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Ni amaba ni deseaba a su señora, pero fomentaba su antojo por él. Renunció a su vida monástica y se convirtió en su amante. Aguantaba sus cambios de humor y sus exigencias; halagaba su vanidad. Por debajo del desprecio que le inspiraba su estupidez, una profunda sensación de camaradería lo unía a la dama Keisho-in. Los dos eran plebeyos que habían ascendido a alturas impensables. Y le estaba realmente agradecido por haberle conferido todo lo que necesitaba: riqueza y poder; realización espiritual y la oportunidad de hacer el bien.

Con este acuerdo mutuamente satisfactorio habían pasado una década juntos. Ryuko esperaba que aquel estado de cosas se prolongase de forma indefinida. Keisho-in, saludable para tratarse de una anciana, no parecía en peligro de muerte inminente. Tokugawa Tsunayoshi era lo bastante joven para ejercer de sogún muchos años más, cosa que probablemente haría si no surgía un heredero. Pero después del asesinato de la dama Harume, el futuro parecía incierto. Ryuko sabía lo rápido que las fortunas podían ascender y caer en el bakufu; en ocasiones, un mero rumor bastaba para destruir una vida. Las pesquisas del sosakan-sama suponían una grave amenaza para la dama Keisho-in. Y la amenaza tenía tentáculos, como un pulpo, que podían estirarse y estrangular a cualquiera de sus allegados, incluyendo a Ryuko.

– Mis fuentes me cuentan que el sosakan Sano se está esforzando a conciencia en la investigación del asesinato de la dama Harume -dijo Ryuko, entrando con cautela en materia. Tenía que ser muy cuidadoso al manejar a la dama Keisho-in-. Hay detectives por todo el Interior Grande. Hirata tiene pistas sobre la fuente del veneno. El teniente Kushida está bajo arresto, pero todavía no ha sido acusado de asesinato. Parece que Sano no busca una salida fácil. Más bien está confirmando su reputación de buscar la verdad sin atender a las consecuencias.

Ryuko hizo una pausa. Y, dado que Keisho-in rara vez respondía a las insinuaciones sutiles, añadió una advertencia más clara:

– Bajo estas circunstancias uno debería tomar precauciones.

– Oh, sí, Sano es un detective estupendo -dijo la dama Keisho-in, ajena al mensaje-. Y me gusta el joven Hirata. Creo que yo también le gusto. -Soltó una risilla.

Podía ser tan frívola, ¡incluso en un momento como ése! Ryuko ocultó su impaciencia.

– Mi señora, la investigación de Sano podría revelar información perjudicial para… mucha gente. Nadie está a salvo de su escrutinio.

– Dices las cosas de un modo que no puedo entender -protestó Keisho-in-. ¿De qué estás hablando? ¿Quién está en peligro?

Su falta de luces lo obligaba al discurso llano.

– Vos, mi señora -dijo Ryuko a regañadientes.

– ¿Yo? -Los ojos legañosos de Keisho-in se abrieron de sorpresa. Estaba claro que no había pensado cómo podía afectarla la investigación. Después sonrió y le dio unas palmaditas a Ryuko en el brazo-. Agradezco tu preocupación, querido, pero no tengo nada que temer de Sano ni de ningún otro.

Ryuko estudió confuso su cándido semblante. Después de todos aquellos años se consideraba un experto en leerle el pensamiento, pero en ese momento era incapaz de distinguir si le decía la verdad.

– Vuestra relación con la dama Harume era…, digamos…, menos que inocente -le recordó.

Ella soltó una alegre carcajada que dio paso aun ataque de tos, y Ryuko tuvo que golpearle la espalda antes de que pudiera continuar.

– ¡Ay, querido, eres tan mojigato! ¿Qué más da que Harume y yo disfrutáramos de vez en cuando de un poco de diversión en la cama? ¡Seguro que nadie va a pensar que tiene algo que ver con el asesinato!

