-. No cabe duda de que era ella el objetivo del asesino y no vos, excelencia.

– Eso no cambia, ah, nada. -El sogún gruñó cuando sus criados lo despojaron de la ropa y dejaron a la vista sus carnes blancas y fofas. Un taparrabos cubría su sexo y le separaba las nalgas mustias. Tumbado boca abajo, añadió-: El envenenamiento fue un ataque indirecto contra mí. El asesino no se contentará con matar a una concubina cualquiera. Estoy en, ah, grave peligro.

El masajista le trabajó la espalda con las manos. Los sirvientes le daban pasteles y té mientras los guardias emplazaban jaulas por toda la sala. Sano no estaba de acuerdo con la visión egocéntrica que Tokugawa Tsunayoshi tenía del asesinato, pero a aquellas alturas no podía descartar por completo los temores del sogún. La intriga política era uno de los posibles móviles del crimen. Sano le relató el resultado de su entrevista con la dama Keisho-in y con Chizuru y bosquejó sus planes de interrogar a la dama Ichiteru y al teniente Kushida. Mencionó que el diario íntimo de la dama Harume apuntaba hacia un sospechoso adicional, cuya identidad pensaba determinar.

Un abrupto silencio se adueñó de la habitación. Sirvientes y guardias cejaron en sus actividades; las manos del masajista quedaron suspendidas sobre el cuerpo de Tokugawa Tsunayoshi. Hirata dio un respingo. Sano sintió un hormigueo en la nuca como respuesta a la misma señal inaudible que había alarmado a los demás. Se volvió hacia la puerta.

Allí estaba el chambelán Yanagisawa, majestuoso en sus brillantes vestiduras, con una sonrisa enigmática en su bello rostro. Sirvientes, guardias, criados y masajista se postraron en señal de veneración. Tras la apariencia tranquila de Sano latía desbocado su corazón. Yanagisawa debía de haber estado escuchando detrás de la puerta, y acudía para obstaculizar su investigación como había hecho en otros casos.

– Ah, Yanagisawa-san, bienvenido. -Tokugawa Tsunayoshi sonrió con afecto al que fuera su protegido y amante de tantos años-. El sosakan Sano acaba de ponerme al día sobre su investigación del asesinato de la dama Harume. Agradeceríamos tu consejo.

El chambelán Yanagisawa veía en Sano un rival por el favor de Tokugawa Tsunayoshi, por el poder sobre el débil señor y, en consecuencia, sobre la nación entera. Por ello, en el pasado había contratado a asesinos para que lo mataran y a espías para que desenterraran información susceptible de ser usada contra él. Había difundido malévolos rumores sobre Sano y había ordenado a algunos funcionarios que no colaborasen en sus pesquisas. Lo había enviado a Nagasaki, con la esperanza de que allí se metería en apuros suficientes para acabar con él de una vez por todas. Y Sano sabía que el chambelán estaba furioso porque la treta no había funcionado.

Al regreso de Sano, el sogún y muchos altos funcionarios se habían dado cita en el palacio para recibirlo. Durante la recepción, el chambelán Yanagisawa le había dedicado una mirada que evocaba imágenes de lanzas, dagas y espadas, todas apuntadas directamente hacia él.

Sano hizo acopio de fuerzas para un nuevo ataque mientras Yanagisawa cruzaba la habitación y se arrodillaba junto a él. Notó que Hirata se ponía tenso, atento a la amenaza. Sus adiestrados sentidos captaron el aroma del chambelán a aceite de gaulteria para el pelo, humo de tabaco y el inconfundible y amargo poso de la corrupción.

– Parece que el sosakan Sano mantiene un admirable control sobre la situación -dijo el chambelán Yanagisawa.

Sano esperó las mofas sobre su carácter, apenas disfrazadas de alabanza; la ridiculización enmascarada de solicitud; las insinuaciones de negligencia o deslealtad, todas diseñadas para manipular al sogún de forma que desconfiase de Sano, pero sin decir nada que pudiera ser refutado en voz alta. Sano jamás había mostrado ningún deseo de arrebatarle a Yanagisawa su poder. ¿Por qué no podían coexistir en paz? La furia le encendía la sangre y lo preparaba para una batalla que siempre perdía.

Sin embargo, Yanagisawa le sonrió, aumentando su belleza masculina.

– Si hay algún modo en el que os pueda ser de utilidad, os ruego que me lo hagáis saber. Debemos cooperar para eliminar esta potencial amenaza para su excelencia.

Sano contempló al chambelán con suspicacia, pero no veía malicia en la mirada oscura y acuosa de Yanagisawa, sólo una simpatía en apariencia sincera.

– Ah, qué alegría ver a mis mejores hombres trabajando juntos en beneficio mío -declaró el sogún, dándose la vuelta para que el masajista pudiera trabajarle el pecho-. Sobre todo porque empezaba a pensar que no os, ah, llevabais bien. Qué idea más tonta. -Soltó una risita.

A lo largo de la guerra de Yanagisawa contra Sano, su señor había permanecido alegremente ajeno. Yanagisawa no quería que sus ansias de poder quedaran al descubierto. Para Sano, hablar en contra del primer representante del sogún equivalía a hablar en contra de su propio señor: traición, el mayor deshonor, penado con la muerte. Sano se preguntaba qué nueva estrategia había urdido Yanagisawa para hundirlo.

– Me alegro de contar con vuestra protección -prosiguió el sogún-, porque el asesinato de la dama Harume supone una seria amenaza a todo mi, ah, régimen. Al matar a una de mis concubinas favoritas, alguien quiere asegurarse de que jamás consiga un heredero, con lo cual la sucesión quedará en el aire y se abrirá el paso a una rebelión.

– Es una interpretación muy perspicaz del crimen -dijo el chambelán.

El sogún sonrió encantado ante la alabanza. Cuando Yanagisawa intercambió con Sano una mirada velada de mutua sorpresa ante la inesperada sagacidad de su señor, los recelos de Sano fueron en aumento. Era la primera vez que surgía entre ellos un atisbo de complicidad. Pese a su turbulenta historia, Sano albergaba esperanzas. ¿Habría cambiado el chambelán?

– Me he visto continuamente frustrado en mi, ah, búsqueda de un hijo -se lamentó Tokugawa Tsunayoshi-. Mi esposa es una inválida estéril. Doscientas concubinas también han fracasado a la hora de darme una criatura. Los sacerdotes cantan plegarias día y noche; me he dejado una fortuna en ofrendas a los dioses. Por consejo de mi honorable madre, promulgué los edictos de protección a los perros.

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