Y entonces habló el chambelán Yanagisawa.
– El hecho del estado de la dama Harume es más importante que el método que empleara el sosakan Sano para averiguarlo. El no cometería un error en un asunto de tanto peso.
– Sí, honorable chambelán -dijo Makino, aceptando su derrota con un desconcierto cada vez mayor.
¡Salvado, y por el enemigo que tantas veces había intentado destruirlo! Por un momento Sano se sintió demasiado agradecido para poner en duda los motivos de Yanagisawa. Después cayó en la cuenta de que en el chambelán se había obrado un cambio peculiar: los ojos de Yanagisawa brillaban atentos; parecía despabilado por la noticia de la muerte del hijo nonato. Sano comprendió que Yanagisawa podría haberla deseado por las mismas razones que la dama Keisho-in. Pero si no estaba al corriente del embarazo, ¿para qué habría asesinado a la dama Harume?
El sogún alzó los puños hacia el cielo y se lamentó:
– ¡Esto es un ultraje!
Sus sollozos resonaban por la sala. Y a Sano aún le quedaba otra materia desagradable que abordar.
– Excelencia -dijo, escogiendo sus palabras con esmero-, hay otra… cuestión concerniente a la… paternidad del hijo de la dama Harume. Al fin y al cabo, sabemos que tenía… relaciones con el caballero Miyagi y es posible que con el teniente Kushida. No podemos desestimar la posibilidad de que…
El sogún se volvió hacia Sano con mirada furibunda a través de las lágrimas.
– ¡Tonterías! Harume era, ah, leal a mí. Jamás hubiese permitido que otro hombre la tocara. El niño era mío. Me hubiese sucedido como, ah, dictador de Japón.
Los ancianos evitaban mirarse a los ojos. Yanagisawa guardaba silencio con aire de energía contenida. Todos conocían los hábitos de Tokugawa Tsunayoshi, pero nadie osaba poner en duda su virilidad, y el propio sogún jamás admitiría que otro hombre había prevalecido allí donde él había fracasado.
– El asesinato de mi heredero es una traición de la más, ah, abyecta especie. ¡Clamo venganza! -Tokugawa Tsunayoshi desenvainó su espada con ademán iracundo. Por un momento pareció de verdad descendiente del gran Ieyasu, que había derrotado a los señores de la guerra rivales y unificado Japón. Entonces el sogún soltó la espada y rompió a sollozar-. ¡Ay!, ¿quién sería capaz de cometer un crimen tan terrible?
La puerta se abrió de un golpe. Los presentes se volvieron para ver quién osaba interrumpir la sesión extraordinaria de emergencia. Entre contoneos, entró la dama Keisho-in.
Horrorizado, Sano combatió el impulso de romper a reír para liberar su tensión al mirar en torno a la sala. ¿Alguien se daba cuenta de que allí estaba la respuesta a la pregunta del sogún? Pero, claro, los demás no habían leído la carta.
Los ancianos y el chambelán le dedicaron una cortés reverencia a la dama Keisho-in, en reconocimiento de su potestad para hacer lo que le placiera. Con una sonrisa de cortesana de Yoshiwara en pleno desfile de primavera, les devolvió el saludo. El sogún recibió a su madre con un gritito de alegría.
– ¡Honorable madre! Me acaban de dar un sobresalto, ah, espantoso. ¡Venid, necesito vuestro consejo!
La dama Keisho-in cruzó la habitación y se acomodó en la tarima junto a su hijo. Le sostuvo la mano mientras él le repetía las noticias de Sano.
– ¡Qué tragedia! -exclamó; sacó un abanico de la manga y empezó a abanicarse la cara con vigor-. Tus esperanzas de un heredero directo, las mías de un nieto, arruinadas. ¡Ay, Ay! -gimió-. Y yo que ni siquiera sabía que Harume estaba embarazada.
¿Fingía el dolor y el desconocimiento del hecho? La carta había alterado la visión que Sano tenía de la dama Keisho-in como anciana simplona. Y suponía que las mujeres del Interior Grande sabían más las unas de las otras que el doctor Kitano. Keisho-in no era tan estúpida como aparentaba. Quizá había descubierto el embarazo de Harume, lo había percibido como una amenaza para ella y había tomado medidas para evitarla.
Sano sólo estaba seguro de una cosa: la llegada de Keisho-in desbarataba cualquier mención de la carta. Revelarla delante de ella y del Consejo de Ancianos constituiría la acusación oficial que todavía no estaba dispuesto a formular. Antes necesitaba más pruebas contra ella. En consecuencia, tenía que seguir soportando la carga de su secreto, a pesar de su deber de mantener informado a Tokugawa Tsunayoshi. La esperanza arrojó un poco de luz sobre el sentimiento de culpa de Sano. Tal vez futuras pesquisas lo alejaran de la dama Keisho-in.
– Ahora mismo tratábamos de los, ah, problemas ocasionados por el asesinato -le explicó el sogún a su madre-, y los progresos de la investigación del sosakan Sano. Honorable madre, os ruego que nos concedáis el beneficio de vuestra sabiduría.
Keisho-in le dio unas palmaditas en la mano.
– A eso mismo es a lo que he venido. Hijo, ¡tienes que cancelar la investigación y ordenarle al sosakan Sano que retire a sus detectives del Interior Grande de inmediato!
– Pero, dama Keisho-in, si vos misma nos concedisteis permiso para entrevistar a las residentes y al personal y buscar pruebas -dijo Sano, atónito-. Y todavía no hemos terminado.
Entre los consejeros se alzaron cejas y se intercambiaron miradas disimuladas.
