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A medida que se aproximaba la medianoche, la niebla se dispersaba sobre el bancho , el barrio al oeste del castillo de Edo donde vivían los vasallos hereditarios de los Tokugawa. En los retazos de cielo añil titilaban las estrellas. El resplandor de la luna convertía la bruma en retirada en una neblina plateada que iluminaba el laberinto de calles desiertas. En los espesos matorrales de bambú que rodeaban cientos de destartalados yashiki bullía la vida nocturna. Las hojas húmedas susurraban al paso de las ratas en busca de comida; los perros callejeros se peleaban; cantaban los grillos. Pero la mayoría de sus moradores dormitaba en las casas a oscuras. Los centinelas daban cabezadas en las garitas, bajo el tedio de una guardia tranquila. Todo estaba en paz, excepto la residencia de los Kushida: allí ardían las antorchas sobre la puerta y en torno al matorral de bambú. Soldados de los Tokugawa patrullaban el perímetro y se apostaban sobre los tejados para evitar la fuga del criminal bajo arresto.

En un pequeño y lóbrego trastero convertido en celda, el teniente Kushida descansaba en su futón. La alquimia del sueño lo sacaba de su encarcelamiento y lo transportaba al Interior Grande. Por corredores vacíos seguía el canto de la dama Harume:

Los brotes verdes veraniegos del bambú
crecen altos y fuertes,
el loto extiende sus pétalos rosas…

El corazón de Kushida se colmó de gozo anticipado. Esa vez ella aceptaría su amor. Satisfaría la lujuria terrible que lo corroía.

La lluvia riega los tejados,
canta un cuco:
ven a mí, mi amor.

Por último, Kushida llegó a la puerta de la dama Harume. La abrió y la vio tirada en el suelo, muerta. La sangre empapaba su cuerpo desnudo y su larga melena enmarañada. El tatuaje fatal marcaba su pubis como tinta sobre marfil. Ante el pavor de Kushida, la dama Harume abrió los ojos y le hizo un gesto con la mano. Con un graznido estrangulado, cantó:

¡Ven a mí, mi amor!

Kushida se despertó sobresaltado y se sentó en la cama. Su pecho subía y bajaba como si hubiera estado corriendo. Y su miembro estaba erecto, dolorosamente henchido por la lujuria que aún le inspiraba la dama Harume. Desde que se habían conocido, lo atormentaba en sueños. A su muerte, los sueños se habían convertido en pesadillas. Mas el amor y el deseo persistían, y en su fuero interno, como el arroyo subterráneo que busca una fisura por la que explotar, se inflamaba su rencor hacia la mujer que lo había humillado y destrozado.

Se puso en pie con torpeza y se maldijo por haber sucumbido al cansancio y permitir la llegada de los sueños. Pero necesitaba un respiro de la cruda realidad de su posición. Empezó a dar vueltas por la estancia en un intento de controlar sus emociones.

Al principio había tratado de resignarse a su encarcelamiento con estoicismo de samurái. Se había pasado el día entregado a la tranquila meditación, comiendo lo que le llevaban y depositando su orina y sus heces en el cubo de desperdicios. Pero pronto fue incapaz de conservar la calma. Desde la caída de la noche, la habitación se había ido oscureciendo y enfriando porque sus captores se negaban a darle una lámpara o un brasero, no fuera a utilizarlos para prender fuego y escapar. La vergüenza de estar enjaulado como un animal atormentaba su espíritu. Y la presión interna de la furia y la necesidad se expandía en su interior y propulsaba sus ansias desesperadas de libertad.

Kushida dio diez pasos a lo largo de una pared desnuda, giró y avanzó ocho pasos más por otra, y diez pasos más dejando atrás la puerta tras la cual montaba guardia un soldado. Se sabía de memoria las dimensiones de la habitación y no necesitaba luz para orientarse. En la cuarta pared de la habitación había una elevada ventana con barrotes que en un tiempo daba al jardín y que en la actualidad se abría a un pasillo: la casa se había ido ampliando con los años, con nuevas alas que se añadían para adaptarse al crecimiento de la familia. En aquel momento pasó por la ventana el vacilante resplandor de una vela, que arrojó algo de luz en la celda de Kushida. En el pasillo apareció un samurái viejo y canoso.

– ¿No podéis dormir, joven señor? -Era Yohei, un vasallo cuya familia había servido al clan Kushida durante generaciones. Cuando sonrió, la tristeza recalcó las arrugas de su cara redonda-. Bueno, yo tampoco podía dormir, así que he venido a haceros compañía.

Los demás miembros de su casa, incluidos sus padres, lo habían rehuido durante todo el día; lo creían culpable de asesinato y no querían compartir su deshonra. Pero Yohei veneraba a Kushida desde que nació; siempre le llevaba regalos y lo mimaba como si fuera su sobrino preferido. Sólo él se había expuesto a la censura de la sociedad para visitar a Kushida regularmente.

– ¿Cómo andáis de ánimo? ¿Puedo hacer algo por vos?

La amabilidad del anciano hizo que a Kushida se le saltaran las lágrimas.

– ¿Cómo ha podido pasar esto, Yohei? -se lamentó.

– El destino a menudo hace cosas extrañas. Quizá os castigue por los pecados de vuestros ancestros.

