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– Todo va bien -dijo el chambelán Yanagisawa.

Hirata atravesaba el jardín del castillo de Edo, donde había conminado a la dama Ichiteru a encontrarse con él. Un manto de nubes opacas cubría el cielo, y el sol era un difuso resplandor blanco sobre los tejados de palacio. En lo alto graznaban los cuervos. La escarcha había ajado los macizos de hierbas, aunque sus intensos aromas pervivían. Los jardineros barrían los senderos; en una alargada cabaña, el farmacéutico del castillo y sus ayudantes preparaban remedios. Las camareras de la dama Ichiteru esperaban en la puerta. Aquella vez Hirata había preparado a conciencia las circunstancias para impedir la seducción, a la vez que había logrado la suficiente intimidad para la que pretendía que fuera su última conversación.

Encontró a Ichiteru sola junto a un estanque donde el loto florecía en verano. De espaldas a él, contemplaba la enmarañada mata de follaje. Llevaba una capa gris; un velo negro cubría su pelo. Por el modo en que envaró su espalda, Hirata sabía que estaba al tanto de su presencia, pero no se volvió. Mejor: podría decir lo que pensaba sin caer en sus redes.

– Fuisteis vos quien administró a la dama Harume el veneno que la hizo enfermar el verano pasado, ¿no es así? -dijo Hirata-. Era a vos a quien temía y de quien rogó a su padre que la rescatara.

– ¿Y qué más da si fui yo? -La voz ronca de Ichiteru reflejaba indiferencia-. No tenéis pruebas.

Estaba en lo cierto. Hirata se había pasado los tres últimos días investigando el incidente, y había eliminado como sospechosos a los demás residentes del palacio. Sabía que Ichiteru era culpable, pero no podía demostrarlo, y dado que estaba claro que no pensaba confesar, no había nada que hacer. Ichiteru había salido indemne de su intento de asesinato, a la vez que lo había dejado en ridículo. La furiosa humillación lo reconcomía.

– Yo sé que lo hicisteis -dijo-. Puesto que no matasteis a Harume, es la única explicación para el modo en que me tratasteis. Teníais miedo de que el sosakan-sama descubriera que erais responsable de un envenenamiento anterior, y queríais que acusaran a Keisho-in por el asesinato de Harume. De modo que me utilizasteis.

»Estoy seguro de que estáis muy satisfecha de cómo han salido las cosas -prosiguió Hirata, que hervía de cólera-. Pero, escuchad, yo sé lo que sois: una asesina en espíritu, si no de hecho. Y os lo advierto: causad problemas una vez más, e iré a por vos. Entonces tendréis el castigo que os merecéis.

– ¿Castigo? -La dama Ichiteru se rió con desdén-. ¿Qué podéis hacerme vos que sea peor que el futuro que tengo por delante?

Se volvió; se le resbaló el velo. Hirata dio un respingo de asombro. Ichiteru no llevaba maquillaje. Tenía los ojos rojos e hinchados de llorar, y los labios pálidos y abotargados. Su piel desnuda parecía moteada y cetrina, y llevaba el pelo en un enmarañado nudo desprovisto de ornamentos. Hirata apenas reconocía en aquella ruina humana a la mujer que lo había cautivado.

– ¿Qué os ha pasado? -preguntó.

– Mañana llegan quince nuevas concubinas al Interior Grande. Me acaban de informar de que seré una de las mujeres destituidas para dejarles el sitio, ¡tres meses antes de la fecha oficial de mi retiro! -exclamó con voz temblorosa por la ira-. He perdido mi oportunidad de darle un heredero al sogún y convertirme en su consorte. Tendré que volver a Kioto sin nada que mostrar a cambio de trece años de degradaciones y dolor. Pasaré el resto de mi vida como solterona en la pobreza, un símbolo despreciado del fracaso de las esperanzas de la familia imperial de recobrar la gloria.

»Me disculpo por lo que os hice, pero lo superaréis -le dijo a Hirata con sorna-. ¡Y cuando penséis en mí, reíd si lo deseáis!

La necesidad de venganza de Hirata se disolvió. Su atracción por Ichiteru se había desvanecido con el boato de la moda y los modales; su amargura lo repetía. Por fin era capaz de perdonar e incluso compadecer a Ichiteru. En su destino residía en efecto su castigo. Sus propias preocupaciones parecían triviales en comparación.

– Lo siento -dijo. Le habría deseado suerte u ofrecido educadas palabras de ánimo, pero la dama Ichiteru le dio la espalda.

– Dejadme.

– Adiós, pues -dijo Hirata.

De vuelta por el jardín, se sentía unos años más viejo que cuando había empezado la investigación. La experiencia había fomentado su sabiduría. Nunca más permitiría que un sospechoso de asesinato lo manipulara. Pero la desaparición de las intensas emociones que le inspirara la dama Ichiteru dejaba un hueco en su espíritu. Debería ocuparse de otros casos antes del banquete de bodas de Sano, programado para aquella tarde, pero estaba demasiado inquieto para trabajar. Lleno de vagos anhelos, se internó en el bosque de caza, con la esperanza de que un paseo solitario le aclarase la mente.

No bien había arrancado por un sendero, cuando oyó una voz vacilante detrás de él.

– Hola, Hirata-san.

Se volvió y vio que se le acercaba Midori.

– Hola -dijo.

– Me he tomado la libertad de seguiros desde el jardín porque pensaba… esperaba que tal vez os apeteciera algo de compañía. -Midori se ruborizó y jugueteó con un mechón de su cabello-. Me iré si no os apetece.

