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– Cumplimos todos los trámites reglamentarios de arresto domiciliario, pero el viejo lo dejó salir -explicó el comandante que había convocado a Sano en la residencia de los Kushida-. Nada de esto es culpa nuestra.

Hizo un ademán furioso que abarcaba todo el patio iluminado por las antorchas. En él yacían cuatro hombres heridos por el teniente en su huida. Los familiares de Kushida y unos cuantos vasallos se apiñaban en la galería de la casa, un modesto edificio de una planta con entramado de madera en las paredes y las ventanas con barrotes. Desde la calle los curiosos escudriñaban a través de los matorrales de bambú.

A Sano lo había despertado la llegada del mensajero que le había dado las malas noticias. Ahora estaba en el gélido patio con Hirata mientras sus tropas pululaban por la finca, los espectadores parloteaban y el cielo palidecía con el primer resplandor azur del alba. Se amonestó en su interior por haber perdido a un sospechoso. Tendría que haber reconocido el riesgo de que el teniente Kushida se fugara y haberle denegado los privilegios del rango, metiéndolo en la prisión de Edo en vez de tenerlo bajo arresto domiciliario. Aunque Sano consideraba a la dama Keisho-in como la probable asesina de Harume, seguía sin creer que el teniente les hubiese contado toda la verdad sobre su relación con la concubina o los motivos que lo empujaron a asaltar la mansión de Sano. Se resistió con dificultad a la tentación de desahogar su ira en los soldados por haber dejado que los superara un solo hombre.

– Dejémonos de culpas por el momento y concentrémonos en capturar al teniente Kushida -dijo Sano-. ¿Qué se ha hecho hasta ahora?

– Hay hombres buscando por el bancho , pero todavía no han enviado ningún mensaje. Por desgracia, es muy veloz.

Kushida podría estar fuera de Edo para el amanecer, pensó Sano desconsolado. Pero dudaba que el motivo del teniente para escaparse fuera dejar la ciudad. ¿Por qué había quebrantado el arresto domiciliario? La respuesta podía resultar crucial para encontrarlo. Ordenó al comandante que siguiera con la búsqueda. Después, indicándole a Hirata que lo siguiera, se acercó a la familia Kushida y se presentó.

– ¿Dijo algo vuestro hijo que pudiera revelarnos el motivo de su fuga o adónde pensaba ir? -le preguntó al padre del teniente.

– No he hablado con mi hijo desde que lo suspendieron del puesto. -Las facciones simiescas de Kushida padre estaban rígidas de ira-. Y sus últimas muestras de mal comportamiento no han hecho más que dificultar la reconciliación.

Ahora Sano entendía mejor la pasión obsesiva del teniente Kushida por Harume: con un padre tan poco propenso al amor y al perdón, debía de estar hambriento de afecto.

La madre de Kushida miró con pavor a su marido y señaló con la cabeza a un anciano samurái que sollozaba junto a la puerta.

– Yohei fue el último que lo vio.

Aquél, pues, era el fiel vasallo al que Kushida había engañado para que le abriera la puerta de la celda.

– Nada de lo que hizo o dijo mi amo me alertó sobre su propósito de escapar -se lamentó Yohei-. No sé por qué lo hizo.

Yohei avanzó con paso vacilante y se postró a los pies de Sano.

– ¡Oh, sosakan-sama, cuando atrapéis a mi joven señor, os ruego que no lo matéis! Yo soy el responsable de lo que ha pasado esta noche. ¡Dejadme morir en su lugar!

– No lo mataré -prometió Sano. Necesitaba vivo a Kushida para interrogarlo otra vez-. Y no te castigaré si me ayudas a encontrarlo. ¿Tiene amigos a los que acudir en busca de ayuda?

– Está su viejo sensei, el maestro Saigo. Ahora está jubilado y vive en Kanagawa.

Aquel pueblo era la cuarta parada en el camino de Tokaido, a medio día de distancia, aproximadamente. Sano se despidió de la familia Kushida. A continuación, Hirata y él salieron y montaron a lomos de sus caballos.

– Envía mensajeros para avisar a los guardias de las postas de que estén atentos por si aparece Kushida -le dijo a Hirata-. Pero no creo que vaya a dejar la ciudad.

– Ni yo -dijo su vasallo-. Me aseguraré de que la policía haga circular su descripción por toda la ciudad y diga a los centinelas de los barrios que estén ojo avizor. Después… -Hirata tomó aliento con fuerza y soltó el aire-. Después me encontraré con la dama Ichiteru.

Se separaron, y Sano se encaminó de vuelta al castillo de Edo para lanzar a las tropas a una cacería humana por toda la ciudad antes de asistir al juicio que el magistrado Ueda quería que presenciase. Hubiese matado o no el teniente Kushida a la dama Harume, constituía un peligro para los ciudadanos. Sano se sentía responsable de su captura y de cualquier crimen que el teniente pudiera cometer hasta entonces.

El juicio ya había comenzado cuando Sano llegó al Tribunal de Justicia. Entró con discreción en la sala larga y tenuemente iluminada. El magistrado Ueda, con rostro sombrío a la luz de las lámparas de la mesa, ocupaba el estrado, con un secretario a cada lado. Cruzó la mirada con Sano y lo saludó con la cabeza. La acusada, una mujer, llevaba una túnica de muselina. Estaba de rodillas frente a la tarima, con las muñecas y los tobillos atados, sobre una esterilla en el shirasu. En el centro de la habitación, un público no muy nutrido se arrodillaba en hileras.