El sosakan Sano podía considerarlo relevante, si llegaba a enterarse. Los chismorreos se extendían como la pólvora en el Interior Grande, y Ryuko temía que a alguien se le escapara algo con uno de los detectives de Sano.

– No hay nada de lo que preocuparse, querido -dijo Keisho-in.

¿Quería decir que lo había arreglado todo tan bien que Sano jamás se enteraría de nada que pudiera perjudicarla? Ryuko no confiaba en que su patrona hubiese sido capaz de conseguir algo así: lo normal era que dependiera de él para la gestión de los asuntos delicados. Ansiaba plantearle a Keisho-in unas cuantas preguntas directas sobre Harume, pero el cauto político que llevaba dentro en realidad no quería oír las respuestas. Si el sosakan Sano la acusaba de asesinato, la única defensa de Ryuko contra los cargos de conspiración sería la falta de información comprometedora. De modo que se limitó a resolver la cuestión de la mutua supervivencia.

– Le concedisteis al sosakan Sano acceso al Interior Grande sin consultármelo -dijo Ryuko-. Un tanto imprudente, tal vez. Recomiendo tomar medidas para bloquear sus indagaciones.

Con una mueca de irritación, Keisho-in descartó la sugerencia, en una nueva muestra de sus muchas contradicciones.

– Deja de hablar con acertijos, querido. Que Sano indague todo lo que quiera. ¿A mí qué más me da? -Hinchó el pecho en señal de superioridad moral-. No soy ninguna asesina. Soy inocente.

¿De verdad?, pensó Ryuko. Keisho-in tenía un historial de enamoramientos locos de hombres y mujeres más jóvenes, como Harume, que irremisiblemente se quedaban cortos al satisfacer su inmensa necesidad de adoración. Cuando los romances terminaban, la dama Keisho-in era presa de una furia histérica. Normalmente, Ryuko la aplacaba engatusándola o bien ella se distraía con una nueva aventura. Pero, en ocasiones, Keisho-in se volvía vengativa. Concretamente, a Ryuko lo obsesionaban dos episodios.

En uno la afectada había sido una concubina llamada Melocotón; en el otro, un guardia de palacio. Ambos habían desaparecido como por encanto del castillo de Edo después de defraudar a la dama Keisho-in. Los confidentes de Ryuko lo habían informado de que su señora había formulado quejas sobre sus amantes al alto mando militar de los Tokugawa. Sin embargo, nadie parecía saber adónde habían ido a parar Melocotón y el guardia, ni si estaban vivos o muertos. Ryuko suponía que la dama Keisho-in había ordenado su muerte. Si Sano llegaba a enterarse de aquello, pensaría que había dispuesto una venganza similar para la dama Harume. Ryuko tenía que conseguir que ella viera el peligro en que incurría al dar su visto bueno a la investigación.

– Harume pasaba un tiempo considerable en la alcoba de su excelencia -dijo-. ¿Y si se hubiese quedado embarazada?

– Eso es lo que quería mi hijo, y yo también -replicó perpleja. Miró en derredor, hacia el claro donde los arquitectos deliberaban afanosos, y los leñadores serraban-. ¿Por qué si no lo habría instado a hacer todo esto?

A Ryuko se le ocurría otro motivo para que hubiera abogado por la perrera. Demostrar misericordia hacia los perros le traería buena suerte a Tokugawa Tsunayoshi, pero el sogún tenía que poner algo de su parte para engendrar un hijo. ¿Fomentaba la dama Keisho-in las acciones espirituales con la esperanza de que descuidara las físicas?

– Permitidme expresarlo de otro modo. -Caminando de un lado a otro, Ryuko hizo acopio de la poca paciencia que le quedaba-. ¿Qué creéis que os sucedería si naciese un heredero?

La dama Keisho-in rompió a reír.

– Sería la abuela más feliz del mundo.

