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Tras unas pocas horas de sueño y un desayuno a base de pescado y arroz, Sano salió de su mansión a primera hora de la mañana del día siguiente. Dentro Reiko aún dormía; los criados limpiaban el desorden de su despacho. El cuerpo de detectives había dejado recado de que Kushida estaba a buen recaudo en su domicilio familiar. Hirata ya había dejado el castillo de Edo para verificar alguna pista sobre el mercader ambulante de drogas antes de completar su entrevista con la dama Ichiteru. Y Sano iba a viajar atrás en el tiempo.

Una niebla otoñal había llegado del río al amparo de la noche. Una bruma blanca velaba la ciudad y escondía las colinas lejanas y los baluartes superiores del castillo de Edo. El sol era un círculo pálido que flotaba en un mar de leche. Mientras Sano se encaminaba hacia el palacio, los centinelas de patrulla emergían de la niebla sólo para volver a desaparecer en ella. Los muros de piedra de los pasajes rezumaban humedad que luego hacía resbaladizos los caminos. Los débiles gritos de los cuervos en lo alto y los tambores que convocaban a los espectadores a un torneo de sumo sonaban amortiguados, como si tuvieran que atravesar una malla de algodón. El olor a piedras, hojas y tierra mojadas humedecía las vaharadas de carbón. En esos días en que se difuminaban los nítidos contornos de la realidad, el mundo espiritual presentaba para Sano una consistencia casi palpable. La senda fantasmal hacia su pasado lo llamaba. ¿Qué mejor momento que aquél para seguirla hasta las verdades ocultas sobre el asesinato de la dama Harume?

Encontró a Chizuru en su despacho, una minúscula habitación del Interior Grande. De la pared colgaban placas de madera con los nombres de las funcionarias y criadas de servicio. Una ventana dominaba el patio del lavadero, donde las doncellas hervían la ropa de cama sucia en tinajas humeantes. El áspero olor de la lejía se colaba por la celosía. Chizuru, vestida con su uniforme gris, estaba de rodillas tras su escritorio y revisaba los libros de contabilidad doméstica.

– Señora Chizuru, ¿puedo hablaros un momento? -preguntó Sano desde el umbral.

– Sí, por supuesto.

La otoshiyori dejó a un lado su trabajo e indicó a Sano que se sentara frente a ella. Después cruzó las manos y esperó con un rictus impasible en su cara masculina.

– ¿Qué podéis contarme de los orígenes de la dama Harume? -preguntó Sano.

Creía de un modo instintivo que la vida de la concubina ofrecería indicios valiosos sobre su muerte. De dónde venía y quién había sido eran preguntas cuya respuesta podía arrojar más luz sobre el crimen que los testigos, sospechosos y pruebas que tenía hasta el momento.

– Los expedientes de la casa de su excelencia son confidenciales -dijo Chizuru tras unos instantes de vacilación-. Necesito un permiso especial para conceder cualquier detalle.

– Puedo obtener permiso del sogún y volver más tarde -señaló Sano. Aunque lo irritaban las trabas de Chizuru, respetaba su adhesión a las reglas: si más gente las obedeciera, habría menos delincuencia-. Podríais ahorrarnos quebraderos de cabeza a los dos y contármelo ahora. ¿Y qué importancia tiene la confidencialidad ahora que Harume ha muerto?

– Muy bien -concedió la señora Chizuru bajando los ojos por un momento-. La dama Harume nació en Fukagawa. Su madre se llama Manzana Azul; es un ave nocturna.

Aquél era el eufemismo poético con el que se designaba a las prostitutas sin permiso, que ofrecían sus servicios a los clientes que no podían permitirse las costosas cortesanas legales de Yoshiwara. No era de extrañar que Harume se hubiera sentido desplazada entre las mujeres, por lo general de alta cuna, del Interior Grande. Confidencial o no, la información personal acababa saliendo a relucir. ¿Alguien, la dama Ichiteru sobre todo, se había tomado la presencia de Harume lo bastante mal para matarla? Era de esperar que Hirata lo descubriese ese mismo día.

– ¿Cómo eligieron a Harume para concubina? -preguntó Sano.

– El bakufu decidió que la variedad iría en beneficio de la sucesión de los Tokugawa -respondió Chizuru.

Es decir, que cuando las damas de sangre samurái o noble fallaban a la hora de concebir un heredero, bien valía la pena probar con una campesina, interpretó Sano. Y Harume había logrado quedarse embarazada, aunque la paternidad de la criatura estaba por determinar.

– ¿Qué hay del padre de Harume? -inquirió Sano.

– Es Jimba, de Bakurocho. Tal vez lo conozcáis.

– Así es.

El hombre era un conocido vendedor de caballos que proveía los establos de los Tokugawa y muchos poderosos clanes daimio, y Sano le había comprado monturas.

– Los enviados del sogún toparon con Harume cuando andaban a la busca de nuevas concubinas -prosiguió Chizuru-. Tenía una hermosa figura, algo de educación y modales correctos. Parecía prometedora y la trajeron al castillo. Eso es todo lo que dice el expediente de Harume.

Más adelante Sano visitaría a los padres de la concubina muerta para averiguar más cosas sobre ella. Pero, de momento, quizá la escena del crimen revelaría secretos todavía por descubrir.

– Quisiera echar otro vistazo en la habitación de la dama Harume. ¿Siguen ahí sus cosas?

Chizuru asintió.

– Sí. Han fregado el suelo, pero por lo demás está todo igual que cuando murió; todavía no he tenido oportunidad de enviar sus pertenencias a la familia. Y sus antiguas compañeras de habitación se han mudado a otras dependencias. La habitación está vacía. Venid.