Mientras un secretario leía la fecha, la hora y los nombres de los funcionarios que presidían la sesión para las actas del tribunal, Sano recordó lo que Reiko le había contado sobre que, en su juventud, espiaba los autos de aquel tribunal. Se preguntó si estaría allí en aquel momento, oculta en algún observatorio privilegiado, desafiándolo una vez más. ¿Se entenderían alguna vez como marido y mujer? ¿Por qué quería su padre que presenciase el juicio?

– A la acusada, Mariko de Kyobashi, se le imputa el asesinato de su esposo, Nakano el zapatero -anunció el secretario-. A continuación, este tribunal escuchará las pruebas.

Llamó a declarar al primer testigo: la suegra de la acusada. Entre los sollozos de Mariko, una anciana se levantó de entre el público. Renqueó hasta el estrado, se arrodilló, hizo una reverencia al magistrado Ueda y dijo:

– Hace dos días, mi hijo enfermó de repente después de tomar la cena. Boqueó, tosió y dijo que no podía respirar. Se acercó a la ventana para que le diera el aire, pero estaba tan mareado que se cayó al suelo. Entonces empezó a vomitar: al principio, lo que había comido, después sangre. Intenté ayudarlo, pero pensó que yo era una bruja que pretendía matarlo. ¡Yo, su propia madre!

La voz de la anciana se quebró por la angustia.

– Empezó a patalear y a gritar. Salí corriendo para buscar un médico. Cuando volvimos a casa al cabo de unos momentos, mi pobre hijo había muerto. Estaba rígido como este pilar.

La emoción alivió el peso del cansancio y las tribulaciones de Sano. ¡El zapatero había muerto con los mismos síntomas que la dama Harume! Ahora Sano entendía por qué el magistrado Ueda lo había llamado.

– Mariko es quien cocina y sirve nuestras comidas -dijo la testigo con una mirada furibunda hacia la acusada-. Era la única persona que tocaba el cuenco de mi hijo antes de que comiera. Tuvo que envenenarlo ella. Nunca se llevaron bien. Por las noches se negaba a cumplir con su deber de esposa. Odia llevar la casa, ir a la compra y bordar, ayudar en la tienda para ganarse el techo y la comida, y cuidar de mí. La matábamos de hambre y le pegábamos, pero ni así se comportaba decentemente. Mató a mi hijo para poder volver a casa de sus padres. ¡Honorable magistrado, os ruego que hagáis justicia a mi hijo y condenéis a muerte a esta infame!

Siguió la declaración de más testigos: el médico, unos vecinos que confirmaron el estado penoso del matrimonio, y el policía que había encontrado una botella oculta bajo el quimono de la acusada, había hecho una prueba de su contenido con una rata, que murió en el acto, y la había arrestado. Un caso claro, pensó Sano.

– ¿Qué tienes que decir en tu defensa, Mariko? -preguntó el magistrado Ueda.

Sin dejar de llorar, la mujer levantó la cabeza.

– ¡Yo no maté a mi marido! -gritó.

– Hay muchas pruebas de tu culpabilidad -replicó el magistrado-. O bien las refutas, o confiesas.

– Mi suegra me odia. Me echa la culpa de todo. Cuando murió mi marido quería castigarme. Así que le dijo a todo el mundo que yo lo había envenenado. Pero yo no fui. ¡Por favor, tenéis que creerme!

Sano dio un paso al frente.

– Honorable magistrado, os solicito permiso para interrogar a la acusada.

La gente giró la cabeza; un murmullo de sorpresa recorrió el público. Era poco frecuente que alguien que no fuera el funcionario que presidía el tribunal llevara a cabo interrogatorios.

– Permiso concedido -dijo el magistrado Ueda.

Sano se arrodilló junto al shirasu. Desde detrás de una enmarañada mata de pelo, la acusada lo miraba asustada, como una fiera en cautiverio. Estaba demacrada y tenía la cara llena de contusiones, con los dos ojos morados.

– ¿Esto te lo hizo tu familia? -preguntó Sano.

Asintió temblorosa. Su suegra alzó la voz en justa indignación:

– Era vaga y desobediente. Se merecía todas las palizas que le dimos mi hijo y yo.

Sano se encendió de ira. El hecho de que aquella situación se diera a menudo no la hacía menos censurable a sus ojos.

– Honorable magistrado -dijo-, necesito información de la acusada. Si me la proporciona, recomendaré que los cargos contra ella pasen a ser homicidio en defensa propia y que la devuelvan a casa de sus padres.

El público prorrumpió en protestas.

– Con el debido respeto, sosakan-sama -dijo un doshin-, pero esto es un mal ejemplo para la ciudadanía. ¡Pensarán que pueden matar, alegar defensa propia y quedar impunes!

– ¡Asesinó a mi hijo! ¡Merece morir! -gritó la suegra.

– Tú y tu hijo maltratasteis a esta chica -replicó Sano, aunque se preguntaba por qué estaba interfiriendo en asuntos que nada tenían que ver con su investigación. Era vagamente consciente de que la rabia manaba de su recién adquirida comprensión de la triste situación de las mujeres y de la necesidad de compensar a Reiko de algún modo por el cruel tratamiento que la sociedad dispensaba a su sexo-. Ahora pagáis el precio.

– Silencio -bramó el magistrado Ueda por encima del clamor del público, que amainó después de que los guardias sacaran a rastras de la habitación a la suegra vociferante. Luego se dirigió a Sano-: Se aceptará vuestra recomendación si la acusada coopera. Adelante.

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