El olor almizcleño creció en intensidad, como si procediera del contacto de la pareja. Sano percibió entre los dos un profundo vínculo emocional no carente de pasión. Sopesando sus declaraciones, descubrió que creía la declaración de la dama Miyagi de que aceptaba e incluso instigaba la infidelidad de su marido, pero las pretensiones de amor hacia Harume del daimio tenían menos visos de verdad. ¿Habría supuesto ella algún tipo de amenaza para el matrimonio? ¿Había deseado su muerte alguno de los dos cónyuges?
– ¿Quién más tuvo acceso a la tinta antes de que llegara a la dama Harume? -preguntó Sano.
– El mensajero que la llevó al castillo de Edo -respondió la dama Miyagi-, así como todos los de la casa. Los sirvientes, los criados, Copo de Nieve y Gorrión. Cuando traje el frasco a casa mi marido no estaba, de modo que lo dejé en esta mesa mientras me ocupaba de otros asuntos. Pasaron unas cuantas horas antes de que la mandáramos. Cualquiera podría haber manipulado la tinta sin nuestro conocimiento.
¿Se limitaba a exponerlos hechos o se protegía a ella y al caballero Miyagi dirigiendo las sospechas hacia los otros habitantes de la mansión? A lo mejor alguno de ellos tenía una rencilla con Harume.
– Mis detectives vendrán e interrogarán a todo el servicio de la casa -anunció Sano.
El caballero Miyagi asintió con indiferencia y comió de su fruta. El jugo le resbaló por la barbilla; se lamió los dedos.
– Como gustéis -dijo la dama Miyagi.
«Y ahora, la parte crítica y delicada del interrogatorio», pensó Sano.
– ¿Tenéis hijos? -preguntó a la pareja.
Ni marido ni mujer variaron de expresión, pero los adiestrados sentidos de Sano detectaron una repentina presión en el aire, como si se hubiese expandido y empujara las paredes. La dama Miyagi permaneció inmóvil con la vista fija al frente y los músculos de la mandíbula tensos. El caballero Miyagi dijo:
– No, no tenemos. -Sus palabras estaban preñadas de pesar-. Nuestra falta de hijos me ha obligado a nombrar heredero a un sobrino.
Por la tirantez que se respiraba entre los Miyagi, Sano dedujo que había tocado una fibra sensible de su matrimonio. Sospechaba que cada uno albergaba diferentes sentimientos acerca de su falta de hijos. Y la respuesta a esa pregunta lo decepcionaba. El diario íntimo de Harume retrataba a Miyagi como un mirón que prefería la propia estimulación a acostarse con una mujer. ¿Significaba esa tendencia, unida a su carencia de progenie, que era impotente? ¿Era el sogún -débil, enfermizo e inclinado hacia el amor masculino- el padre del hijo de Harume después de todo?
Sano temía tanto el momento de decirle a Tokugawa Tsunayoshi que su heredero nonato había muerto con su concubina, como la presión añadida para la resolución del caso. Si fracasaba, el voluble afecto del sogún no iba a salvarlo de una muerte deshonrosa. Y hasta el momento, la entrevista no había incriminado a ninguno de los Miyagi. Pero Sano no pensaba perder la esperanza.
– Caballero Miyagi, sobreentiendo que Harume se desvestía y se tocaba mientras vos observabais por la ventana -espetó Sano de golpe. No podía respetar los sentimientos del daimio a costa de su propia salvación.
– Caramba si es eficiente la metsuke -dijo Miyagi arrastrando las palabras-. Sí, es correcto. Pero no alcanzo a entender por qué mis hábitos íntimos han de ser asunto vuestro.
La dama Miyagi ni habló ni se movió, y los cónyuges no se miraban, pero ambos irradiaban hostilidad: aunque se mostraran abiertos acerca de los romances del daimio, les molestaba la minuciosidad de Sano.
– ¿Llegasteis a penetrar a la dama Harume? -preguntó.
El daimio soltó una risa nerviosa y miró a su mujer. Cuando vio que no le prestaba ayuda, dijo débilmente:
– De verdad, sosakan-sama, esta intromisión roza lo irrespetuoso hacia mi persona, y también a la de la dama Harume. ¿Qué relevancia pueden tener nuestras relaciones en la investigación de su muerte?
