Hirata lo cogió y sacó una carta. La leyó con el corazón en un puño.
Dispongo de información de vital importancia sobre el asesinato de la dama Harume. Es fundamental que hable con vos, pero no hoy, ni aquí en el castillo de Edo. Que las personas inadecuadas oyeran lo que debo comunicaros pondría en peligro mi vida. Os ruego que os encontréis conmigo mañana a la hora de la oveja en el lugar que más abajo se indica.
Os ruego que vengáis a solas.
El placer con el que anhelo volver a veros escapa de lo corriente.
La dama Ichiteru
La misiva iba acompañada de un mapa con indicaciones escritas con la misma letra elegante y femenina del mensaje. El cremoso papel de arroz blanco poseía la suavidad de la piel femenina. Humedecido por las manos súbitamente sudorosas de Hirata, despedía el aroma del perfume de la dama Ichiteru. Se lo apretó contra la cara sin pensar. Las evocaciones eróticas del olor le hicieron olvidar los sinsabores de su jornada. ¡La dama Ichiteru quería volver a verlo! ¿Acaso su despedida no daba a entender que compartía sus sentimientos? Se animó y rompió a reír.
– ¿Hirata-san? ¿Qué hacéis?
Alzó la vista y vio a los detectives, que lo miraban con preocupación.
– Nada -dijo mientras metía a toda prisa la carta en el estuche.
– ¿Iremos ahora a visitar a la dama Ichiteru? -le preguntó uno de los hombres.
Todos los instintos policiales de Hirata lo conminaban a ajustarse al plan que había ideado y a no dejar que lo manipulase una sospechosa de asesinato. «Algo trama», decía su voz interior. Pero Hirata no podía poner en peligro a la dama Ichiteru, obligarla a darle pruebas estando al alcance de los oídos de posibles espías. Y suspiraba por explorar el potencial de su relación con ella, fuera de los confines del castillo, libres de las restricciones del deber y la prudencia.
– No -dijo por fin-. Voy a posponer la entrevista hasta mañana.
Después ya decidiría si aceptaba la invitación de la dama Ichiteru. En su fuero interno, siete años de experiencia como detective clamaban una advertencia: «Destituido.»