– Con el debido respeto, honorable dama, el Interior Grande es la escena del crimen -dijo el primer anciano Makino, a pesar de su evidente renuencia a apoyar a Sano.
– Y, por tanto, el punto central por antonomasia de la investigación -añadió el chambelán Yanagisawa. Mientras los ancianos asentían, él observaba a Sano y a la dama Keisho-in. Una extraña sonrisa se dibujó en sus labios.
Incluso el sogún parecía desconcertado.
– Honorable madre, es, ah, imperativo atrapar y castigar al asesino de mi heredero. ¿Cómo podéis privar al sosakan Sano de la oportunidad de, ah, cumplir su misión?
– Quiero ver al asesino ante la justicia tanto o más que cualquiera -dijo Keisho-in-, pero no a costa de la paz en el Interior Grande. ¡Ay!
Se enjuagó las lágrimas con la manga; su voz se espesó con la emoción.
– Nada puede devolvernos al hijo que murió con Harume. Debemos despedirnos del pasado y hacer planes de futuro. Por el bien de la sucesión, tienes que olvidarte de la venganza y concentrarte en engendrar un nuevo niño -le dijo a su hijo con una tierna sonrisa. Después se volvió hacia los asistentes-. Ahora permitid que una anciana os ofrezca, señores, su consejo.
Con el aire condescendiente de una niñera que da instrucciones a sus niños, la dama Keisho-in se dirigió al supremo consejo de gobierno de Japón:
– El cuerpo femenino es muy sensible a las influencias externas. El tiempo, las fases de la luna, una pelea, ruidos desagradables, un bocado de comida en mal estado…, cualquier cosa puede alterar el humor de una mujer. Y el mal humor puede interferir en el florecimiento de la semilla de un hombre dentro de su vientre.
La dama Keisho-in bajó las manos por su cuerpo rollizo hasta extenderlas encima del abdomen. Los ancianos bajaron la vista al suelo, repelidos por la franqueza con la que se trataba un asunto tan delicado. El chambelán Yanagisawa observaba a Keisho-in como si estuviera fascinado. El sogún estaba pendiente de las palabras de su madre. Hirata se moría de vergüenza, pero Sano tan sólo sentía pavor, porque se figuraba lo que estaba haciendo la dama Keisho-in.
– La concepción requiere tranquilidad -prosiguió-. Si hay un tropel de detectives entrando y saliendo del Interior Grande, haciendo preguntas y husmeando por todas partes, ¿cómo quieres que queden encinta las concubinas? ¡Es imposible!
Le dio unos golpecitos a su hijo en la mano con el abanico.
– Por eso tienes que desembarazarte de los detectives.
Se cruzó de brazos y paseó la mirada por los presentes, retándolos a que le llevaran la contraria.
Los ancianos fruncieron el entrecejo, pero callaron: varios antecesores habían perdido su asiento en el consejo por discrepar de la dama Keisho-in. Mientras Sano reunía coraje para hacer lo que el honor y la conciencia exigían, el chambelán Yanagisawa rompió el incómodo silencio.
– Excelencia, comprendo la inquietud de vuestra honorable madre -dijo con cautela. Incluso el brazo derecho del sogún tenía que respetar a la dama Keisho-in-. Pero debemos equilibrar nuestro deseo de un heredero con la necesidad de conservar la fuerza del régimen Tokugawa. Si permitimos que un traidor se salga con la suya con un asesinato, damos muestras de debilidad y de vulnerabilidad ante futuros ataques. ¿No estáis de acuerdo, sosakan Sano?
– Sí -dijo Sano, consternado-. La investigación debe seguir adelante sin restricciones.
La dama Keisho-in estaba bloqueándole el acceso al Interior Grande y sus habitantes, pero a buen seguro no por la razón que había aducido. Lo que perseguía era evitar que descubriera algo que la implicase en el asesinato. Temía que alguien revelase su romance con la dama Harume, y quería encontrar la carta antes que él. Su interferencia era una prueba más a favor de una acusación pública contra la dama Keisho-in.
– No les prestes atención -le ordenó Keisho-in a su hijo-. Yo tengo la sabiduría que da la edad. Mi fe budista me ha conferido conocimiento sobre las fuerzas místicas del destino. Sé lo que es mejor.
Viva imagen de la incertidumbre desvalida, el sogún paseó la mirada de Keisho-in a Sano, pasando por Yanagisawa. El corazón de Sano palpitaba con latidos desbocados; las caras de los reunidos se difuminaban a sus ojos. Sentía los labios fríos e insensibles bajo la presión de las palabras que debía pronunciar para salvar la investigación y centrarla en la dama Keisho-in. Pero los mandatos del honor y la justicia avivaron su valor. Se llevó la mano a la faja, listo para mostrar la carta. En el bushido, la vida de un solo samurái importaba menos que la captura de un asesino y traidor.
Entonces, en un destello cegador de conciencia, Sano recordó que ya no estaba solo. Si lo condenaban a muerte por traición, Reiko y el magistrado Ueda lo acompañarían ante el verdugo. Estaba dispuesto a sacrificarse por sus principios, pero ¿cómo podía poner en peligro a su nueva familia?
La novedosa sensación de formar parte de algo invadió el espíritu de Sano con un calor dulce y doloroso. Apartó su mano de la faja. A lo largo de tantos años de soledad, ¡cómo había anhelado el matrimonio! Después llegó un ramalazo de resentimiento. El matrimonio fomentaba la cobardía a expensas del honor. El matrimonio le había supuesto nuevas obligaciones que entraban en conflicto con las anteriores. En ese momento entendía incluso mejor la insatisfacción de Reiko. Los dos habían perdido su independencia por obra del matrimonio. ¿Había algún modo de hacer que la pérdida fuera soportable?