Después de horas de introspección, Kushida no podía culpar ni al destino ni a sus ancestros de los males que su propia historia, sus propias acciones, habían ocasionado. Retrocediendo veinticinco años, veía la escuela donde había aprendido el arte de la lanza. Oía la voz de su maestro:

– Tenéis que canalizar toda vuestra energía hacia el desarrollo de la habilidad en el combate -ilustró el sensei Saigo a su clase-. No disipéis vuestras fuerzas en la improductiva autoindulgencia. En las comidas, dejad de comer antes de haberos llenado; dejad que el hambre agudice vuestros sentidos. Absteneos del licor y el entretenimiento frívolo, que embotan la mente y debilitan el cuerpo. Sobre todo, resistíos a la tentación de satisfacer vuestros deseos carnales. La lanza es vuestra virilidad. A través de ella os realizaréis.

El joven Kushida anhelaba ser un gran lancero. Por tanto, siguió con entusiasmo las enseñanzas de Saigo. Un día, cuando tenía doce años, descubrió un libro de shunga en el estudio de su padre. En el frontispicio aparecía la ilustración de una bella mujer desnuda en plena cópula con un amante samurái. A Kushida lo embargó una desconocida y oscura excitación. Instintivamente se llevó las manos al interior de su quimono. Sus dedos emprendieron un movimiento que jamás habían aprendido. La excitación culminó en un éxtasis cegador, seguido de culpa y angustia. Había caído en la autoindulgencia sobre la que les había advertido Saigo, había sacrificado la disciplina por el placer.

Cuando confesó su fechoría, el sensei le asignó un suplemento de práctica de combate y sesiones de meditación. Al principio Kushida sucumbió con frecuencia a sus impulsos físicos, pero con el tiempo llegó a superar sus malos hábitos. Se sumergió en el naginatajutsu, adquirió una habilidad extraordinaria y permaneció célibe. Aun trabajando en compañía de las mujeres del sogún, podía aguantar días, incluso meses, sin pensar en el sexo.

Y entonces la dama Harume llegó al castillo de Edo. Aquel día, él estaba de guardia. Cuando Chizeru se la presentó, tuvo la impresión de haberla visto antes; con su cara vivaracha y sus formas voluptuosas, se parecía a la chica del shunga que le había provocado su primer orgasmo. El deseo reprimido explotó en su interior y se concentró en la dama Harume, que lo había devuelto a la vida.

Aturdido por la lujuria, Kushida no había advertido el peligro. Decidió que no había nada de malo en mirar sin más a una mujer. Así había empezado a espiar a Harume. Pronto dejó las prácticas de combate. Por las noches se estimulaba hasta el clímax fantaseando con ella. Cobró conciencia de lo solitario de una vida consagrada en exclusiva al bushido. La realización completa, descubrió, requería también la unión con una mujer.

Hizo acopio de valor y le confesó a Harume sus sentimientos en una carta. Al ver que ella no respondía y empezaba a rehuirlo, se persuadió a sí mismo de que era tímida o estaba asustada. Tenía algo precioso que ofrecerle: un corazón que jamás había pertenecido a otra mujer; un cuerpo sin mácula de pasadas aventuras amorosas. ¿Cómo podía no apreciar ese presente? De modo que dio el drástico paso de declararle su amor a la cara. Pero la dama Harume lo rechazó. Sus palabras aún retumbaban en su cabeza:

– ¿Por qué sigues molestándome? Al ver que no contestaba a tus estúpidas cartas, tendría que haberte quedado claro que no quiero nada contigo. -El asco deformaba su bello rostro-. Debes de ser tan idiota como feo. ¿Quieres que escape contigo? ¿Que me suicide contigo por amor para que pasemos juntos la eternidad? -Soltó una carcajada-. Eres indigno de respirar siquiera el mismo aire que yo. Ahora vete y déjame en paz. ¡No quiero volver a verte en mi vida!

Humillado y furioso, Kushida no se había limitado a sacudir y amenazar de muerte a la concubina, como había reconocido ante el sosakan-sama. Le había doblado el brazo por detrás de la espalda, le había tapado la boca cuando intentó gritar en busca de socorro y la había arrojado a una habitación vacía. Allí le había arrancado el quimono y la había obligado a tumbarse. Quería matarla, en aquel preciso instante; pero antes iba a poseerla.

Harume le plantó cara. Le mordió en la mano y, cuando cedió un poco, le dio una patada en la ingle. Mientras él se doblaba en muda agonía, Harume rompió a reír. Como si pretendiese agravar el dolor, le dijo:

– Ya tengo un amante. Soy suya para siempre. Pronto llevaré un tatuaje que proclame mi amor por él, en este cuerpo que tanto deseas.

Entonces salió corriendo.

En los terribles días que siguieron, Kushida se dio cuenta de lo que había pasado. Lo había echado todo a perder -la disciplina, el amor propio y la serenidad de la vida pura del bushido por una chica ordinaria y superficial que no reconocía su valía. Una chica que pensaba tatuarse, ¡como una puta cualquiera! Del amor nació el odio. Kushida culpaba a Harume de su desgracia. Planeó su venganza. Entraría a hurtadillas en su habitación y la atravesaría con la lanza; la estrangularía con las manos desnudas mientras disfrutaba de ella. Aquellas fantasías violentas lo excitaban tanto como sus anteriores sueños de amor. Pero no había previsto que su muerte no lograría aplacar ni su deseo ni sus celos rabiosos. No había esperado que sentiría una culpa tan atroz por haberle hecho daño. Había intentado robar su diario porque temía que hubiese dejado constancia de su asalto, pero no había imaginado su actual y lamentable situación.

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