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Sano se volvió hacia la chica.

– ¿De dónde sacaste el veneno que mató a tu marido?

– No… No quería matarlo -sollozó-. Sólo quería debilitarlo, para que no me pegase más.

– Ahora estás a salvo -dijo Sano, aunque era mucho esperar que sus padres no la castigaran por el fracaso de su matrimonio, o no la casaran con otro hombre cruel. ¡Qué poco podía hacer para corregir siglos de tradición! Sobre todo cuando no estaba dispuesto a empezar por su propia casa-. Ahora dime de dónde sacaste el veneno.

La acusada se sorbió los mocos.

– Se lo compré a un viejo vendedor ambulante.

«¡Choyei!» A Sano le dio un vuelco el corazón.

– ¿Dónde te viste con él?

– En el muelle Daikon.

El barrio al noroeste de Nihonbashi era una cuadrícula de canales. Delante de cada almacén había un muelle de piedra por el que los estibadores acarreaban leña, tallos de bambú, verduras, carbón y cereales, desde los barcos amarrados y hacia ellos. Sano conocía la zona de sus tiempos de policía, porque los barracones de los yoriki estaban situados en el vecino Hatchobori, en el límite del distrito funcionarial. Avanzó a caballo por el muelle Daikon, entre porteadores cargados de fardos de largos rábanos blancos. Sus alientos formaban nubes de vapor en el aire límpido y gélido; una fuerte brisa encrespaba las aguas de los canales, que reflejaban el azul invernal del cielo. Los gritos, los golpes y el ruido de las suelas de madera resonaban con claridad. Sano olía la característica y conmovedora mezcla de humo de carbón y nieves de las remotas montañas que para él anunciaba la última estación del año.

La acusada le había dado indicaciones para llegar al lugar donde se había encontrado con Choyei: «Tiene una habitación en una casa de la tercera calle que sale del muelle.»

Sano dirigió su montura hacia esa calle. Hileras de viviendas insalubres de dos pisos bordeaban un espacio apenas suficiente para dar cabida a su caballo. Los balcones bloqueaban la luz del sol; en las cuerdas de tender la ropa que surcaban la angosta brecha ondeaban las coladas. Los cubos de residuos de la noche, los contenedores de basura desbordantes y un retrete de madera corrompían el aire. De las chimeneas surgía un humo aceitoso. Las puertas cerradas ocultaban cualesquiera actividades que los pisos de una habitación amparasen. La calle estaba vacía e impregnada de una lóbrega quietud.

Sano desmontó frente a la quinta puerta y llamó. Al no recibir respuesta probó a abrir, sin resultado. Miró por las grietas de las persianas.

– ¿Choyei? -gritó.

Se entornó la puerta de la casa de al lado, de la que salió un hombrecillo delgado y sin afeitar.

– ¿Quién sois? -preguntó.

Cuando Sano se identificó y expuso el motivo de su visita, el hombre se apresuró a hacer una reverencia.

– Saludos, sosakan-sama. Soy el casero, y resulta que yo también tengo que hablar con el mercachifle. Me debe el alquiler. Sé que está ahí, con un hombre que ha venido a verlo. Les he oído hablar hace apenas un momento. El viejo bribón quiere que nos creamos que no está en casa. -Aporreó la puerta-. ¡Abre!

Sano actuó movido por una súbita intuición. Cargó una, dos, tres veces con el hombro contra la puerta. La tabla de madera cedió. Del interior de la habitación llegaban un borboteo y unos resuellos salpicados de gemidos. A Sano se le encogió el corazón.

– No -dijo cuando el presentimiento lo asaltó como un jarro de agua helada-. Por favor, no.

– ¿Qué pasa, sosakan-sama? -gritó el casero-. ¿Qué es ese ruido?

Sano irrumpió en la habitación. Al principio, la oscuridad era demasiado negra para que distinguiera más que contornos oscuros. Después, cuando sus ojos se acostumbraron, las sombras se convirtieron en un cofre, un armario y una mesa. Todas las superficies, el suelo incluido, estaban atestadas de cuencos y frascos. En una estufa de arcilla humeaban unas ollas. El aire estaba perfumado por los olores medicinales característicos de una botica. En una esquina del fondo yacía una figura humana, la fuente de los espeluznantes sonidos.

Sano tropezó con un almirez. Apartó una armazón del tipo de las que llevaban los buhoneros ambulantes, un artilugio de madera con cestas colgadas de los travesaños, y se arrodilló junto al postrado.

