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– Tal vez. Pero hay herbolarios que venden venenos ilegales a cualquiera que pueda pagarlos. -El doctor Ito ordenó a Mura que retirase los ratones. Después adoptó una expresión meditabunda-. Esos mercaderes suelen vender venenos comunes como el arsénico, que puede mezclarse con azúcar y espolvorearse sobre tartas, o antimonio, que se administra con té o vino. O fugu , el pez globo venenoso.

»Pero había un hombre que se convirtió en una leyenda entre médicos y científicos: un buhonero que viajaba por Japón recopilando remedios en aquellas regiones remotas y ciudades porteñas donde los lugareños poseen conocimientos médicos dejados por extranjeros antes de que cerraran Japón al libre comercio internacional. Se llamaba Choyei, y yo solía comprarle medicinas cuando pasaba por Kioto. Sabía de fármacos más que nadie. Comerciaba sobre todo con sustancias benéficas, aunque también vendía venenos a científicos que, como yo mismo, deseaban estudiarlos. Y circulaban rumores de que sus productos habían causado la muerte de varios altos funcionarios del bakufu.

– ¿No estará en Edo ahora? -preguntó Sano-. Si el vendedor de venenos nos informara de algún comprador reciente de bish, podría resolverse el asesinato de la dama Harume.

– Hace años que no veo a Choyei, ni oigo nada de él. Debe de tener mi edad, si todavía vive. Un tipo raro y huraño que vagaba por donde le apetecía, sin seguir un plan concreto, disfrazado de mendigo. Oí que era prófugo de la justicia.

Aunque la historia lo desanimó, Sano no perdió la esperanza.

– Si Choyei está aquí, lo encontraré. Y existe otra posible ruta para dar con el asesino. -Sano levantó el frasco de tinta-. Trataré de descubrir dónde consiguió esto la dama Harume, y quién pudo haberle metido veneno.

– ¿Tal vez el amante por el que se tatuó? -sugirió el doctor Ito-. Por desgracia, la dama Harume no se marcó el nombre en la carne, como a menudo hacen las cortesanas, pero es normal que quisiera ocultar su identidad, si no se trataba del sogún.

– Porque pueden despedir a una concubina, o incluso ejecutarla, por infidelidad a su señor -asintió Sano-. Y el lugar escogido para el tatuaje sugiere que deseaba mantenerlo en secreto. -Volvió a empaquetar las pruebas-. Tengo previsto entrevistar a la madre del sogún y a la funcionaria mayor. Tal vez puedan darme información sobre quiénes podrían haber deseado la muerte de la dama Harume.

El doctor Ito acompañó a Sano hasta el patio, ya ensombrecido por la llegada del crepúsculo.

– Gracias por tu ayuda, Ito-san, y por el regalo -dijo Sano-. Cuando llegue el cadáver de la dama Harume, volveré para presenciar su examen.

Después de cargar las pruebas en las alforjas, Sano montó deseoso de continuar la investigación, pero reacio a volver al castillo de Edo. ¿Encontraría al asesino antes de que el miedo agudizara las peligrosas tensiones personales y políticas que allí existían? ¿Podría evitar convertirse en víctima de las maquinaciones y conspiraciones?

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