¿Hay alguien que te importe más que yo? ¡Ay! Mi espíritu enferma de celos. Pero debo saberlo: ¿quién ha capturado tu afecto?
A veces siento ganas de arrojarme a tus pies y suplicar por tu amor. Otras quisiera pegarte por denegar el deseo de mi alma. ¡Pobre de mí! Si me hiciese el haraquiri, no tendría que sobrellevar esta agonía.
Pero no quiero morir. Lo que en verdad quiero es verte sufrir tanto como yo. Podría apuñalarte y observar cómo te desangras. Podría envenenarte y deleitarme con tu agonía. Cuando implores misericordia, sólo me reiré y te diré.- «¡Así me has hecho sentir!›
Si me niegas tu amor, ¡te mataré!
La carta no llevaba ni fecha ni encabezamiento, pero la firma parecía saltar de la página y llenar el campo visual de Sano. Le sobrevino el pavor como el peso frío y denso de una intensa nevada caída en Edo varios inviernos atrás, que había hundido tejados y bloqueado calles. La carta estaba escrita por la dama Keisho-in.
Aquella nueva pista daba un giro diferente y peligroso al caso. Sano vio lo equivocado que había estado al creer que había evaluado con precisión las implicaciones de la investigación. Allí tenía una prueba de que la relación de la madre del sogún con Harume había ido más allá de la propia entre señora y sirvienta. Durante la entrevista con Keisho-in, sus muestras de cariño maternal por Harume habían sido pura farsa. Sano había tomado a la anciana por estúpida, cuando en realidad lo había burlado al disimular su furia destructiva hacia la concubina. Keisho-in se unía al muestrario de sospechosos del asesinato.
La carta establecía su móvil con sus propias palabras manuscritas. Como regenta del Interior Grande, disponía de acceso a las habitaciones de todas las mujeres, y de espías que la tenían al corriente de todos los aspectos de sus vidas. Pudo haber visto el frasco de tinta cuando llegó al castillo de Edo, leer la carta que lo acompañaba y reconocer la oportunidad perfecta para matar a Harume y que culparan a otro del asesinato. Tenía criadas para enviarlas a buscar venenos extraños, y riquezas suficientes para comprarlos. Entre aquellos factores y la carta, Sano tenía pruebas suficientes para justificar una investigación concienzuda de la dama Keisho-in, y tal vez incluso una acusación de asesinato contra ella.
Veía un motivo más por el que la dama Keisho-in podría haber deseado la muerte de Harume, una razón más poderosa incluso que el amor rencoroso. Keisho-in tenía que estar enterada del embarazo de Harume, que para ella presentaba ramificaciones especiales. En comparación, los argumentos en contra del teniente Kushida, los Miyagi y la dama Ichiteru perdían importancia. Pero la prueba que Sano tenía en las manos poseía el potencial amenazador de una espada de doble filo. Abría una nueva línea de investigación susceptible de aportar la verdad sobre el asesinato de la dama Harume y ahorrarle a Sano la pena de muerte por fracasar en la resolución del caso. Pero seguir aquel rastro podía acarrearle la ruina.
No quería ni pensar en lo que podía pasar, y deseaba no haber encontrado la carta. ¡Ojalá hubiese limitado su atención a los sospechosos e indicios previos, y jamás se hubiese enterado del desdichado romance entre Keisho-in y Harume! Tal vez fuera inocente. Omitiéndola de la investigación, podía salvarse. Empezó a rasgar la carta en dos.
Pero el honor le impedía rehuir la verdad. Había que servir a la justicia, incluso al precio de la propia vida. Sano dobló la carta a regañadientes y se la guardó en la bolsa junto con las uñas y el mechón de pelo. Retrasaría cuanto estuviera en su mano el estudio del documento. Pero, tarde o temprano, a menos que encontrara pruebas concluyentes en contra del teniente Kushida, la dama Ichiteru, los Miyagi o cualquier otro, tendría que vérselas con él.