Acunó en sus brazos a un bebé imaginario y empezó a arrullarlo.

¿Era tan inocente como parecía? Todo matrimonio albergaba secretos, y su unión, se le ocurrió a Ryuko, no era una excepción. Obligado a hablar a las claras, dijo:

– Si la dama Harume le hubiese dado un heredero a su excelencia, se habría convertido en su consorte oficial. Habría ocupado vuestro puesto como primera dama de Japón.

– Eso no sería más que una formalidad. -La dama Keisho-in se cruzó de brazos, de pronto altiva y molesta-. Yo soy la madre de Tsunayoshi. No hay mujer que pueda ocupar mi lugar en su afecto. El depende de mi consejo. ¡Vamos, no podría gobernar el país sin mí!

– A vuestro hijo no lo complacen las responsabilidades de ser sogún -dijo Ryuko, evitando la cuestión de si Tokugawa Tsunayoshi gobernaba en realidad el país-. Le gustaría más volcarse en la religión o el teatro. -«O en los jovencitos», pensó Ryuko sin llegar a decirlo. La dama Keisho-in se negaba a admitir la preferencia de su hijo por el amor masculino-. Con el nacimiento de un heredero, la sucesión habría quedado garantizada. Su excelencia podría haberse valido de ello como excusa para abdicar de su dignidad y nombrar a un consejo de regentes que dirigieran el gobierno hasta la mayoría de edad del chico.

Esa predicción sobre el comportamiento del sogún era compartida por muchos miembros astutos del bakufu, pero los rasgos de la dama Keisho-in se juntaron en un mohín de testarudez.

– ¡Eso es ridículo! Mi hijo es un caudillo abnegado. No se retirará hasta que la muerte se lo lleve de este mundo. Y no necesita un consejo para llevar el gobierno mientras tenga a su madre a su lado. Me quiere y confía en mí.

Sin embargo, Tokugawa Tsunayoshi también confiaba en Sano; Ryuko había observado cómo la influencia del sosakan crecía con cada día que pasaba. Incluso el más leve indicio de sospecha podía poner en peligro la relación de Keisho-in con el sogún, que temía y aborrecía la violencia. Si llegaba a pensar que su madre podía ser una asesina, tal vez le diera la espalda y buscara otra mujer que hiciera las veces de madre y confidente; probablemente la dama Ichiteru. La taimada concubina había recuperado su favor tras la muerte de Harume; ya había engendrado dos hijos, si bien nacieron muertos; y era seguro que aprovecharía la coyuntura para mejorar su posición.

¿Y qué pasaría entonces con Ryuko?

– Os lo ruego, mi señora -insistió-. Suponed por un momento que hubiera un heredero y que vuestro hijo se retirase. ¿Quién dispondría de mayor influencia sobre el consejo regente? ¿Vos, la madre del antiguo sogún retirado, o la madre del próximo?

La voz meliflua de Ryuko se tornó áspera con la agitación; se inclinó sobre Keisho-in y la cogió de las manos.

– Si Harume no hubiese muerto, podríais haber perdido vuestra posición como dirigente del Interior Grande, vuestros privilegios, vuestro poder. El sosakan Sano se dará cuenta de ello tarde o temprano, si es que no se lo ha imaginado ya. ¡Os arriesgáis a ser su principal sospechosa!

Al otro lado del claro, un roble enorme cayó al suelo con estrépito. Sus ramas oscilaron y crujieron: los estertores de un gigante. Los campesinos empezaron a serrar y acarrear el cadáver del árbol. Mientras la dama Keisho-in lo observaba, su rostro adquirió una expresión astuta y calculadora que Ryuko nunca había visto con anterioridad. Parecía verdaderamente inteligente. Ryuko sintió la mano gélida de la consternación en sus entrañas. ¿Por fin se daba cuenta de lo precario de su situación? ¿O siempre lo había sabido?

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