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Un escuadrón de samuráis a caballo avanzaba al paso por un camino a las afueras occidentales de Edo. La divisa de la triple malva real de los Tokugawa decoraba el paramento de las monturas, los estandartes que pendían de las astas acopladas a las espaldas de los jinetes y el enorme palanquín negro que los seguía, cuyas ventanillas abiertas enmarcaban dos rostros.

La dama Keisho-in, con su papada balanceándose al ritmo de las zancadas de los porteadores, contemplaba el paisaje.

– ¡Qué hermoso! -exclamó, admirando el follaje escarlata y oro de los bosques y las colinas neblinosas de más allá. Su cara empolvada y coloreada de carmín exhibía una sonrisa llena de huecos-. Ardo en deseos de ver el emplazamiento de las futuras perreras de los Tokugawa. ¿Ya llegamos?

El hombre sentado frente a ella en la silla de manos la observaba. Tenía un hermoso perfil, de frente alta, nariz larga, ojos de pesados párpados y los labios gruesos y curvados de una estatua de Buda. Su cráneo rapado acentuaba los bien cincelados huesos de su cabeza. A sus cuarenta y dos años, Ryuko llevaba diez como compañero y guía espiritual de la dama Keisho-in. Su relación con ella lo convertía en el sacerdote de más alto rango de Japón, así como en consejero indirecto de Tokugawa Tsunayoshi. Ryuko era quien había sugerido aquella excursión, al igual que otros muchos ardides anteriores. A pesar del frío y la humedad, la dama Keisho-in había accedido, como solía hacer. La había convencido de que debía inspeccionar el edificio de las perreras, un proyecto especial de los dos.

Pero Ryuko albergaba un motivo más personal. Las perreras no estarían finalizadas hasta pasados varios años y, en cualquier caso, su construcción no precisaba de la ayuda de la dama Keisho-in. Ryuko tenía asuntos importantes que tratar con ella, lejos del castillo de Edo y de sus muchos espías. El futuro de la dama -y, por ende, el suyo- podía depender del resultado de la investigación del asesinato de la dama Harume. Debían proteger sus intereses comunes.

– Pronto llegaremos -dijo Ryuko, mientras la arropaba mejor con las mantas. Calentó sus sarmentosas manos de vieja con las suyas y murmuró, más para él que para ella-: Paciencia.

Keisho-in aceptó las atenciones de Ryuko con regocijo. Al cabo de un rato, el palanquín dobló una curva del camino, y Ryuko ordenó a los hombres que se detuvieran. Ayudó a salir a la dama Keisho-in y le pasó por los hombros una capa acolchada. Hacia el este, los campos se prolongaban hasta una aldea de cabañas de juncos; detrás, la ciudad, invisible bajo un denso manto de niebla, se extendía hasta el río Sumida. Al oeste del camino, una gran extensión de bosque había sido reducida a un erial de tocones mellados. Los leñadores seguían talando árboles, y el eco de sus hachas resonaba entre las colinas. Los campesinos serraban los troncos y se llevaban a rastras las ramas, bajo las órdenes de los capataces samurái. Un equipo de arquitectos consultaba los planos trazados sobre enormes hojas de papel. El aire estaba cargado del olor dulce y acre del serrín mojado. La dama Keisho-in se quedó boquiabierta de asombro.

– ¡Qué maravilla!

Se apoyó en el brazo de Ryuko, salió del camino y se contoneó con afectación hacia el lugar de las obras.

Cuando los peones se arrodillaron e hicieron reverencias a su paso y los arquitectos se acercaron para presentar sus respetos, Ryuko indicó a todo el mundo que volviera al trabajo. Quería que el ruido enmascarara su conversación. Pero antes, la visita guiada, para cumplir con el propósito aparente de la expedición.

– Aquí estará la entrada principal, con estatuas de perros a las puertas -indicó Ryuko mientras conducía a la dama Keisho-in hacia el extremo oriental del claro. Poco a poco la paseó por todo el terreno-. Aquí habrá salas que albergarán jaulas suficientes para veinte mil perros. Las paredes estarán decoradas con cuadros de bosques y campos, para que los animales se sientan como si estuvieran al aire libre.

– ¡Perfecto! -exclamó la dama Keisho-in, con los ojos muy abiertos-. Ya me lo imagino todo.

Durante la visita, Ryuko dividió su concentración en dos partes, según un arraigado hábito. Con la más amplia se concentraba en la dama Keisho-in, en busca de indicios de que empezara a sentir frío o cansancio, anticipando su necesidad de halagos. Dado que su fortuna dependía de su relación, no podía permitirse contrariarla. Con el resto de su cerebro se observaba a sí mismo y supervisaba su actuación. Veía a un esbelto hombre santo con modestas sandalias de madera y un grueso manto de seda marrón sobre la túnica azafrán. Su mirada poseía una intensidad sabia y penetrante que había ensayado ante el espejo hasta que llegó a ser natural. Sus ademanes eran dignos; su voz, elegante y cultivada. No quedaba ni rastro de sus orígenes humildes.

Huérfano a los ocho años, Ryuko había llegado a Edo en busca de fortuna. Halló cobijo en el templo de Zojo, donde los sacerdotes lo habían alimentado, refugiado, vestido y educado. A los quince años había hecho los votos religiosos. Sin embargo, sus trágicas experiencias de juventud lo habían dotado de dos rasgos contradictorios que le impedían sentirse realizado con su vocación.

