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– Es para mí un honor dar comienzo a esta ceremonia, por la cual el sosakan Sano Ichiro y la dama Ueda Reiko se unirán en matrimonio ante los dioses -anunció con solemnidad a los presentes en la sala de audiencias privadas del castillo de Edo el rechoncho y miope ex superior de Sano, Noguchi Motoori, que había actuado de mediador para el enlace.

En aquella agradable mañana de otoño, las puertas correderas de la sala permanecían abiertas al esplendor escarlata de las hojas de arce y a un radiante cielo azul. Dos sacerdotes de vestiduras blancas y altos tocados negros presidían la sala arrodillados frente a la hornacina, de la que pendía un pergamino con los nombres de los kami , las deidades sintoístas. Bajo éste y sobre una tarima, reposaban las tradicionales ofrendas, redondos pastelillos de arroz y una vasija de barro con sake consagrado. Cerca de los sacerdotes había dos doncellas que llevaban las capas con capucha propias de los acólitos de los santuarios sintoístas. En el tatami situado a la izquierda de la hornacina, esperaban de rodillas el padre y los más allegados de la novia: el majestuoso y corpulento magistrado Ueda y unos pocos parientes y amigos. A la derecha, la comitiva del novio estaba formada por su anciana y frágil madre; por el sogún Tokugawa Tsunayoshi, supremo dictador militar de Japón, ataviado con ropajes de brocado y el cilíndrico tocado negro propio de su posición, acompañado de algunos altos funcionarios; y por Hirata, el vasallo mayor de Sano. Todas las miradas estaban puestas en el centro de la sala, el principal escenario de la ceremonia.

Sano y Reiko estaban rodilla con rodilla frente a dos mesitas. El lucía negras vestiduras ceremoniales estampadas con una dorada grulla, con las alas desplegadas, divisa de su familia; de la cintura pendían sus dos espadas. Ella llevaba un quimono de seda blanca y un largo velo blanco del mismo tejido que cubría por completo su rostro y su pelo. Delante de ellos había un plato llano de porcelana que contenía un pino y un ciruelo en miniatura; un haz de bambú y las estatuas de una liebre y una grulla: símbolos de longevidad, flexibilidad y fidelidad. Tras ellos, arrodillados frente a la mesa reservada para el mediador, estaban Noguchi y su esposa. Cuando los sacerdotes se levantaron e hicieron una reverencia frente al altar, el corazón de Sano se desbocó. Su estoica dignidad ocultaba un torbellino de emociones.

Los últimos dos años no le habían traído más que complicaciones: la muerte de su amado padre; el traslado desde la humilde residencia familiar, en el barrio mercantil de Nihonbashi, al castillo de Edo, sede del poder en Japón; y un aumento vertiginoso de posición, con todos los retos que ello comportaba. A veces temía que su mente y su cuerpo fueran incapaces de soportar aquella inclemente avalancha de cambios. Ahora estaba a punto de casarse con una muchacha de veinte años a la que sólo había visto en una ocasión, hacía más de un año, en la reunión formal celebrada entre las dos familias. Su linaje era impecable y su padre, uno de los hombres más ricos y poderosos de Edo; pero jamás habían conversado y no sabía nada de su carácter. Apenas recordaba su apariencia, y no podría verle la cara hasta el final de la ceremonia. De repente, a Sano la tradición del matrimonio concertado le parecía una completa locura: una unión entre desconocidos potencialmente catastrófica. ¿Qué peligroso vuelco había dado su destino? ¿Era demasiado tarde para escapar?

Desde su minúsculo dormitorio situado en las dependencias de las mujeres del castillo de Edo, la más reciente de las concubinas del sogún oyó pasos apresurados, portazos y estridentes voces femeninas. Los vestidores debían de estar llenos de opulentos quimonos de seda y polvos para la cara esparcidos por el suelo, en el apresuramiento de las sirvientas por acabar de vestir a las doscientas concubinas y sus doncellas para el banquete de bodas del sosakan-sama . Pero Harume, agobiada por la asfixiante presencia de tantas mujeres tras apenas ocho meses en el castillo, había decidido no ir a la celebración. La intimidad era algo casi desconocido en los abarrotados aposentos, pero sus compañeras de habitación se habían ido, y el personal del palacio andaba ocupado. Aquel día la madre del sogún, a quien Harume servía, no había reclamado su presencia. Nadie iba a echarla de menos, o eso esperaba, porque Harume pensaba aprovechar al máximo aquel extraño momento de soledad.

Echó el pestillo de la puerta y bajó las persianas. Encima de una mesa baja encendió lámparas de aceite e incensarios. Las llamas titilantes proyectaban su sombra sobre los lienzos de papel de las paredes; el incienso humeaba, dulcemente acre. La habitación se impregnó de quietud y silencio. Una oscura excitación aceleró el pulso de Harume. Sobre la mesa depositó un estuche rectangular laqueado de color negro, con incrustaciones de iris dorados, una botella de sake de porcelana y dos cuencos. Sus movimientos eran pausados y gráciles, propios de un ritual sagrado. Después se acercó de puntillas a la puerta y escuchó.

El ruido había disminuido; las mujeres debían de haber acabado de vestirse y estarían de camino hacia la sala del banquete. Harume regresó al altar que había dispuesto. Embargada de ansiedad, se compuso el cabello moreno y lustroso, que le llegaba a la cintura. Se aflojó la faja y separó las faldas de su bata de seda roja. Desnuda de cintura para abajo, se arrodilló.