– No, no. Agradeceré vuestra compañía -dijo Hirata, que de verdad lo sentía.

Deambularon entre los abedules que derramaban sobre ellos sus hojas doradas. Por primera vez desde que se conocieran, Hirata la miró de verdad. Vio la belleza de su mirada clara y directa, su comportamiento bondadoso. Podía entender su encaprichamiento con la dama Ichiteru como una enfermedad que lo había cegado a las cosas buenas, Midori incluida. Al pensar en las agradables conversaciones que había sostenido con ella, se acordó de algo.

– Sabíais que Ichiteru trató de matar a Harume el verano pasado, ¿verdad? E intentasteis avisarme de que planeaba utilizarme para asegurarse de que no la arrestaran por el asesinato.

Midori escondió la cara tras la brillante cortina de su pelo y bajó la vista al suelo.

– No estaba segura, pero lo sospechaba… Y no quería que os hiciese daño.

– Entonces ¿por qué no me lo dijisteis? Sé que no debía pareceros muy dispuesto a escucharlo, pero podrías habérmelo dicho, o escribirlo en una carta, o contárselo al sosakan-sama.

– Tenía demasiado miedo -dijo Midori, contrita-. La admirabais tanto… Pensé que si os decía algo malo sobre ella me tomaríais por una mentirosa. Me habríais odiado.

A Hirata lo dejaba atónito que una chica de alta cuna no sólo se preocupara por él, sino que también quisiera que la tuviera en buena consideración. En ese momento descubrió que él le había gustado todo el tiempo. No le importaban sus orígenes humildes. El honesto aprecio de Midori lo elevaba por encima de la prisión de su inseguridad. Ya no importaba que careciera de un linaje noble o de cultivada elegancia. Los logros de su vida -las auténticas manifestaciones del honor- eran suficientes. De repente, Hirata quería reírse de júbilo. ¡Qué extraño que su experiencia más humillante le hubiese aportado también el don de la revelación!

Tocó a Midori en el hombro y la hizo volverse de cara a él.

– Ya no admiro a la dama Ichiteru -le dijo-. Y sería incapaz de odiaros.

Midori lo contempló con ojos abiertos y solemnes, llenos de una incipiente esperanza. Una sonrisa temblaba en sus labios; sus hoyuelos hicieron una tímida aparición, como el sol reflejado en unas perlas debajo del agua. Hirata sintió una alegría desbordante al ver la posible respuesta a sus anhelos.

– ¿Qué haréis ahora que Ichiteru se marcha? -preguntó.

– Oh, seré la dama de compañía de alguna otra concubina -dijo Midori-. Se supone que debo quedarme en el castillo de Edo hasta que me case.

O a lo mejor incluso después, pensó Hirata, si él seguía destinado allí y sus fortunas coincidían. Pero aquello era ir demasiado deprisa. Por lo pronto, se contentaba con saber que estarían los dos en el castillo lo bastante para que el tiempo decidiera.

– Bueno -dijo con una sonrisa-, me alegro de oírlo.

Midori le dedicó una sonrisa radiante. Con las mangas juntas, siguieron andando por el camino.

– Tengo el placer de inaugurar la celebración del matrimonio del sosakan Sano Ichiro y la dama Ueda Reiko -anunció Noguchi Motoori.

El mediador y su esposa estaban de rodillas en la tarima de la sala de recepciones de la mansión de Sano. Entre ellos, Sano y Reiko, ataviados con formales quimonos de seda, se sentaban bajo un enorme parasol de papel, símbolo de los amantes. Se habían retirado los tabiques para que la sala ampliada diera cabida a los trescientos invitados del banquete: amigos y parientes, los colegas de Sano, los superiores, los subordinados y los representantes de prominentes clanes daimio. Del techo pendían farolillos encendidos; el ambiente vibraba con los aromas del perfume, el humo del tabaco, el incienso y la comida.

– Como la lluvia tras la sequía, estas festividades llegan con mucho retraso y son por lo tanto mucho más bienvenidas -dijo Noguchi-. Ahora os invito a que os unáis a mí al felicitar a la pareja nupcial y desearles una larga y feliz vida en común.

Los músicos tocaron una alegre melodía de samisén, flauta y tambor. Los criados repartieron botellas de sake y tazas y ofrecieron bandejas cargadas de manjares. Los invitados gritaron: «Kanpai!» Con el corazón rebosante de gozo, Sano intercambió una sonrisa con Reiko.

La investigación había acabado, si bien no del todo como él habría deseado. Las muertes violentas del caballero y la dama Miyagi todavía lo perturbaban. El teniente Kushida había sido trasladado a un puesto en la provincia de Kaga, donde tal vez podría recobrarse de su obsesión y comenzar una nueva vida. Además, Sano sentía que tendría que haber intuido que el chambelán Yanagisawa sacrificaría a Shichisaburo, y salvar de algún modo al actor.

Sin embargo, más adelante habría tiempo de sobra para revisar el caso y aplicar la experiencia para obtener mejores resultados en el futuro. Una relativa armonía había regresado al castillo de Edo. Esa noche ofrecía un alegre descanso de los quebraderos de cabeza del pasado. ¡Cuánto más significativa era aquella ceremonia que la que habría tenido de haberse celebrado justo después de la boda! A Sano le parecía un tributo adecuado al vínculo forjado entre él y su esposa durante la investigación. Ocultos por sus extensas mangas, juntaron las manos.

El magistrado Ueda se puso en pie y pronunció el primer discurso:

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