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El crepúsculo otoñal descendió sobre Edo. En un cielo de poniente de color dorado pálido, las nubes bosquejaban volutas como escrituras de humo. En las casas de los campesinos, las viviendas de los mercaderes y las grandes mansiones de los daimio -los señores que tienen tierras-, los faroles brillaban sobre las puertas y en las ventanas. Una luna casi llena salió entre las primeras estrellas, heraldos de la noche que servían de guía a una partida de caza que atravesaba el coto boscoso del castillo de Edo. Porteadores cargados de cofres con vituallas seguían a los criados que guiaban a los caballos y a los perros entre ladridos. Delante, los cazadores armados con arcos avanzaban a pie entre los árboles, sobre los cuales los pájaros remontaban en vuelo vespertino.

– Honorable chambelán Yanagisawa, ¿no se está haciendo un poco tarde para cazar? -Makino Narisada, el primer anciano, apresuró el paso para ponerse a la altura de su superior. Lo siguieron los otros cuatro miembros del Consejo de Ancianos de Japón, entre bufidos y resuellos-. Hace un frío muy desagradable y pronto estará demasiado oscuro. ¿No sería mejor que regresáramos al palacio y retomáramos nuestra reunión con mayor comodidad?

– Tonterías -replicó Yanagisawa mientras enarbolaba su arco y apuntaba la flecha-. La noche es el mejor momento para cazar. Aunque no distinga a mi presa con claridad, ella tampoco puede verme. Es un reto mucho mayor que cazar a la poco sutil luz del día.

Alto, esbelto, fuerte y, a la edad de treinta y tres años, al menos quince menor que cualquiera de sus camaradas, el chambelán Yanagisawa avanzaba entre la espesura a paso ligero. La energía mística de la noche siempre estimulaba sus sentidos. La vista y el oído cobraban fuerza y claridad hasta hacerle detectar el más mínimo movimiento. En las sombras fragantes de los pinos oyó el suave aleteo de un pájaro que se posaba en un arbusto cercano. Se paró en seco y apuntó.

La caza avivaba el instinto asesino de Yanagisawa. ¿Qué mejor estado de ánimo para manejar los asuntos de gobierno? Dejó volar la flecha, que se clavó en un árbol con un golpe seco. El pájaro huyó ileso y en las inmediaciones se oyeron los graznidos de una bandada que alzaba el vuelo presa del pánico.

– Un disparo magnífico -comentó el anciano Makino a pesar del tiro. Los otros se hicieron eco de su alabanza.

El chambelán Yanagisawa sonrió, sin que le importara haberlo errado. Iba en pos de una presa más grande, más importante.

– Entonces, ¿cuál es el siguiente punto de nuestro orden del día?

– El informe del sosakan-sama sobre el éxito de su investigación de asesinato y la captura de una red de contrabando en Nagasaki.

– Ah, sí.

La furia inundó a Yanagisawa. Sano era un rival al que no había logrado eliminar, un hombre que se interponía entre él y su mayor anhelo.

– Su excelencia quedó muy impresionado por la gesta del sosakan-sama -añadió Makino; un asomo de satisfacción maliciosa tiñó sus maneras serviles-. ¿Qué pensáis, honorable chambelán?

Con ademanes enfáticos y parsimoniosos, Yanagisawa sacó otra flecha de su aljaba y siguió caminando.

– Hay que hacer algo con Sano Ichiro -dijo.

Desde su juventud, Yanagisawa era el amante del sogún y se había valido de su influencia sobre Tokugawa Tsunayoshi para alcanzar la posición de segundo al mando, el auténtico dirigente de Japón. El talento administrativo de Yanagisawa mantenía el gobierno en funcionamiento mientras el sogún sucumbía a su pasión por las artes, la religión y los jovencitos. Con el paso de los años, Yanagisawa había amasado una inmensa fortuna desviando para sí parte de los tributos pagados a los Tokugawa por los clanes daimio y de los impuestos recaudados entre los mercaderes; además de cobrar por otorgar audiencias con el sogún. Todos se inclinaban ante su autoridad. Mas no le bastaba con toda esa riqueza y poder. Recientemente había trazado un plan para convertirse en daimio, gobernante oficial de una provincia entera. Cuatro meses atrás había desterrado al sosakan Sano a Nagasaki, con la idea de que sería la última vez que vería a su enemigo y la convicción de que había afianzado para siempre su posición como favorito del sogún.

Pero no lo había logrado. Sano había sobrevivido al exilio -como a los intentos previos de Yanagisawa de desacreditarlo- y había regresado convertido en héroe. Esa misma mañana se había casado con la hija del magistrado Ueda que, para Yanagisawa, también tenía demasiada influencia sobre el sogún. Tokugawa Tsunayoshi, molesto con él por haber alejado a Sano, había rechazado hasta el momento su tentativa de ampliar sus dominios. El prestigio de Sano en la corte había ido en aumento. Eso mismo había sucedido con otro rival, cuya influencia Yanagisawa había contrarrestado con facilidad en el pasado. Pero ahora que por fin el sogún era consciente de la animosidad entre sus consejeros, no se atrevía a emplear contra Sano el método que había usado para librarse de anteriores enemigos: el asesinato. El riesgo de que lo descubrieran y castigaran era demasiado grande. Aun así, tenía que destruir a su competidor de algún modo.

– Honorable chambelán, ¿acaso no es bueno que el sosakan-sama proteja Japón de la corrupción y la traición? -preguntó Hamada Kazuo, partidario cada vez más entusiasta de Sano-. ¿No deberíamos apoyar su empeño?