Se contempló con orgullo. A sus dieciocho años, poseía la madurez física de una adulta, pero con el fresco esplendor de la juventud. Una impecable piel marfileña recubría sus firmes muslos, sus caderas redondeadas y su abdomen. Harume se acarició el sedoso triángulo de vello pubiano con la punta de los dedos. Sonrió al acordarse de él y de su mano allí mismo, de su boca contra su garganta, de su éxtasis compartido. Se deleitó en su eterno amor por él, que estaba a punto de demostrar más allá de cualquier duda.

Para purificar la estancia, uno de los sacerdotes agitó un bastón adornado con blancas tiras de papel y gritó: «¡Que salga el mal, que entre la fortuna! ¡Zuum! ¡Zuum!» Después entonó una invocación a los dioses sintoístas Izanagi e Izanami, venerados procreadores del universo.

Al oír aquellas palabras conocidas, Sano se relajó. La intemporal ceremonia lo elevaba por encima del miedo y la duda; en su interior creció la esperanza. A pesar de los riesgos, quería ese matrimonio. A la avanzada edad de treinta y un años, estaba listo para dar aquel paso definitivo hacia la madurez oficial, para asumir su lugar en la sociedad como cabeza de su propia familia. Y estaba listo para que su vida cambiara.

Los veinte meses que llevaba ejerciendo como sosakan-sama del sogún -muy honorable investigador de sucesos, situaciones y personas- habían sido un ciclo ininterrumpido de crímenes, cazas de tesoros y misiones de espionaje. Una etapa que había estado a punto de culminar en tragedia con su viaje a Nagasaki. Allí, durante la investigación del asesinato de un mercader holandés, le dispararon, estuvieron a punto de quemarlo vivo, lo acusaron de traición y casi lo ejecutan antes de poder demostrar su inocencia. Había regresado a Edo siete días atrás, y, aunque no había perdido su afán por la búsqueda de la verdad y la entrega de criminales a la justicia, estaba cansado. Cansado de violencia, muerte y corrupción. El año anterior había vivido una trágica relación amorosa que lo había embargado de una sensación de soledad y de agotamiento emocional.

Ahora, sin embargo, Sano esperaba poder descansar de los rigores de su trabajo; el sogún le había garantizado un mes de vacaciones. Tras un compromiso de un año, Sano acogía de buen grado la perspectiva de tener vida privada, con una esposa dócil y dulce que se erigiese en refugio del mundo exterior. Ansiaba tener hijos, sobre todo un varón que diese continuidad a su nombre y heredase su posición. Aquella ceremonia no era un rito de mero trámite social, sino un portal hacia todo lo que Sano más quería.

El segundo sacerdote tocó una serie de notas agudas y lastimeras con una flauta, mientras el primero lo acompañaba con un tambor de madera. Se acercaba la parte más solemne y sagrada del ritual del matrimonio. Cesó la música. Una acólita vertió el sake consagrado en un cazo metálico y se lo llevó a Sano y a Reiko. La otra les puso delante una bandeja con tres cuencos de madera de diferentes tamaños, metidos el uno dentro del otro. Las acólitas llenaron el primer cuenco, el más pequeño, con el cazo; hicieron una reverencia y se lo tendieron a la novia. Los allí presentes atendían en expectante silencio.

Harume abrió el estuche laqueado y sacó una navaja larga y recta de centelleante filo acerado, un cuchillo con mango de nácar y un frasco cuadrado y esmaltado en negro con su nombre pintado en oro en la tapa. Al disponer aquellos objetos frente a ella, un temblor de miedo le atenazó la garganta. Temía el dolor, odiaba la sangre. ¿Y si alguien interrumpía la ceremonia o, lo que es peor, descubría su relación secreta y prohibida? Su vida transcurría bajo la sombra de peligrosas intrigas, y había quien quería verla deshonrada y desterrada del castillo. Pero el amor exigía sacrificio y requería del riesgo. Con manos inseguras vertió el sake en los dos cuencos: uno para ella y otro, ritual, para su amante ausente. Alzó su cuenco y apuró la bebida. Lagrimeó con la garganta abrasada, pero el potente licor la inflamó de valor y determinación. Cogió la navaja.

Con cuidadosas pasadas, Harume se rasuró el pubis por completo y dejó caer al suelo el vello cortado. Después puso a un lado la navaja y alzó el cuchillo.

Reiko, con la cara aún oculta por el velo blanco, se llevó a los labios el cuenco de sake y bebió. Repitió el proceso tres veces. A continuación, las acólitas lo rellenaron y se lo dieron a Sano. Este tomó sus tres sorbos imaginando que sentía el calor pasajero de los delicados dedos de su prometida en la madera pulida y que saboreaba la dulzura de su carmín en el borde del cuenco: un primer, si bien indirecto, contacto.

¿Sería su matrimonio, como él esperaba, la unión de dos almas afines al tiempo que una satisfacción sensual?

Un suspiro colectivo recorrió a los presentes. El san-san-ku-do -el voto de «tres-veces-tres-sorbos» que sellaba el enlace matrimonial- nunca dejaba de despertar conmovedoras emociones. Los ojos del propio Sano ardían de lágrimas contenidas; se preguntaba si Reiko compartía sus esperanzas.

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