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El sacerdote Ryuko había convencido a la dama Keisho-in de que, para ser padre de un hijo, el sogún debía expiar los pecados de sus ancestros. Dado que había nacido en el año del perro, el modo de hacerlo era protegiendo a esos animales. A partir de aquel momento, se encarcelaba a cualquier persona que hiriese a un can; quien matara a uno, sería ejecutado. La situación ilustraba la influencia de Ryuko sobre Keisho-in, y la de ésta sobre el sogún, influencias que no habían hecho sino aumentar a pesar de sus continuos fracasos para engendrar un heredero.

– Pero todos mis esfuerzos han sido en vano. -Tokugawa Tsunayoshi cabeceaba al ritmo de las presiones del masajista sobre sus hombros-. A lo mejor todas las concubinas son tan inadecuadas como mi esposa, o los pecados de mis ancestros son demasiado grandes para que yo los, ah, supere.

Sano pensó para sus adentros que el problema no residía en las mujeres ni en los delitos ancestrales, sino en la preferencia de Tsunayoshi por el amor masculino. Mantenía un harén de jóvenes campesinos, samuráis, sacerdotes y actores con los que pasaba la mayor parte del tiempo libre. ¿Sería capaz de fecundar a las concubinas? Sin embargo, dado que no le correspondía a Sano contradecir a su señor, guardó silencio, al igual que Yanagisawa.

Un escalofrío de aprensión perturbó a Sano cuando comprendió que Yanagisawa salía ganando con la falta de un sucesor para el sogún. Sin él, Tokugawa Tsunayoshi no podía retirarse; el control del bakufu no podía pasar de manos del chambelán a un nuevo régimen. ¿Había ordenado Yanagisawa la muerte de la dama Harume para ampliar la duración de su hegemonía? ¿Era ésa la razón de cualquiera que fuese el plan que estaba poniendo en acción? Al recordar el asesinato de los Bundori, del que Yanagisawa había sido sospechoso, Sano temió que se repitiera el panorama que casi le había costado la vida y el honor. ¡Cómo deseaba creer que el chambelán había cambiado!

– Mis anteriores problemas para obtener un heredero podían atribuirse al destino -dijo Tokugawa Tsunayoshi en tono quejumbroso-. Pero el envenenamiento de la dama Harume fue un acto de maldad humana, ¡una afrenta intolerable! Era joven, fuerte y lozana; tenía grandes esperanzas de que triunfara allá donde mis otras mujeres me habían, ah, fallado. Sosakan Sano, debes atrapar pronto a su asesino y llevarlo ante la justicia.

– Sí, es necesario -corroboró el chambelán Yanagisawa-. Por el castillo circulan rumores de conspiración. Habrá serios problemas si este caso no se resuelve con prontitud.

«Lo estaba esperando», pensó Sano con un estremecimiento, al prepararse para combatir otro intento de Yanagisawa de hacerle quedar como un incompetente. Entonces el chambelán se volvió hacia él y dijo:

– Mi sugerencia es que sigáis el recorrido del frasco de tinta desde sus orígenes hasta la dama Harume, y que determinéis cuándo y dónde se introdujo el veneno.

Aquella estrategia lógica ya se le había ocurrido a Sano, que observó a su enemigo con creciente sorpresa cuando retomó su discurso:

– Si necesitáis mi ayuda, estaré encantado de poner mi personal a vuestra entera disposición.

Con mayor resquemor si cabe, Sano respondió:

– Gracias, honorable chambelán. Tendré presente vuestra oferta.

Yanagisawa se levantó y le hizo al sogún una reverencia de despedida, seguida de otras para Sano e Hirata, que no tardaron en partir tras él.

– No escatimes esfuerzos ni gastos en atrapar al asesino de la dama Harume -ordenó Tokugawa Tsunayoshi entre gruñidos y jadeos mientras el masajista le golpeaba el pecho-. ¡Cuento contigo para salvarme a mí y a mi régimen de la destrucción!

En el exterior del palacio, Hirata preguntó:

– ¿Por qué se muestra tan amable el chambelán Yanagisawa? Debe de tramar algo. No pensaréis aceptar su ayuda, ¿verdad?

Sano se crispó ante la franqueza de su vasallo al tratar un asunto tan delicado. La cautela y los buenos deseos tiraban de él en distintas direcciones. Conocía a Yanagisawa y no se fiaba de él. ¡Pero qué fácil sería trabajar por una vez con la cooperación del chambelán!

– A lo mejor ha decidido convocar una tregua -dijo Sano mientras avanzaban por el jardín.

– Disculpad, pero no lo puedo creer. L

a cautela se impuso.

– Ni yo -estuvo de acuerdo Sano-. Enviaré espías para que averigüen en qué anda metido. Ahora, si queremos ganar tiempo, será mejor que nos separemos para interrogar al teniente Kushida y a la dama Ichiteru. ¿Cuál prefieres?

Hirata adoptó una expresión meditabunda.

– Mi bisabuelo y el de Kushida combatieron juntos en la Batalla de Sekigahara. Nuestras familias aún se visitan el día de Año Nuevo. No me trato mucho con Kushida, me lleva catorce años, pero lo conozco desde que tengo uso de razón.

– Entonces será mejor que te encargues de la dama Ichiteru -dijo Sano-, para que tu falta de objetividad no perjudique la investigación.

Tras un instante de duda, Hirata asintió.

– ¿Hay algún problema? -preguntó Sano.

– No, por supuesto que no -respondió Hirata con rapidez-. Hablaré de inmediato con la dama Ichiteru.

Sano descartó sus recelos. Hirata jamás le había fallado.

– Una de las criadas de la dama es una chica llamada Midori -dijo Sano-. La conocí en mi primer caso de asesinato.

Midori, hija del daimio Niu de la provincia de Satsuma, le había ayudado a identificar al asesino de su hermana, acción que había ocasionado su destierro a un remoto convento. Sano había empleado sus influencias para llevarla de vuelta a Edo y conseguirle un puesto como dama de compañía en el castillo, una condición deseable para las chicas de familia distinguida. No había vuelto a ver a Midori, pero ella le había enviado una carta donde expresaba su deseo de compensarlo por su amabilidad.

Después de contarle la historia a Hirata, añadió:

– Asegúrate de hablar con ella y de decirle que trabajas para mí. A lo mejor te da alguna información de utilidad sobre los asuntos del Interior Grande.

Se separaron, Hirata de camino a las dependencias de las mujeres para ver a la dama Ichiteru y a Midori, y Sano en busca del teniente Kushida, el guardia de palacio que había amenazado con matar a la dama Harume.

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