El sogún se regocijó. Al castillo de Edo llegó un aluvión de bendiciones de todo el territorio. En Kioto, la familia imperial esperaba con ansia su retorno a los privilegios. Todos mimaban a Ichiteru; ella disfrutaba con las atenciones que le prestaban. Se preparó un lujoso aposento para el niño.
Después, a los ocho meses, dio a luz un varón muerto. La nación enlutó. Pero ni el sogún ni Ichiteru se rindieron. En cuanto recobró la salud, regresó a la alcoba de Tokugawa Tsunayoshi. Por último, el año anterior, quedó encinta de nuevo. Pero cuando perdió a la criatura a los siete meses, el bakufu le cargó las culpas a ella. Recomendaron al sogún que dejara de derrochar su preciosa semilla con ella. Llevaron concubinas nuevas para tentar su magro apetito.
Una de ellas fue la dama Harume.
El odio de Ichiteru hacia su rival todavía la abrasaba por dentro, incluso ahora que había muerto. Se acordó de que Harume ya no suponía una amenaza y pasó la página del libro.
Tokugawa Tsunayoshi dio un gritito de entusiasmo. En un invernadero, un jovencito desnudo estaba a cuatro patas a la luz de la luna. Detrás tenía a un hombre mayor de rodillas, también desnudo a excepción de un tocado negro idéntico al del sogún. Con una mano el hombre insertaba su miembro en el ano del chico; con la otra aferraba su órgano. La dama Ichiteru leyó en voz alta el poema de acompañamiento:
El día se vuelve noche,
las mareas suben y bajan;
la escarcha se funde bajo el sol,
la realeza puede tomar su placer
en la forma en que lo encuentre.
Al ver el destello de lujuria en los ojos de Tokugawa Tsunayoshi, Ichiteru dijo con una sonrisa provocativa:
– Venid, mi señor, y tomad vuestro placer de mí.
Se desprendió del quimono. Afianzado a su ingle por tiras de cuero llevaba una vara de jade color carne que imitaba con realismo un miembro viril en erección. El sogún se quedó boquiabierto de asombro. Dejó escapar un trémulo suspiro.
– Cerrad los ojos -canturreó Ichiteru.
Obedeció. Ella tomó su mano y la puso sobre la talla. El sogún gimió y la acarició de arriba abajo. Ichiteru escurrió la mano bajo su bata. El laxo y minúsculo gusano de su virilidad se endureció a su contacto. Cuando estuvo listo, Ichiteru retiró su mano con suavidad de la talla y lo puso de rodillas. Él gimió cuando le quitó la ropa y le dejó puesto el tocado. Ichiteru se dio la vuelta, apoyándose en codos y rodillas, con el quimono alzado por encima de la cintura, y frotó sus nalgas desnudas contra el miembro erecto del sogún. Este gruñó y tiró de ella. Ichiteru estiró la mano hacia atrás y lo guió hasta su femineidad, que había humedecido con aceite perfumado. Mientras el sogún gemía y empujaba, tratando de penetrarla, ella volvió la vista y alcanzó a verlo por un momento: los músculos fofos en tensión, la boca abierta, los ojos cerrados para conservar la ilusión de que estaba con otro hombre.
«¡Por favor -rezó en silencio-, que pueda dar a luz esta vez! ¡Hacedme madre del próximo sogún y esta vida sórdida y degradante habrá valido la pena!»
El miembro del sogún entró en Ichiteru. Embistió adelante y atrás entre gemidos. Ella fue cobrando esperanzas. Al año siguiente por aquellas fechas tal vez fuera la consorte oficial de Tokugawa Tsunayoshi. Lo convencería de que devolviese a la corte imperial su esplendor de antaño, con lo cual alcanzaría la meta de su familia y los endeudaría para siempre con ella. Aferrándose a aquella visión del futuro, aguantó las acometidas del sogún. ¡Y pensar en lo cerca que había estado de perderlo todo!
