Литмир - Электронная Библиотека
A
A

34

La posada Tsubame, lugar de encuentro del caballero Miyagi y la dama Harume, estaba situada en un tranquilo camino a las afueras de Asakusa, lejos del ajetreado recinto del templo de Kannon. Sus edificaciones bajas con tejado de juncos se apiñaban tras una elevada valla de bambú. Al otro lado de la calle, un muro de tierra rodeaba un templo poco importante. El resto del vecindario estaba formado por lisas fachadas de almacenes.

Sano desmontó a las puertas de la posada y echó un vistazo por el camino vacío. A poca distancia, los pájaros sobrevolaban los arrozales. Harume y el daimio no podrían haber elegido un lugar más íntimo y apartado para sus encuentros. Sin embargo, Sano no estaba allí para investigar su aventura. Tenía una corazonada.

Avanzó por la entrada. En el interior, el artístico diseño de un jardín de árboles de hoja perenne, cerezos y arces de rojo follaje indicaba una clientela de clase alta, que en ese momento no estaba a la vista. Las puertas de los edificios estaban cerradas y sus persianas, también. Pero Sano distinguía un murmullo de voces a través de las finas paredes; olía a comida. De los baños surgía vapor. Sospechaba que una redada en la posada pondría en evidencia las relaciones ilícitas de los más destacados ciudadanos de Edo. Esperaba que la solución al misterio de la dama Harume se ocultara también allí.

El vestíbulo del edificio principal albergaba un nicho elegantemente decorado con unas ramas de moral dentro de un jarro negro de cerámica, en lugar de la habitual lista de precios por comida y estancia. Cuando hizo sonar la campana, el propietario salió de sus habitaciones.

– Bienvenido a la posada Tsubame, mi señor -saludó-. ¿Deseáis alojamiento? -Su grave semblante y el apagado quimono negro transmitían extrema discreción.

Sano se presentó.

– Necesito cierta información sobre uno de tus anteriores clientes.

El propietario alzó las cejas altivas.

– Me temo que va en contra de nuestra política que os la proporcione. Nuestros clientes pagan por su intimidad, y nosotros nos desvivimos por garantizársela.

Sano creyó entender que eso significaba que pagaban a las autoridades para que no supervisaran muy de cerca las operaciones de la posada. Sin embargo, su poder desbancaba el de los funcionarios locales de poca monta.

– Coopera o te arrestaré -dijo-. Esto es una investigación de asesinato. Y dado que la huésped en cuestión está muerta, dudo que le importe que hables de ella.

– De acuerdo. -El dueño se encogió de hombros con molesta resignación-. ¿De quién se trata?

– De la dama Harume, concubina del sogún. Se citaba aquí con el caballero Miyagi, de la provincia de Tosa.

El propietario sacó el libro de registro y fingió que lo consultaba concienzudamente.

– Me temo que esas personas jamás han sido clientes de esta posada.

– No servirá de nada escudarse tras una lista de nombres falsos. -Sano sabía que los propietarios de ese tipo de establecimientos procuraban enterarse de quiénes eran sus clientes, y se imaginaba los motivos de su reserva-. No te preocupes por que el caballero Miyagi vaya a castigarte por haber hablado conmigo. Ahora mismo no me interesa él. Lo que quiero saber es: ¿se citaba aquí la dama Harume con alguien más?

Si tenía un amante secreto, por fuerza la concubina quedaría con él fuera del castillo de Edo. Su libertad era limitada, tenía poco dinero y, con toda probabilidad, carecía de sitio donde acudir para sus encuentros ¡lícitos. ¿Qué mejor manera de organizar citas que en las mismas excursiones en las que se evadía de los guardias para encontrarse con el caballero Miyagi, en la posada en la que él pagaba por la habitación? Por ello había acudido Sano a la posada Tsubame, en busca de un posible sospechoso sin identificar. Entonces la deducción recogió sus frutos.

– Sí -admitió el propietario-, sí que se veía con otro hombre.

– ¿Con quién? -preguntó Sano ansiosamente.

– No lo sé. La dama Harume lo colaba a escondidas. Me enteré por casualidad: las doncellas oyeron que un hombre y una mujer copulaban en la habitación, algo inusual, porque el caballero Miyagi siempre se quedaba fuera. Después hice que siguieran al hombre, pero no logré descubrir su nombre, ocupación o lugar de residencia, porque siempre se escapaba.

¿Mató el daimio a Harume por celos de su amante?

– ¿Qué aspecto tenía? -preguntó Sano.

– Era un samurái vestido con ropa sencilla y que aparentaba tener poco más de veinte años. Es todo lo que puedo deciros. Se cuidaba mucho de que no lo observaran… como muchos de nuestros dientes. -El propietario sonrió con sorna-. Lamento no resultar de más ayuda.

De modo que el amante no era el teniente Kushida, pero definitivamente se trataba de un hombre y no de una mujer.

– ¿Puedo ver la habitación que utilizaban?

– Ahora mismo está ocupada, y la han limpiado a conciencia desde la última visita de la dama Harume.

– ¿Reconocerías al hombre si lo volvieras a ver?

– Puede ser. -El propietario no parecía muy convencido. Tal vez fuera alguien del castillo de Edo. A Sano se le pasó por la cabeza llevar allí al propietario para ver si señalaba al amante de Harume. Pero también podía tratarse de alguien con quien hubiera coincidido fuera o que conociera de antes de convertirse en concubina del sogún.