– ¡Dame algo de luz! -ordenó.

El casero subió las persianas y encendió una lámpara. La figura de Choyei fue discernible en toda su crudeza. Era anciano, pero de físico vigoroso. Tenía un matojo de sucio pelo blanco en torno a la coronilla calva. Alzó hacia Sano unos ojos desorbitados de terror en su cara gris y agrietada como fango secado al sol. De su boca abierta y de una herida en el pecho surgían sendos chorros de sangre que le manchaban el andrajoso quimono. Un resuello, un borboteo, un gemido. El sonido continuaba entre estertores de dolor.

– Oh, no, oh, no -gimió el casero, retorciéndose las manos-. ¿Por qué ha tenido que pasar esto en mi propiedad?

– Busca un médico -ordenó Sano. Después examinó el profundo tajo entre las costillas de Choyei, practicado con un filo cortante, que absorbía y escupía sangre alternativamente-. No importa, no va a hacer falta.

Sano había visto más heridas de ese tipo, y sabía que eran fatales.

– Mejor avisa a la policía. -El visitante de Choyei debía de haberlo apuñalado y huido hacía poco tiempo-. ¡Corre!

El casero salió disparado. Sano apretó la mano contra la herida de Choyei para sellar por un momento el orificio. El resuello amainó. Choyei inhaló y exhaló con avidez. Sano sintió la succión cálida y húmeda de la carne ensangrentada contra su palma.

– ¿Quién te ha hecho esto? -preguntó.

La boca del buhonero se abrió y cerró unas cuantas veces antes de que surgiera su voz.

– Cliente… compró… bish -dijo entre boqueadas. En su nariz burbujeaba una espumilla roja-. Hoy volvió… clavó…

Bish: la toxina para flechas que mató a la dama Harume. Sano estaba eufórico. El cliente debía de haber sido el asesino, que había vuelto para impedir que Choyei llegase a informar de su compra a las autoridades. Sano miró con impaciencia al suelo, deseando que la policía se diera prisa. El asesino seguía en la zona. Estaba deseoso de darle caza, pero necesitaba la declaración de su único testigo.

– ¿Quién ha sido, Choyei? -Sano apretó con urgencia la mano del buhonero moribundo-. ¡Dímelo!

Choyei emitió unos gorgoteos horripilantes. No paraba de salir sangre de su herida. Sus labios y su lengua pugnaron con las sílabas de un nombre que parecía atorado en su garganta.

– ¿Qué aspecto tenía? -dijo Sano.

– No… ¡No! -Choyei aferró la mano de Sano. Su boca formó las palabras, pero no salió ningún sonido.

– Tranquilo. Cálmate -lo apaciguó Sano.

Mientras el buhonero se afanaba por hablar, Sano repasaba en su cabeza las distintas posibilidades. El brutal apuñalamiento apuntaba hacia el teniente Kushida. ¿Se había escapado del arresto para atacar a Choyei?

– ¿Ha usado una lanza? -preguntó Sano, ocultando su impaciencia.

Choyei sacudió el cuerpo y meneó la cabeza de lado a lado en violenta protesta contra la muerte inminente.

– ¿Qué aspecto tenía? ¡Dímelo para que pueda encontrarlo!

En aquel momento, el traficante de drogas pareció aceptar su destino. La mano que aferraba la de Sano perdió algo de fuerza mientras era presa de temblores involuntarios. Con gran esfuerzo, tomó aliento con un silbido y susurró:

– Cuerpo delgado… llevaba capa oscura… capucha…

La descripción se ajustaba tanto al caballero Miyagi como a Kushida. ¿O tal vez al amante secreto de Harume? ¡Qué grato le era a Sano aquel indicio que apuntaba en la dirección contraria a la dama Keisho-in!

Llegó un ruido de pasos de la calle. Por la puerta entraron un doshin y dos asistentes civiles. Sano repitió rápidamente la descripción del asesino de Choyei y añadió la suya del teniente Kushida y el caballero Miyagi.

– Podría ser cualquiera de los dos, u otra persona, pero no puede andar muy lejos. ¡Corred! -Los policías salieron disparados y Sano se volvió hacia el buhonero-. Choyei. ¿Qué más puedes decirme? ¡Choyei!

Su voz adquirió un tinte de desesperación al sentir la flacidez creciente del vendedor. De sus ojos se esfumó la animación. Un leve gemido más, un último hilillo de sangre, y la fuente del veneno -y el único testigo de Sano de aquel asesinato- estaba muerta.

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