Los eta -los manipuladores de cadáveres- situaron el cuerpo amortajado sobre la mesa del taller del doctor Ito en el depósito de Edo. Sano y el doctor observaban cómo Mura desenvolvía los pliegues de paño blanco. Los ojos de la dama Harume estaban vidriosos, y la descomposición galopante había empalidecido su piel. El hedor dulzón y nauseabundo de la podredumbre impregnó el ambiente. Aún llevaba el manchado vestido de seda roja; su cara y su pelo enmarañado seguían sucios de sangre y vómito. Ciertamente, Hirata se había asegurado de que nadie tocase la prueba. Consciente de lo que cabía esperar, Sano experimentó tan sólo una punzada momentánea de repulsión, pero el doctor Ito parecía conmocionado.
– Tan joven… -murmuró. Como conservador de la morgue, había examinado un sinfín de cuerpos en peores condiciones; pero su cara se pobló de unas arrugas de dolor que lo avejentaron. Con voz sombría añadió-: Yo tuve una hija.
Sano recordaba que la hija pequeña de Ito había muerto de unas fiebres a la misma edad que Harume. Desde que lo arrestaran, también había perdido el contacto con sus otros hijos.
Sano y Mura guardaron silencio, con las cabezas bajas en señal de respeto por el dolor de su amigo, expresado en tan pocas ocasiones. Después el doctor Ito carraspeó y habló con su habitual tono seco y profesional:
– Bueno. Veamos qué puede decirnos la víctima sobre su asesinato. -Caminó en torno a la mesa mientras estudiaba el cadáver de Harume-. Pupilas dilatadas; espasmo muscular; vómito de sangre: síntomas que confirman mi diagnóstico original de envenenamiento por toxina para flechas. Pero a lo mejor eso no es todo. Mura, ¿podrías quitarle el vestido?
A pesar de su carácter transgresor, el doctor Ito respetaba la costumbre de dejar que los eta manipularan los cuerpos. De ahí que Mura realizase la mayor parte del trabajo físico de los reconocimientos, bajo la supervisión de su señor. En aquel caso, cogió un cuchillo y desgarró la ropa para separarla del cuerpo rígido de Harume. Los pezones oscuros y el tatuaje ejercían un violento contraste con su cérea palidez. Sus miembros eran lisos y estaban perfectamente depilados, su piel sin mácula. Sano se sentía grosero al violar la intimidad de una mujer que sin duda se había tomado tantas molestias por su cuidado personal.
El doctor Ito se inclinó sobre el torso del cadáver con el entrecejo fruncido.
– Aquí hay algo. -Y extendió un pañuelo blanco de algodón sobre el abdomen de Harume para protegerse del contaminante contacto de los muertos. Palpó y apretó con los dedos.
– ¿Qué es? -preguntó Sano.
– Una hinchazón. Tal vez sea efecto del veneno o de cualquiera otra anormalidad. -El doctor se irguió y miró a Sano con expresión grave-. Pero he tratado a muchas mujeres a lo largo de mi carrera médica. O mucho me equivoco, o la dama Harume estaba en las primeras etapas del embarazo.
Un abrumador peso de desconsuelo sacudió el pecho de Sano como el badajo de hierro de una campana de templo. Un embarazo implicaría preocupantes ramificaciones para el caso, y también para él.
La mirada del doctor Ito transmitía una preocupación y una comprensión tácitas, pero no era de los que se acobardan ante la verdad.
– La disección es el único modo de asegurarnos.
Sano tomó aliento y lo contuvo, manteniendo a raya el miedo que lo atenazaba. La disección, un procedimiento asociado a la ciencia extranjera, era tan ilegal entonces como cuando arrestaron al doctor Ito. En el curso de otras investigaciones, Sano se había expuesto al destierro y al deshonor en aras del conocimiento. Hasta la fecha, el bakufu no había descubierto su participación en prácticas prohibidas -incluso los espías más ávidos evitaban el depósito de Edo-, pero Sano temía que se acabara su suerte. Le aterrorizaba verificar el estado de Harume y los consiguientes peligros. Sin embargo, un embarazo ofrecía una miríada de posibles móviles para su asesinato; si no los investigaba, tal vez nunca identificara al asesino. Por otro lado, jamás rehuía la verdad. Suspiró con resignación.
– Muy bien -le dijo al doctor-. Adelante.
A una señal de su señor, Mura sacó un cuchillo largo y delgado de un armarito. El doctor Ito retiró el pañuelo del abdomen de la dama Harume y, sobre él, esbozó en el aire marcas con el índice.