Se levantó y guió a Sano a través del Interior Grande, que se iba despertando poco a poco. Oficiales y guardias de palacio hacían sus rondas matutinas. Las doncellas desfilaban por los pasillos con bandejas de té y aguamaniles. Tras las paredes de papel se oía el frufrú de las sábanas y un murmullo de voces femeninas somnolientas. El ambiente estaba viciado con un olor a sueño y perfume rancio. Pero el pasillo que daba a la habitación de la dama Harume estaba desierto. Sano dio las gracias a Chizuru, corrió la puerta y se encerró en el interior de la celda. Se quedó quieto unos instantes, mirando alrededor, absorbiendo impresiones.

Las persianas de listones dejaban pasar la brumosa luz del día por la ventana. El mobiliario seguía tal cual. Pero, bajo el olor a jabón, Sano detectaba la persistente mácula de la sangre y el vómito. En su cabeza veía a Harume tumbada en el suelo, horripilante en su muerte antinatural. Parecía que su espíritu infectase el aire. A pesar de no haberla conocido, Sano tuvo una repentina y vívida imagen de la chica cuando vivía: vivaz, de ojos brillantes y risa alegre cuyo eco llegaba a través de la distancia que la separaba del otro mundo. Le recorrió un escalofrío, como si hubiera visto un fantasma.

Sano abandonó su fantasía y empezó un registro sistemático de cofres y armarios. En su pasada visita se había preocupado ante todo de encontrar el veneno. En aquella ocasión, al examinar las pertenencias de la dama Harume, se preguntaba: ¿quién era? ¿Quiénes eran sus amigas? ¿Qué era importante para ella? ¿Qué rasgos de personalidad tenía, qué había hecho que pudiera inspirar un asesinato?

Examinó con mayor detenimiento los quimonos que sólo había estudiado por encima la última vez, extendiéndolos sobre el suelo. Dos eran de algodón, muy arrugados, sin trazas de que se los hubiera puesto recientemente; lo más probable es que los hubiera llevado consigo al castillo y los hubiese dejado de lado a favor de los seis caros modelos de seda que debía de haber recibido como concubina. Toas las prendas tenían en común cierta extravagancia de color y diseño, una falta de elegancia. Sano contempló el ejemplo más chocante del gusto de Harume: una pieza de verano cuyos estridentes lirios amarillos y verdes hiedras parecían vibrar contra un fondo naranja brillante.

El cofre de acero contenía un montón de papeles atados por un cordel deshilachado. Sano los hojeó con la esperanza de encontrar cartas personales, pero no eran más que antiguos programas de teatro kabuki y noticieros ilustrados de los que pregonaban los vendedores de Edo. También había un amuleto de la buena suerte del templo de Hakka en Asakusa: una oración impresa en papel barato. En los cajones, Sano descubrió polvos para la cara, carmín, perfume, fajas chillonas y ornamentos florales para el pelo; naipes, baratijas y una vieja muñeca de madera con el pelo de estopa: probablemente un juguete de su infancia. Sano suspiró, frustrado. Allí no había nada que indicase que Harume hubiera sido otra cosa que una joven normal y corriente sin inquietudes intelectuales ni relaciones especiales. ¿Por qué alguien habría querido matar a semejante nulidad?

Tal vez la teoría del magistrado Ueda era la correcta y el objetivo real del asesino había sido el bebé nonato y el linaje de los Tokugawa. A menos que los padres de Harume aportasen indicios novedosos, la investigación de sus orígenes era un callejón sin salida.

Entonces, cuando devolvía los objetos a su armario, recogió una bolsa de seda azul con peonías blancas bordadas y un cordón rojo. Dentro había un bulto. Sano abrió la bolsa y sacó un cuadrado doblado de muselina cruda. Lo desdobló con curiosidad. Contenía un mechón de pelo negro y tres uñas, al parecer arrancadas enteras de una mano, con piel muerta en los bordes. Sano torció la boca, asqueado. No recordaba que al cadáver de Harume le faltara ninguna uña, y seguro que el doctor Ito lo hubiese descubierto durante el reconocimiento. ¿De dónde había sacado Harume las espeluznantes reliquias, y con qué objeto?

Se le ocurrió una posible respuesta, pero parecía incongruente, y no veía cómo su hallazgo se relacionaba con el asesinato. Volvió a envolver las uñas y el pelo en la muselina y los metió en la bolsa, que se guardó en la que él llevaba a la cintura para su posterior examen. Después emprendió una nueva inspección del resto de pertenencias de la dama Harume. ¿Qué más pruebas se habría saltado?

Cuando doblaba el quimono naranja con lirios y hiedra, la manga derecha crujió a su contacto. Parte del dobladillo de la manga estaba más rígida que el resto. La desdobló y descubrió que había hilos sueltos en el lugar donde habían cortado las puntadas. Sintió una punzada de emoción. Metió la mano en el dobladillo y sacó un pliego de papel fino. Los minúsculos pétalos rosas incrustados en el papel le conferían un aire femenino, al igual que el leve aroma a perfume y la caligrafía de trazos finos que cubría una de las caras. Sano acercó la carta a la ventana y leyó:

No me quieres. Por mucho que intente creer lo contrario, ya no puedo negarme a ver la verdad. Sonríes y me dices lo que quiero oír por la obediencia que me debes. Pero, cuando te toco, tu cuerpo se enerva de disgusto. Cuando nos vemos, asoma a tus ojos una mirada distante, como si prefirieras estar en cualquier otra parte. Cuando hablo, en realidad no me escuchas.

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