Harume, joven, fresca y adorable. Harume, con su robusto encanto de campesina. Harume, cargada de la promesa que un día ofreciera Ichiteru. Pronto fue Harume a quien más a menudo invitaba Tokugawa Tsunayoshi a su alcoba. Después de doce años de hacer de puta y el calvario de dos partos, Ichiteru era olvidada; pero no estaba dispuesta a aceptar la derrota. Empezó a planear la caída de Harume. Comenzó por difundir crueles rumores y desairar a la chica, animando a sus amigas a que hicieran lo mismo, con la esperanza de que Harume languideciera y perdiera la salud y la belleza. Pero la estratagema fracasó. Harume le cayó en gracia a la dama Keisho-in, que la promovió ante el sogún como su mejor candidata para un heredero. Llena de odio hacia su rival, deseándole la muerte, Ichiteru había recurrido a medios más expeditivos. Aun así, nada surtió efecto.
Entonces, dos meses atrás, Ichiteru había notado que Harume no comía; en el comedor se limitaba a juguetear con los alimentos. Su piel perdió la lozanía. Tres mañanas seguidas la descubrió vomitando en el lavabo. El peor temor de Ichiteru se hacía realidad: su rival estaba embarazada. Ichiteru se desesperó. Tenía que evitar que Harume la venciera en su empeño común por convertirse en madre del próximo dictador. No podía limitarse a esperar de brazos cruzados a que la criatura fuese niña o no sobreviviera. No quería pasar el resto de su vida como funcionaria de palacio explotada, y ningún hombre con el que valiera la pena casarse aceptaría por esposa a una concubina fracasada. Tampoco quería volver a Kioto en desgracia. Con los ánimos redoblados, buscó un modo de destruir a su rival.
Harume había secundado imprudentemente los designios de Ichiteru al no informar de su condición. Quizá, en su infantil ignorancia, no lo reconocía como embarazo. Siempre atenta, Ichiteru la espió y le vio robar de la cesta donde las mujeres tiraban los paños ensangrentados. Se figuró que se los ponía para que el doctor Kitano no descubriera que su periodo se había interrumpido. A lo mejor pensaba que estaba enferma y que la desterrarían del castillo si alguien se enteraba. Pero también se le ocurría una explicación mejor: el niño no era de Tokugawa Tsunayoshi. Ichiteru la había visto escabullirse durante las excursiones fuera del castillo de Edo. ¿Temía que la castigaran por verse con otro hombre? Fisgando en la habitación de su rival en busca de pruebas acerca de su identidad, había descubierto un lujoso frasco de tinta y una carta del caballero Miyagi. Pero, fuera cual fuese la razón de la reserva de Harume, a Ichiteru le dio la oportunidad de albergar esperanzas y de conspirar.
Y ahora Harume estaba muerta. Y como ninguna de las otras concubinas sabía excitar lo bastante al sogún, Ichiteru recuperó su lugar como acompañante femenina preferida. Disponía de otra oportunidad para darle un heredero antes de retirarse. Restaba un problema: tenía que convencer al sosakan-sama de que ella no era la culpable del asesinato de Harume. Tenía que vivir para recoger los frutos de trece años de trabajo.
De golpe Tokugawa Tsunayoshi se reblandeció en su interior. Se derrumbó sobre el futón con un grito de consternación.
– Ah, querida, me temo que no puedo continuar.
Ichiteru se sentó sobre sus talones, a punto de llorar de desengaño y frustración, pero ocultó sus emociones.
– Lo siento, mi señor -dijo contrita-. ¿Tal vez si os ayudara…?
El sogún descartó la posibilidad con un gesto, se tapó con la manta y cerró los ojos.
– En otra ocasión. Ahora estoy demasiado cansado para intentarlo.
– Sí, excelencia.
Ichiteru se levantó y alisó sus alborotadas vestiduras. Al cruzar la habitación, su resolución se reforzó en su fuero interno como pedernal en los huesos y el corazón. La próxima vez triunfaría. Y hasta tener asegurado su futuro, debía cerciorarse de que su crimen jamás saliera a la luz.
Se deslizó por la puerta y la cerró tras de sí. El recuerdo y la necesidad coincidieron en su cabeza con la repentina precisión de un resorte. Sonrió con malévola inspiración. Sabía el modo exacto de evitar la calamidad de unos cargos de asesinato y mejorar de posición.