– Corta aquí y aquí, así.
Con cuidado, Mura insertó la aguzada hoja en la carne muerta, trazó un largo tajo horizontal por debajo del ombligo y dos perpendiculares más cortos, uno a cada extremo del primer corte. Retiró las capas de piel y tejido y dejó a la vista los intestinos, rosados y enroscados.
– Sácalos -ordenó el doctor Ito.
Cuando Mura los cortó y los depositó en una bandeja, se desprendió un intenso hedor fecal. A Sano se le revolvió el estómago; el aura impura de la contaminación ritual lo envolvía. No importaba las veces que hubiera presenciado disecciones, seguían enfermándole el cuerpo y el espíritu. En la cavidad del cadáver de la dama Harume vio una estructura carnosa en forma de pera del tamaño de un puño. De ella nacían dos tubos finos y curvados cuyos extremos se abrían en abanicos fibrosos parecidos a anémonas de mar, para unirse a dos saquitos como uvas.
– Los órganos de la vida -explicó el doctor.
La vergüenza exacerbaba la incomodidad de Sano. ¿Qué derecho tenía él, un hombre y un extraño, a observar las partes más íntimas del cuerpo de una mujer muerta? Pero una creciente curiosidad movía su atención mientras Mura rajaba la matriz y la dejaba abierta. El interior albergaba una espumosa cápsula interna de tejido. Y, acurrucado en su interior, un minúsculo bebé nonato, como una salamandra rosa y desnuda, no más largo que el dedo de Sano.
– De modo que tenías razón -dijo Sano-. Estaba embarazada.
La cabeza bulbosa del niño empequeñecía su cuerpo. Los ojos eran manchas negras en una cara apenas formada; las manos y los pies, meras zarpitas fijadas a unos miembros endebles. La piel estaba surcada de venas rojas finas como hilos que se extendían entre un arrecife de huesos delicados. Un cordón retorcido comunicaba el ombligo con el revestimiento del útero. Un vestigio de cola alargaba la diminuta rabadilla. Sano contemplaba esta nueva maravilla lleno de asombro. ¡Qué milagrosa era la creación de la vida! Pensó en Reiko. ¿Se consumaría su problemático matrimonio y tendría hijos que sobrevivieran, como no lo había logrado aquél? Sus esperanzas parecían tan frágiles como la criatura muerta. Después, las preocupaciones profesionales y políticas eclipsaron sus problemas domésticos.
¿Había muerto la dama Harume porque el asesino quería destruir al niño? Los celos podrían haber impulsado a la dama Ichiteru o al teniente Kushida, rival y pretendiente repudiado. Sin embargo, le vino a la mente un motivo más ominoso.
– ¿Puedes determinar el sexo de la criatura? -preguntó.
El doctor Ito extendió el niño con la punta de una sonda de metal y examinó los genitales, un minúsculo brote entre las piernas.
– Sólo tiene unos tres meses. Es demasiado pronto para saber si habría sido niño o niña.
Aquella incertidumbre no alivió las preocupaciones de Sano. El niño muerto podría haber sido el tan deseado heredero del sogún. Alguien podría haber asesinado a la dama Harume para menoscabar las posibilidades de continuidad del mandato de Tokugawa. Aquella explicación suponía una grave amenaza para Sano. A menos que…
– ¿Es posible que el sogún hubiera engendrado un hijo? -El doctor Ito dio voz al pensamiento no expresado de Sano-. Al fin y al cabo, las preferencias sexuales de su excelencia son bien conocidas.
– El diario íntimo de la dama Harume hace referencia a un romance secreto -dijo Sano, y describió el fragmento- Su amante podría ser el padre de la criatura, si es que no se limitaron al tipo de actividades que Harume relató. Quizá lo averigüe hoy cuando visite al caballero Miyagi Shigeru.
– Os deseo suerte, Sano-san.
La cara del doctor reflejaba los deseos de Sano. El caso se complicaba; un peligro mortal ensombrecía la investigación. Si el niño pertenecía a otro hombre, Sano estaba a salvo. Pero si era del sogún, el asesinato de la dama Harume, pasaba a ser traición: era no sólo el homicidio de una concubina, si no el de la propia carne de Tokugawa Tsunayoshi, un crimen merecedor de la ejecución. Y si Sano fallaba a la hora de llevar al traidor ante la justicia, también él podía ser castigado con la muerte.