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Cuando Hirata y Sano atravesaron el jardín, el recinto interior del palacio se encontraba extrañamente vacío, incluso para ser una fría tarde de otoño. Los cerezos alzaban sus ramas desnudas y negras contra un cielo de color ceniza; la humedad brillaba en las superficies de las piedras; las hojas muertas alfombraban la hierba. Un solitario guardia de patrulla hacía la ronda. Aprovechando el momento de intimidad previo a informar al sogún, Sano compartió con Hirata los resultados de sus pesquisas y le dio la carta hallada en la habitación de la dama Harume.

Hirata la leyó y silbó entre dientes.

– ¿Se la mostraréis al sogún?

– ¿Tengo alguna alternativa? -respondió Sano en tono sombrío mientras volvía a guardársela bajo la faja.

El guardia apostado a la puerta del palacio se dirigió a ellos:

– Su excelencia celebra una sesión extraordinaria de emergencia con el Consejo de Ancianos. Esperan vuestro informe en la Gran Sala de Audiencias.

El desaliento se apoderó de Sano como una marea de hielo. Las reuniones del Consejo eran una indefectible fuente de problemas para él. Deseaba poder posponer su informe y las inevitables repercusiones, pero no parecía haber ninguna oportunidad de aplazamiento. Con Hirata a su lado, avanzó por los pasillos del palacio. Los centinelas abrieron unas enormes puertas dobles con grabados de malcaradas deidades custodias.

Del artesonado del techo pendían faroles encendidos. Tokugawa Tsunayoshi estaba arrodillado en la tarima. Un mural dorado con un paisaje resaltaba sus vestimentas ceremoniales negras. El chambelán Yanagisawa ocupaba su lugar habitual a la derecha del sogún, en el más alto de los dos niveles del suelo. junto a él y a la misma altura, los cinco ancianos se repartían en dos filas enfrentadas, en ángulo recto respecto de su señor. Sin embargo, los secretarios no estaban presentes. Tan sólo el camarero mayor del sogún servía té y ofrecía tabaco y cestas metálicas con brasas de carbón para las pipas. La ley limitaba la presencia de personal en las sesiones extraordinarias de emergencia.

Cuando Hirata y Sano se arrodillaron al fondo de la sala, habló el primer anciano, Makino Narisada.

– Excelencia, pedimos disculpas por solicitar una reunión de este tipo con tan poca antelación, pero el asesinato de la dama Harume ha ocasionado varios incidentes preocupantes. El comandante en jefe del Interior Grande se ha hecho el haraquiri para expiar su falta al dejar que se cometiera un asesinato durante su guardia. Abundan los rumores y las acusaciones. Una concierne a Kato Yuichi, miembro subalterno del consejo judicial. Su colega y rival, Sagara Fumio, contaba que Kato había matado a la dama Harume como práctica para un envenenamiento masivo de altos funcionarios. Kato le pidió cuentas a Sagara. Se batieron en duelo. Ahora los dos están muertos, y el consejo judicial anda revuelto, con decenas de hombres que compiten por los puestos vacantes.

Era lo que Sano había temido: el asesinato había encendido los ánimos dentro del bakufu, un polvorín siempre presto a explotar. La terrorífica pesadilla de anteriores investigaciones había regresado: a causa de su demora para resolver el caso, se habían producido más muertes.

– Otros problemas de menor importancia han ocasionado molestias -dijo Makino-. Muchos se resisten a creer que el objetivo del asesino fuera una simple concubina. Aquí nadie quiere comer ni beber. -Echó una mirada a los cuencos de té intactos que tenían delante sus colegas-. Los criados abandonan sus puestos. Los funcionarios escapan de Edo con la excusa de tener asuntos pendientes en las provincias.

«Por eso está tan vacío el palacio», pensó Sano.

– A este paso -siguió el anciano-, pronto no quedará nadie para conducir los asuntos de la capital. Excelencia, recomiendo la adopción de medidas enérgicas para evitar el desastre.

Tokugawa Tsunayoshi, que se había ido encogiendo más y más a medida que hablaba el anciano, alzó las manos en ademán de impotencia.

– Bueno, ah, a mí no se me ocurre qué hacer -dijo. Paseó la mirada en busca de ayuda y, al ver a Sano, le indicó que se acercase mientras exclamaba-: ¡Ah! He aquí al hombre que puede volver las cosas a la normalidad. ¡Sosakan Sano, dinos por favor que has identificado al asesino de la dama Harume!

Acompañado de Hirata, Sano se acercó de mala gana a la tarima. Se arrodillaron frente al nivel superior del suelo y dedicaron una reverencia a los presentes.

– Lamento anunciar que la investigación del asesinato aún no ha concluido, excelencia -dijo Sano.

Miró con desasosiego hacia el chambelán Yanagisawa, que a buen seguro aprovecharía aquella oportunidad para denigrarlo. No obstante, Yanagisawa parecía absorto, con la mirada oscura vuelta hacia su interior. Con mayor confianza, Sano empezó a referir los progresos del caso.

El anciano Makino asumió el papel de detractor que habitualmente ejercía el chambelán.

– Así que todavía no habéis localizado el veneno. El teniente Kushida está bajo arresto por atacaros y por tratar de robar pruebas, pero no estáis convencido de que él sea el asesino. Yo diría que todo esto no conduce a nada. ¿Qué hay de la dama Ichiteru?

Hirata carraspeó y dijo:

– Disculpad. No hay pruebas en su contra.

