Tres días después de la muerte del caballero y la dama Miyagi, un capitán de la guardia escoltó al chambelán Yanagisawa a la cámara de audiencias privadas del sogún. Una bandera con los caracteres de confidencialidad impresos decoraba la entrada e indicaba que se estaba celebrando una reunión de naturaleza extremadamente secreta. En las puertas estaban apostados varios guardias, dispuestos a repeler a cualquier intruso.
– Os ruego que entréis, honorable chambelán -dijo su escolta-. Su excelencia os espera.
En algún lugar de la ciudad, por debajo del castillo de Edo, retumbaba un tambor funerario. Cuando los guardias abrieron la puerta, Yanagisawa tragó el sabor metálico del miedo. Su destino iba a decidirse allí y en ese momento.
En el interior de la cámara, Tokugawa Tsunayoshi estaba de rodillas sobre la tarima. En el suelo, a su izquierda, estaban la dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko, codo con codo. La madre del sogún le lanzó una mirada furibunda y después volvió la cabeza con un bufido. Ryuko le dedicó una expresión de petulancia triunfal antes de bajar respetuosamente los ojos. Frente a ellos, en el lugar de honor, a la derecha del sogún, estaba el sosakan Sano, con expresión cuidadosamente neutra.
En Yanagisawa estalló un volcán de odio y celos. Ver al enemigo en su lugar habitual parecía la realización de su peor pesadilla: que Sano lo había sustituido como favorito de su señor. Yanagisawa quería clamar contra el ultraje, pero una descarnada manifestación de genio resultaría perjudicial para sus intereses. Su futuro dependía de su destreza para manejar la situación. Necesitaba permanecer absolutamente tranquilo. Se arrodilló frente a la tarima y le hizo una reverencia al sogún.
– Buenos días, Yanagisawa-san -dijo Tokugawa Tsunayoshi. Su voz no delataba la afectación habitual, y no sonrió-. Es una desgracia que esta reunión deba interferir en tus, ah, labores administrativas.
– Al contrario; es un honor ser convocado a vuestra presencia en cualquier momento. -Aunque la gélida bienvenida lo llenaba de pavor, Yanagisawa hablaba como si no tuviera idea de que aquella reunión se celebraba porque su plan contra Sano había salido mal y ahora se exponía a que lo acusaran de traición-. Mis servicios están a vuestras órdenes.
– Te he convocado aquí para resolver ciertas, ah, graves cuestiones planteadas por el sosakan Sano y mi honorable madre -dijo el sogún, jugueteando nervioso con su abanico.
El corazón del chambelán Yanagisawa dio un vuelco, como una bestia salvaje que tratara de escapar de la jaula de su cuerpo. Aunque había imaginado aquella escena un sinnúmero de veces desde que Ryuko acudiera a su despacho, la realidad seguía siendo terrorífica. Tenía que sobreponerse a su miedo y concentrarse en reparar los daños que él mismo había ocasionado.
– Desde luego, cooperaré en todo lo que esté en mi mano, excelencia. -Yanagisawa hizo que su expresión reflejara asombro y una lúgubre ansiedad por complacer, e insertó la nota justa de inocencia en su voz-. ¿Cuál es el problema?
– Al parecer has tratado de, ah, implicar a mi amada madre en el asesinato de la dama Harume y arruinar a mi querido y leal sosakan obligándolo a acusarla. Esto no es sólo una traición de la, ah, más elevada magnitud, sino también una afrenta personal. -La voz de Tokugawa Tsunayoshi era tensa y aguda; en sus ojos brillaban las lágrimas. La dama Keisho-in murmuraba furiosa mientras le daba a su hijo palmaditas en la mano. Ryuko miraba a Yanagisawa con la mínima expresión de una sonrisa, y Sano los observaba a todos con mucha atención-. Durante quince años te he dado todo lo que deseabas: tierras, dinero, poder. Y recompensas mi, ah, generosidad atacando a mi familia y a mi amigo. ¡Es un ultraje!
– Lo sería si fuera cierto -replicó el chambelán Yanagisawa-, pero puedo aseguraros que no lo es en absoluto. -Tenía las axilas empapadas en sudor y las manos convertidas en hielo, pero sabía con exactitud lo que tenía que hacer. Dejó que a su cara asomaran el asombro y el dolor, pero con cuidado de no resultar histriónico-. Excelencia, ¿qué puede haberos conducido a creer que cometí tan abyectos actos?
– Ah… -El sogún tragó saliva y parpadeó. Superado por la emoción, hizo un débil gesto hacia Sano.
– Ordenasteis a Shichisaburo que colocase una carta escrita por la dama Keisho-in entre las posesiones de Harume para que yo la encontrara -dijo Sano.
El tono cauteloso del sosakan-sama evidenciaba su certeza de que la batalla todavía no había terminado, a pesar de la sonrisa satisfecha de Keisho-in y la velada petulancia de Ryuko. Mientras Sano explicaba cómo se había descubierto el ardid, Yanagisawa sacudía la cabeza con apabullamiento, y después dejó que una ira fingida le endureciera las facciones.
– Shichisaburo actuó sin que yo se lo ordenara o lo supiera -dijo.
– ¡Increíble! -exclamó la dama Keisho-in.
Ryuko entrecerró los ojos. Sano frunció el entrecejo.
– ¿En serio? -El sogún alzó la voz con esperanza-. ¿Quieres decir que todo es culpa del chico, y que tú no tuviste nada que ver con el, ah, complot contra mi madre y el sosakan-sama?
El chambelán Yanagisawa sentía que el peso de la victoria oscilaba en su dirección. Tokugawa Tsunayoshi aún sentía afecto por él, y tenía tantos deseos de reconciliación como de justicia.
– Eso es exactamente lo que quiero decir.