Se oyeron murmullos de tímido reconocimiento de todos los ancianos excepto de Makino, el principal cómplice de Yanagisawa. Un brote de pánico asaltó al chambelán. Hubo un tiempo en que los ancianos aceptaban sus afirmaciones sin objeción alguna. Ahora, por culpa de Sano, estaba perdiendo el control sobre los hombres que asesoraban al sogún y dictaban la política del gobierno. Pero no pensaba quedarse de brazos cruzados. Nadie iba a impedir su ascenso al poder.

– ¿Cómo osáis llevarme la contraria? -clamó. Apretó el paso y obligó a los ancianos a caminar más rápido entre prontas disculpas-. ¡Daos prisa!

Paladeaba su obediencia, un recordatorio de su autoridad, y temía la más mínima señal de debilitamiento, que amenazaba con hundirlo en la pesadilla de su pasado…

Su padre había sido chambelán del daimio Takei, gobernador de la provincia de Arima, y su madre, la hija de una familia de mercaderes que ambicionaba prosperar mediante el enlace con un clan samurái. Ambos progenitores vieron en los hijos los instrumentos para mejorar el rango de la familia. No escatimaron dinero ni cuidados en su educación, pero sólo como medios para un fin: hacerse un lugar en la corte del sogún.

En el más nítido de sus primeros recuerdos, Yanagisawa y su hermano Yoshihiro estaban de rodillas en la tenebrosa sala de audiencias de su padre. El tenía seis años y Yoshihiro, doce. La lluvia golpeteaba sobre las tejas; parecía que en esos días jamás brillaba el sol. En la tarima estaba sentado su padre, una figura lúgubre y colosal vestida de negro.

– Yoshihiro, tu tutor me informa de que suspendes todas tus asignaturas. -La voz de su padre estaba cargada de desprecio. A Yanagisawa le dijo-: Y el maestro de artes marciales dice que ayer te derrotaron en una práctica de espada.

No mencionó el hecho de que Yanagisawa leía y escribía igual de bien que chicos que le doblaban la edad, ni que Yoshihiro era el mejor espadachín joven de la ciudad.

– ¿Cómo esperáis honrar a la familia de este modo? -La cara se le puso púrpura de furia-. ¡Los dos sois unos cretinos inútiles, indignos de ser mis hijos!

Agarró la vara de madera que siempre descansaba sobre la tarima y los apaleó. Yanagisawa y Yoshihiro se encogieron ante la dolorosa paliza, tratando de contener las lágrimas, que enfurecerían aún más a su padre. En una sala contigua, su madre reñía a su hermana Kiyoko por su incapacidad de sobresalir en las habilidades que debía dominar antes de que pudieran casarla con un alto funcionario.

– ¡Mocosa estúpida y desobediente!

El ruido de las bofetadas, los golpes y los sollozos de Kiyoko era el telón de fondo constante de aquella casa. No importaba lo que consiguieran los niños, nunca era suficiente para satisfacer a sus padres. Aun así, los castigos habrían resultado soportables si hubiesen hallado consuelo en la compañía de personas ajenas a la familia, o en el amor recíproco. Pero sus padres lo habían hecho imposible.

– Esos mocosos están por debajo de ti -le decía su madre al aislarlos a él y a sus hermanos de los hijos de los otros vasallos del señor. Algún día seréis sus superiores.

Los niños aprendieron que podían evitar el castigo cargándole a otro la culpa de su mala conducta. En consecuencia, se odiaban y recelaban los unos de los otros.

Yanagisawa recordaba haber llorado tan sólo una vez en aquellos años atroces: el día, frío y lluvioso, del funeral de su hermano. A la edad de diecisiete años, Yoshihiro se había hecho el haraquiri. Mientras los sacerdotes entonaban sus cánticos, Yanagisawa y Kiyoko lloraban con amargura, los únicos de los dolientes que manifestaban alguna emoción.

– ¡Basta ya! -susurraron sus padres entre golpes-. Qué despliegue tan patético de debilidad. ¿Qué pensará la gente? ¿Por qué no podéis honrar a la familia, como hizo Yoshihiro?

Pero Yanagisawa y Kiyoko sabían que el suicidio ritual de su hermano no había sido un gesto de honor. Yoshihiro, el hermano mayor, había sucumbido a la presión de ser el principal depositario de las ambiciones familiares. Nunca a la altura de las expectativas de sus padres, se había matado para evitarse más angustias. Yanagisawa y Kiyoko no lloraban por él sino por ellos mismos, porque sus padres habían canjeado sus vidas por un puesto más elevado en la sociedad.

Kiyoko, casada a los quince años con un acaudalado funcionario, había perdido un hijo durante una de las palizas de su marido, y volvía a estar embarazada. Y Yanagisawa, con once años, llevaba tres como paje y objeto sexual de su señor. Su ano sangraba con los asaltos del daimio; su orgullo había sufrido mortificaciones incluso peores.

Entonces, mientras el humo de la pira funeraria flotaba sobre el crematorio, se obró un cambio en el interior de Yanagisawa. El llanto agotó el sufrimiento acumulado en su corazón hasta que sólo quedó una amarga determinación. Yoshihiro había muerto por ser débil. Kiyoko era una niña desvalida. Pero Yanagisawa juró que algún día llegaría a ser el hombre más poderoso del país. En aquel momento, nadie volvería a usarlo, castigarlo o humillarlo. Se vengaría de aquellos que le hubieran hecho daño. Todos acatarían sus deseos; todos temerían su ira.

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