Sano lo miró con consternación. Hirata jamás tomaba la palabra en aquellas reuniones a menos que se lo pidieran y, por lo que Sano sabía, tampoco había pruebas que demostrasen la inocencia de la dama Ichiteru. No podía llevarle la contraria delante del Consejo, pero, en cuanto estuvieran a solas, descubriría qué era exactamente lo que había pasado durante la entrevista con la dama Ichiteru y cuál era el motivo del extraño comportamiento de Hirata.

– Bueno, si el asesino no es ni el teniente Kushida ni la dama Ichiteru -dijo Makino-, entonces tenéis dos sospechosos menos que ayer. -Se volvió hacia el chambelán Yanagisawa-. Un paso atrás, ¿no os parece?

Arrancado de sus cavilaciones íntimas, Yanagisawa reprendió a Makino:

– Un caso difícil como éste requiere más de dos días para cerrarse. ¿Qué esperáis, un milagro? Dadle tiempo al sosakan y triunfará, como de costumbre.

El primer anciano se quedó boquiabierto. Sano no daba crédito a sus oídos. ¿El chambelán Yanagisawa lo defendía en una reunión del Consejo? Su sospecha hacia su enemigo iba en aumento. ¿Acaso lo animaba a seguir el actual curso de la investigación porque lo alejaba de algo que él quería ocultar? Sin embargo, nada de lo encontrado implicaba a Yanagisawa en el asesinato. Ninguno de los informadores de Sano lo había advertido sobre un nuevo complot contra él.

– He descubierto la procedencia de la tinta -anunció Sano-. El caballero Miyagi admite que se la envió a Harume junto con una carta en la que le ordenaba que se tatuara su nombre en el cuerpo.

Describió la relación entre el daimio y la concubina, y la complicidad de la dama Miyagi.

– ¿Que Miyagi violó a mi concubina y la mató? -farfulló a gritos, ultrajado, Tokugawa Tsunayoshi-. ¡Es vergonzoso! ¡Arrestadlo de inmediato!

– No hay pruebas de que envenenase la tinta -dijo Sano-. Podría haberlo hecho otra persona, en la mansión Miyagi, aquí en el castillo de Edo o en algún punto del camino. Por el momento, el caballero y la dama Miyagi quedan bajo estrecha vigilancia. Y he empezado a indagar en los orígenes de Harume, dado que es posible que las raíces del asesinato se encuentren allí. He hablado con su padre… y he registrado su habitación.

Sano oyó que Hirata daba un respingo. Notaba la carta de la dama Keisho-in como si fuera una hoja de metal clavada en su carne. Un ciudadano japonés no incriminaba a un miembro del clan Tokugawa sin exponerse a las consecuencias. Cualquier palabra o acción ofensiva sería vista como un ataque contra el propio sogún. Que la dama Keisho-in hubiese matado o no a Harume no alteraba aquel hecho. Al acusar a la madre del sogún, con razón o sin ella, Sano podía ser acusado de traición y ejecutado como castigo.

– Una estrategia brillante -comentó el chambelán Yanagisawa con un chisporroteo de entusiasmo en los ojos-. ¿Qué habéis descubierto?

Había llegado el momento de presentar la carta de la dama Keisho-in y la declaración de Jimba. Había llegado el momento del valor del samurái. Sano se debatió en la duda. Su espíritu flaqueó; se le encogió el estómago.

– Conocer más el carácter de la dama Harume me ayudará a entender cómo pudo haber provocado un asesinato -dijo para ganar tiempo. No mencionó el pelo y las uñas que había encontrado entre la ropa de la concubina porque no sabía si eran relevantes para el caso-. Y he hallado nuevas pistas que habrá que investigar.

Decidió esperar a un momento posterior de la reunión para revelar la carta y se maldijo por cobarde. Hirata disimuló un suspiro de alivio ante el aplazamiento. A Sano le pareció ver muestras de decepción en el rostro de Yanagisawa. El anciano Makino contemplaba al chambelán con el entrecejo fruncido, claramente intrigado por la aparente ruptura de su pacto para desacreditar a Sano.

– De modo que lo que nos decís, sosakan-sama, es que habéis perdido un montón de tiempo investigando a la dama Harume sin descubrir nada de importancia.

Por una vez Sano disponía de una réplica espectacular al acoso de Makino, aunque no le placiera emplearla.

– Nada más lejos de la verdad. Excelencia, preparaos para oír malas noticias. -Un silencio expectante cayó sobre la sala, y Sano hizo acopio de valor para la reacción-. La dama Harume estaba embarazada cuando murió.

Un sobresalto colectivo. Después, perfecto silencio. Aunque los ancianos se apresuraron por ocultar su asombro, Sano casi oía el runrún de sus cabezas al formular teorías y calcular ramificaciones. Tokugawa Tsunayoshi se levantó con torpeza y volvió a caer de rodillas.

– ¡Mi hijo! -exclamó con los ojos hundidos por el terror-. ¡Mi heredero, tan esperado! ¡Asesinado en el vientre de su madre!

– Es la primera noticia que tengo del embarazo -dijo Makino-. El doctor Kitano examina con regularidad a las concubinas, pero no lo descubrió.

Los otros ancianos se hicieron eco del escepticismo de su cabecilla.

– ¿Cómo lo habéis averiguado, sosakan Sano? ¿Por qué os tendríamos que creer?

Por la espalda de Sano corría un reguero de sudor frío. Después de casi dos años ocultando las disecciones ilícitas en el depósito de cadáveres de Edo, ¿saldría ahora el secreto a la luz para condenarlo al exilio? Sintió una arcada en la garganta mientras trataba de pergeñar una mentira convincente. Hirata, enterado de las transgresiones de Sano, esperaba el golpe con la cabeza baja.

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