El sogún sonrió aliviado.
– Parece que te he juzgado mal, Yanagisawa-san. Mil disculpas.
Así entraban en acción los dos propósitos del plan de Yanagisawa. Shichisaburo cargaría con las culpas del complot frustrado, y el curso natural de los acontecimientos pondría fin a su relación. Ya no iba a despertar más ansias peligrosas en Yanagisawa, ni a socavar su entendimiento y su fuerza. Hizo una reverencia, con la que aceptaba humildemente las disculpas del sogún, y se preparó para el siguiente asalto.
Tal y como había esperado, Sano dijo:
– Sugiero que se permita a Shichisaburo que cuente su versión de la historia.
– Ah, muy bien -dijo el sogún con indulgencia.
Al momento, Shichisaburo estaba de rodillas frente al estrado al lado de Yanagisawa. Su cara era la viva imagen de la consternación. Dirigió la vista al chambelán en busca de ánimos, pero éste se negó a mirar a su amante a los ojos. No veía el momento de verse libre de tan despreciable criatura.
– Shichisaburo, quiero que nos digas la verdad -dijo Tokugawa Tsunayoshi-. ¿Robaste, por iniciativa propia, sin, ah, instrucciones de nadie más, una carta escrita por mi madre para esconderla en la habitación de la dama Harume?
Por supuesto que el chico desembucharía la historia entera, el chambelán Yanagisawa lo sabía. Pero era la palabra de un modesto actor contra la suya, y le resultaría fácil hacer que Shichisaburo pasara por mentiroso.
– Sí, excelencia, lo hice -respondió el joven actor. Yanagisawa lo miró, boquiabierto. La dama Keisho-in y Ryuko murmuraron excitados; el sogún asintió.
– Excelencia -dijo Sano-, creo que la presente compañía está intimidando a Shichisaburo. Nos resultará más fácil obtener la verdad si hablamos con él a solas vos y yo.
– ¡No! -El grito de Shichisaburo resonó por la sala. Después bajó la voz-. Estoy bien. Y estoy… estoy diciendo la verdad.
La confusión había dejado sin habla al chambelán Yanagisawa. ¿Estaba loco el actor, o es que simplemente era estúpido?
– ¿Te das cuenta de que estás admitiendo que, ah, trataste de incriminar a mi madre en un asesinato? -le preguntó el sogún a Shichisaburo-. ¿Entiendes que eso es traición?
Presa de visibles temblores, el chico susurró:
– Sí, excelencia. Soy un traidor.
Tokugawa Tsunayoshi suspiró.
– Entonces debo condenarte a muerte.
Cuando los guardias encadenaron de pies y manos a Shichisaburo para llevarlo ante el verdugo, Tokugawa Tsunayoshi apartó la vista de tan desagradable espectáculo. La dama Keisho-in rompió a llorar. Con una mirada fulminante a Yanagisawa, Ryuko la consolaba. La cara de Sano reflejaba desánimo y resignación. El chambelán Yanagisawa esperaba que el actor implorase por su vida, que incriminase a su señor en un intento de salvarse, que protestara por su traición. Pero Shichisaburo aceptaba pasivamente su suerte. Cuando los soldados se lo llevaban hacia la puerta, se volvió hacia Yanagisawa.
– Haría cualquier cosa por vos. -Aunque su tez estaba blanca como el hielo, en sus ojos oscuros ardía el amor; hablaba con júbilo y reverencia-. Ahora tendré el privilegio de morir por vos.
Luego desapareció. La puerta se cerró tras él con un portazo.
– Bueno -dijo Tokugawa Tsunayoshi-, me alegro de haber arreglado este, ah, malentendido y de que hayamos resuelto este asunto tan desagradable. Sosakan-sama, haz un hueco. Ven a sentarte conmigo, Yanagisawa-san.
Pero el chambelán, todavía aturdido por lo que acababa de suceder, seguía con la vista puesta donde antes estuviera Shichisaburo. Por él, el actor había aceptado de buen grado el sacrificio definitivo. En lugar de alivio, el chambelán experimentaba una agónica arremetida de consternación, arrepentimiento y horror. Se daba cuenta de que acababa de destruir a la única persona en el mundo a la que de verdad importaba. Demasiado tarde, percibió el valor del amor de Shichisaburo, y el vacío desolado que dejaba atrás.
«¡Vuelve!», quería gritar.
Mas, aunque sopesó la idea de admitir que había sido él, y no el actor, el instigador del complot, sabía que no iba a hacerlo. El egoísmo prevalecía sobre su capacidad para hacer lo correcto… y para el amor. En ese momento vio el atroz defecto de su carácter. Era tan despreciable como aseguraban sus padres. A ciencia cierta, ése era el motivo por el que lo habían privado de afecto.
– ¿Yanagisawa-san? -La voz de fastidio del sogún penetró en su sufrimiento-. Te he dicho que vengas aquí.
Yanagisawa obedeció. El abismo ululante de su interior le erosionaba el alma y se hacía cada vez más profundo y oscuro; nunca se llenaría. Ante él se extendía una vida poblada de esclavos y sicofantes, aliados y enemigos políticos, superiores y rivales. Pero no había nadie que fuera a nutrir su corazón famélico o sanar las heridas de su espíritu. Incapaz de querer y de ser querido, estaba condenado.
– Pareces enfermo -dijo Tokugawa Tsunayoshi-. ¿Sucede algo?
Sentados frente a Yanagisawa, en un trío hostil, estaban el sosakan Sano, la dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko. Tenía claro que sabían la verdad sobre Shichisaburo y su papel en la trama. No pretendían dejarle que se saliera con la suya después de haberlos atacado. La batalla había terminado, pero la guerra seguía… con sus rivales unidos contra él.