– Apostaré un detective por si regresa -le dijo al propietario-. No te preocupes; no molestará a tus clientes.

Al salir de la posada, su inicial entusiasmo estaba empanado de desilusión. La confirmación de la existencia del amante de Harume lo había acercado poco a la solución del caso. En su ánimo pesaban también otros quebraderos de cabeza. Se preguntaba si había hecho lo correcto respecto a Hirata. ¿Tendría que haberlo apartado de la investigación para que no causara más problemas? ¿O haber asignado a otros detectives para que revisasen sus conclusiones sobre la escena del asesinato de Choyei y el atentado contra Harume? Pero eso supondría una traición a su mutua confianza que posiblemente arrastraría a Hirata al suicidio ritual. Y en cuanto a Reiko…

El corazón de Sano no cabía en sí de amor por su esposa. Pero el amor acarreaba la preocupación, como una red que impidiera el vuelo alborozado de su alma. Se moría por saber qué tal le iba con el caballero Miyagi. Aunque no se le ocurría qué otra cosa podría haber hecho sin destrozar el espíritu de su matrimonio, se arrepentía de haber enviado a Reiko a una misión tan peligrosa. Si el daimio era el asesino, ya había acabado con una joven. Reiko, como la dama Harume, era hermosa y sexualmente atractiva; una presa tentadora.

Entonces el lado práctico de Sano contrapesó sus temores. Reiko le había prometido que iría con cuidado. El daimio no osaría atentar contra la mujer del sosakan-sama del sogún. En cualquier caso, el sospechoso más verosímil era el teniente Kushida. Sin embargo, Sano a duras penas se refrenaba de correr a defender a su amada. Luchó contra ese impulso: se recordó la promesa que le había hecho a Reiko y el precio de una traición. Después se obligó a concentrarse en lo que tenía entre manos.

No podía evitar creer que la clave del misterio residía en ese lugar, que había albergado los secretos de Harume. En vez de montar a su caballo, echó un vistazo en derredor. Su mirada se detuvo en el cartel que colgaba de la puerta que había al otro lado de la calle: «Templo de Hakka», y recordó la oración impresa que había encontrado en la habitación de Harume. Debía de haberla comprado allí antes o después de su cita en la posada con el caballero Miyagi. Sano entró en el recinto del templo y sintió que iba a descubrir algo.

El humilde lugar disfrutaba de un tranquilo recogimiento, sin barrio de entretenimientos que atrajera a la muchedumbre. Todos los sacerdotes debían de estar en la calle pidiendo limosna. Mas Sano sentía la presencia de Harume, como un fantasma que le tirara de la manga. De camino al oratorio, oyó voces en la parte de atrás, y las siguió hasta llegar a un pequeño cementerio. Los sauces sin hojas se cernían sobre las lápidas; entre la hierba muerta se erguían agujas de piedra. Había cuatro hombres en torno a una lápida grande que debatían sobre algo esparcido en su superficie plana. Dos llevaban harapos mugrientos. Sus rostros sombríos reflejaban el sello de la pobreza. Los otros parecían limpios y bien alimentados, y vestían capas forradas. Cuando Sano se acercó, oyó que uno de estos últimos decía:

– Cinco momme por el lote entero.

– Pero si son frescas, mi señor -dijo uno de los harapientos-. Las conseguimos ayer.

– Y son de una mujer joven -terció el otro-. Perfectas para lo vuestro, señores.

– Os doy seis momme -dijo el segundo cliente.

Se enzarzaron en una discusión. Sano se aproximó y vio los objetos de su regateo: diez uñas humanas puestas en fila junto a una mata de pelo negro. Se acordó de las uñas y de los cabellos que encontrara en la habitación de la dama Harume. Sintió una gran satisfacción al ver que una pieza del rompecabezas encajaba en su sitio.

Los traficantes eran manipuladores de cadáveres eta que robaban partes de los muertos. Los clientes eran criados de burdel que las compraban para que las cortesanas se las dieran a sus clientes como prendas de amor sin tener que mutilarse sus manos o peinados. La dama Harume debía de haberse acercado al templo después de salir de la posada. Se encontró a los eta y compró sus productos para dárselos a los hombres, como debía de haber hecho su madre, la prostituta «ave nocturna». Se confirmaba la suposición inicial de Sano. Pero ¿qué tenía que ver aquello, si es que algo tenía que ver, con el asesinato de Harume?

Unas monedas de plata cambiaron de manos; los clientes partieron. Los eta, al reparar en Sano, se postraron en el suelo.

– ¡Por favor, excelencia, no hacíamos nada malo!

Sano entendía su pavor: un samurái tenía potestad para matar descastados a su capricho, sin temor a represalias.

– No tengáis miedo. Sólo quiero haceros unas cuantas preguntas. Levantaos.

Los eta obedecieron y se pusieron muy juntos con los ojos bajos en señal de respeto. Uno era viejo y el otro joven, de similares facciones huesudas.

– Sí, excelencia -dijeron a coro.

– ¿Os compró alguna vez uñas y pelo una joven hermosa y vestida con ropas elegantes?

– Sí, mi señor -farfulló el joven.

– ¿Cuándo? -preguntó Sano.

– En primavera -contestó el joven, a pesar de los frenéticos gestos de su compañero para que se callara. Sus ojos abiertos y embotados le conferían un aire de candorosa estupidez.

79
{"b":"81684","o":1}