Ryuko odiaba la pobreza con toda la pasión abrasadora de su alma. Jamás olvidaría los rigores de la vida del campesino, el trabajo de sol a sol en los campos, la falta de comida y de esperanzas de una existencia mejor. Como joven sacerdote, Ryuko había trabajado sin descanso para aliviar los sufrimientos de los pobres de Edo. Solicitó donaciones y las repartió entre los necesitados. Su trabajo financiaba la atención a los huérfanos del templo de Zojo. Pronto se ganó una reputación de hombre de carácter desinteresado y misericordioso. Los menesterosos lo veneraban; sus superiores lo colmaban de alabanzas por mejorar la imagen de la secta. Mas otro anhelo movía a Ryuko. También recordaba cuando se postraba en el suelo al paso del daimio local. El caballero Kuroda y sus vasallos montaban caballos con magníficas gualdrapas. Tenían la cara rechoncha de la comida obtenida con el sudor de los campesinos. Pegaban a quien no lograse alcanzar su cuota de la cosecha. ¡Cómo los odiaba Ryuko! Y cómo envidiaba su riqueza y poder. Quería ser como ellos, en vez de un pobre campesino.

Aquel deseo creció durante sus primeros años como sacerdote. En Zojo -templo familiar del clan Tokugawa- tuvo todas las oportunidades del mundo para observar el esplendor que podía comprar el dinero. Budista devoto, Ryuko deseaba la iluminación espiritual que lo liberara de aquellas cuitas mundanas. Oró con mayor ahínco; redobló su tarea caritativa. Empleó su don natural para la política y trepó en el escalafón del templo. Sin embargo, todavía ansiaba más riqueza y poder.

Entonces conoció a la dama Keisho-in.

– Y esto será la sala de audiencias de su excelencia cuando visite las perreras -le dijo a su protectora.

– ¡Espléndido! -La dama Keisho-in se regocijó y dio vueltas con excitación de niña-. La benevolencia de mi hijo convencerá a la fortuna de que le dé un heredero. Queridísimo Ryuko, ¡qué sabio fuiste al recomendar la construcción de las perreras!

Cuando, después de demasiados años, Tsunayoshi seguía sin descendencia, éste había empezado a preocuparse por la sucesión de los Tokugawa. Ni él ni sus consejeros veían con buenos ojos la idea de designar a un familiar como siguiente dictador y ceder el poder a una rama distinta del clan. De ahí que la dama Keisho-in acudiese a Ryuko en busca de ayuda. Por medio de la oración y la meditación, había descubierto una solución mística para el problema. Tokugawa Tsunayoshi debía ganarse el derecho a un heredero expiando los pecados de sus ancestros mediante algún acto de generosidad. Puesto que había nacido en el año del perro, ¿qué mejor gesto que otorgar su protección a esos animales?

Por consejo de Ryuko, la dama Keisho-in había persuadido a Tokugawa Tsunayoshi de que proclamara los Edictos de Protección a los Perros, que favorecían la meta de Ryuko de fomentar el bienestar de los animales de acuerdo con la tradición budista. Cuando esta medida no produjo los resultados deseados por el sogún, Ryuko propuso un acto más drástico: el embellecimiento de la perrera. Se recaudaron fondos procedentes de varios daimio; los mejores carpinteros de Edo construirían la estructura. Ryuko estaba seguro de que el afortunado nacimiento de un heredero Tokugawa sería inminente, lo cual reforzaría la influencia de Keisho-in sobre Tsunayoshi, y por tanto la suya propia. Pero eso sería en el futuro. En el presente lo que Ryuko quería era asegurarse de que vivieran para verlo.

– Venid a descansar, mi señora. -Sentó a su protectora en un tocón, lejos de los escoltas que los esperaban-. Podemos observar los trabajos de la obra y disfrutar de un poco de conversación antes de volver al castillo.

La dama Keisho-in se acomodó con un resoplido de alivio.

– Ah, qué bien. Eres tan considerado, querido. Y bien, ¿de qué podemos hablar?

Ryuko estudió su familiar semblante y aspiró su habitual olor a perfume, a humo de tabaco y a edad provecta. Llevaban tanto tiempo juntos… Había memorizado sus necesidades, sus hábitos, sus preferencias, toda la información esencial para conservar su favor. Pero ¿hasta qué punto conocía de verdad a la mujer más poderosa de Japón? Con una nostalgia agudizada por los peligros del momento, recordó el día en que se habían conocido.

Tokugawa Tsunayoshi acababa de acceder al cargo de sogún, y la dama Keisho-in había acudido al templo de Zojo a orar por un largo y próspero mandato para su hijo. Vio a Ryuko entre los sacerdotes congregados para rendir homenaje a la madre de su señor. Su fea y avejentada cara adquirió una expresión de deleitoso desconcierto, una reacción que Ryuko suscitaba a menudo entre las fieles que admiraban a los sacerdotes guapos. Detuvo su procesión hacia la sala del templo y le pidió que se presentara. Se había encaprichado con él, como le pasaba con otros jóvenes que satisfacían su necesidad de compañía y de sexo. Lo convirtió en su guía espiritual privado y lo trasladó del templo de Zojo a unos aposentos en el castillo de Edo para que ella pudiera disponer de su consejo siempre que fuera necesario. La dama Keisho-in los colmó de regalos a él y a su orden religiosa. El complejo del templo creció en magnificencia; sus habitantes prosperaron. Keisho-in seguía al pie de la letra las recomendaciones de Ryuko, a menudo convenciendo al sogún para que hiciera lo mismo. El dinero salía a espuertas de las arcas de los Tokugawa para financiar filiales del templo y obras de caridad. A Ryuko, la relación con una mujer fea que le llevaba veinte años le parecía un precio muy bajo.

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