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Entonces tomó una determinación. No quería vivir sin su amada Harume, pero tampoco quería morir por su asesinato. La vergüenza de una ejecución pública mancillaría para siempre el honor de su clan. Debía apaciguar de algún modo al espíritu de la dama Harume y llevar la paz al suyo propio, a la vez que restauraba el honor de su apellido.

Sin embargo, nada podría lograr mientras siguiera encerrado en esa celda. La agitación lo atormentaba como una nidada de arañas en los músculos; su presión interna iba en aumento.

– ¿Qué me decís de una partida de go ? -dijo Yohei-. Os tranquilizará, joven señor.

«¡Sácame de aquí!», estuvo a punto de gritar Kushida. Quería aporrear las paredes como un poseso, pero se obligó a calmarse.

– Gracias por venir, pero ¿cómo vamos a jugar al go si tú estás fuera y yo, dentro?

A Yohei se le iluminó el rostro con una sonrisa.

– Dos tableros y dos juegos de fichas. Nos decimos los movimientos en voz alta y los hacemos cada uno en nuestro tablero.

Aunque no tenía ganas de jugar, en la cabeza de Kushida empezó a cobrar forma un plan.

– De acuerdo -dijo.

El vasallo fue a buscar lo necesario. Por entre los barrotes de la ventana le pasó una caja laqueada con pequeñas piedras redondas, blancas y negras, y un tablero de ébano con cuatro patas y una cuadrícula grabada en su superficie de marfil.

– Vos salís, joven señor -dijo Yohei.

Kushida colocó un guijarro negro en la intersección de dos líneas.

– Dieciocho horizontal, dieciséis vertical.

– Cuatro horizontal, diecisiete vertical -replicó Yohei.

La tensión siguió creciendo en Kushida mientras situaba una piedra blanca en su sitio. Cada fibra de su cuerpo se tensó; la sangre le hervía por la necesidad de libertad. Aguantó la partida lenta y tediosa, moviendo al tuntún. Del otro lado de la puerta llegaban unos ronquidos estruendosos: el guardia se había dormido.

– Joven señor, no estáis concentrado en la partida -le reprendió Yohei-. He capturado casi todas vuestras fichas, y vos no me habéis quitado ninguna. -Kushida odiaba tener que engañar a su amigo.

– Te equivocas, Yohei. Voy ganando.

La cara anonadada de Yohei apareció en la ventana; entrecerró los ojos para tratar de atisbar el tablero de Kushida.

– Uno de los dos se ha liado con los movimientos -dijo.

– Debo de haber sido yo. No logro estar pendiente de la partida. -Kushida se acercó a la ventana y bajó la voz-. Sería mejor que estuviéramos juntos. Así te asegurarías de que todas las piezas están en el sitio correcto.

Yohei sacudió la cabeza.

– No puedo dejaros salir, joven señor. Ya lo sabéis.

– Pero sí que puedes entrar aquí conmigo. -Al ver que la indecisión arrugaba la frente del anciano, Kushida insistió-. Vamos. Mientras te vayas antes de que el guardia se despierte, no pasará nada.

– Es que…

La desesperación de Kushida dio alas a su ingenio.

– Yohei, ¿no creerás que yo maté a la dama Harume?

– Claro que no -afirmó indignado su leal vasallo. Entonces su convicción flaqueó-. Pero atacasteis al sosakan-sama y a sus hombres.

– Yo no maté a Harume -recalcó Kushida-. Ni siquiera sabía que fuera a hacerse un tatuaje, de modo que ¿por qué iba yo a envenenar el frasco de tinta? Pero el sosakan Sano necesitaba arrestar a alguien, así que me tendió una trampa. Nunca entré en su casa; no ataqué a nadie. ¡Es todo mentira!

– ¿Cómo se atreve el sosakan-sama a acusar en falso a mi joven señor? -exclamó Yohei, farfullando de indignación-. ¡Lo mataré!

– ¿Y acabar tú también condenado por asesinato? No, Yohei, no debes. -Kushida suspiró con resignación fingida-. Todo lo que podemos hacer es esperar a que la verdad salga a la luz. Entonces mi nombre quedará limpio.

Sentía la piel tirante y el cráneo a punto de estallar por la presión palpitante.

– Ahora abre la puerta y entra para que podamos terminar la partida -prosiguió-. Te prometo que no trataré de escaparme. Me conoces de toda la vida, Yohei. Puedes confiar en mí. -Kushida dejó que le temblara la voz-. Además, me siento solo. Yo… Necesito a alguien a mi lado.

Lágrimas de amor y piedad afloraron a los ojos de Yohei.

– De acuerdo.

Se llevó un dedo a los labios y avanzó hacia la puerta.

A toda prisa, Kushida devolvió las fichas de go a su caja y se la guardó bajo el quimono. Entonces se oyó el ruido de la barra de hierro de la puerta cuando Yohei la sacó de sus soportes.

Kushida alzó el tablero de go por las patas y se apostó a un lado de la puerta, con el corazón desbocado. El guardia siguió roncando. La puerta se abrió poco a poco. Yohei entró en la habitación de puntillas con la vela en la mano.

– ¿Joven señor…?

Kushida extendió el pie. Yohei tropezó con él y cayó de bruces.

– ¿Qué…?

En un suspiro Kushida había saltado por encima de Yohei y corría por el pasillo.

– ¡No, joven señor!

El guardia estaba apoyado en la pared con la lanza en la mano. Con el alboroto, se despertó. Kushida blandió el tablero de go. Con el escalofriante chasquido de la madera maciza y el marfil contra el hueso, lo estampó en la cabeza del guardia; éste cayó inconsciente. Kushida tiró el tablero, arrancó la lanza de la mano inerte que la sostenía y siguió corriendo.

– ¡Por favor, volved! -gritaba Yohei, renqueando en pos de él-. No lograréis escapar. El yashiki está rodeado. ¡Los soldados os matarán!

A medida que el estrépito despertaba a la casa, chirriaban las puertas y proliferaban los gritos. Aparecieron soldados y empezaron a perseguir a Kushida.

– ¡El prisionero ha escapado! -gritaban-. ¡Atrapadlo!

Kushida corrió hacia la puerta de atrás con toda la fuerza de sus piernas. Miró por encima del hombro y vio que dos soldados le ganaban terreno. Se sacó la caja de fichas de go del quimono y la arrojó en dirección a sus perseguidores. El recipiente chocó contra el suelo, saltó la tapa y se desparramaron las piedras. Entre gritos de sorpresa, los soldados resbalaron y cayeron al suelo.

Kushida abrió la puerta y salió como una exhalación al patio iluminado por faroles, para sorpresa de dos centinelas. Blandiendo la lanza robada con mortífera eficacia, les golpeó en la cabeza con el asta. Se derrumbaron. Del tejado saltaron más soldados para incorporarse a la refriega, pero Kushida ya cruzaba la puerta. Dos tajos de su lanza hirieron a los guardias apostados en el exterior. Las tropas de patrulla corrieron al rescate; los arqueros dispararon flechas. Corriendo por su vida, su amor y su honor, Kushida se escabulló en la noche.

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