– En un caso de asesinato, cualquier aspecto de la vida de la víctima puede ser significativo -explicó Sano. No podía mencionar el embarazo de Harume antes de haber informado al sogún, que montaría en cólera si se enteraba de una noticia tan importante a través de cotilleos y no por boca de Sano-. Responded a la pregunta, por favor.
El caballero Miyagi suspiró y sacudió la cabeza con los ojos bajos.
– De acuerdo. No, no penetré a Harume.
– ¡Pues claro que no! -El estallido de la dama Miyagi sobresaltó a Sano, así como al caballero Miyagi, que se puso derecho de una sacudida. Su mujer fulminó a Sano con la mirada-. ¿Acaso creéis que mi marido sería tan idiota para poseer a la concubina del sogún y jugarse la vida? Nunca la tocó; ni siquiera una vez. ¡Nunca lo haría!
¿No lo haría, o no podría? Ahí estaba la pasión que Sano había detectado en la dama Miyagi, aunque no comprendía su vehemencia.
– Decís que organizasteis la relación de vuestro esposo con Harume. Aparte del peligro, ¿por qué os molesta tanto la idea de que la tocara?
– No me molesta. -Con evidente esfuerzo, la dama Miyagi recobró la compostura, aunque un feo rubor manchaba sus mejillas-. Me parece que ya os he explicado mi actitud para con las mujeres de mi señor -dijo con frialdad.
En el silencio que siguió, el daimio se encogió entre sus cojines como si quisiera desaparecer. Sus dedos jugueteaban con un pliegue de su bata, recreándose en el tacto de la seda. La dama Miyagi seguía inmóvil y rígida, y se mordía los labios. Del pasillo llegaban las risas ligeras de las concubinas. Estaba claro que marido y mujer mentían sobre algo: ¿su relación con Harume o sus sentimientos hacia ella? ¿Estaban ya al tanto de su embarazo porque el daimio era el responsable? ¿Y por qué ocultar la verdad? ¿Para evitar el escándalo y el castigo por la relación prohibida? ¿O para evitar los cargos de asesinato?
– Se está haciendo tarde, sosakan-sama -dijo por fin la dama Miyagi. Su marido asintió, aliviado de que ella hubiese tomado las riendas de la situación-. Si tenéis alguna pregunta más, tal vez tendríais la amabilidad de volver en algún otro momento.
Sano se inclinó.
– Puede que lo haga -replicó mientras se levantaba. Sin pensar, preguntó al caballero Miyagi-: ¿Qué posada empleabais con la dama Harume para vuestros encuentros?
Miyagi vaciló.
– La Tsubame, en Asakusa -respondió por fin.
Cuando el criado lo escoltó de camino a la salida, se volvió para descubrir que los Miyagi lo observaban con aire grave e inescrutable. En cuanto salió por la entrada, casi pudo notar que su mundo extraño y reservado se cerraba tras él, como una membrana que se sellara. Le quedó una sensación soterrada e impura, como si el contacto con ese mundo le hubiera contaminado el espíritu. Pero Sano tenía que sondear sus secretos, por medios indirectos si era necesario. Tal vez cuando Hirata diera con el vendedor de venenos, la búsqueda los condujera de nuevo a los Miyagi. Además, la historia de la relación entre el caballero Miyagi y la dama Harume tenía otra vertiente: la de ella. Indagar en su vida podía proporcionar respuestas que desviaran la amenaza del fracaso y la ejecución que pendía sobre Sano. Pero en aquel momento sus pensamientos apuntaban hacia su hogar.
Sano montó en su caballo y se dirigió hacia el bulevar. En los portales custodiados de las mansiones de los daimio los faroles estaban encendidos. La luna se alzaba en el cielo nocturno sobre el castillo de Edo, encaramado a su colina, donde esperaba Reiko. El recuerdo de su belleza y su lozana inocencia asaltó a Sano como una fuerza purificadora que se llevó por delante la contaminación de su encuentro con los Miyagi. Tal vez aquella noche él y Reiko pudieran hacer las paces y empezar de nuevo su matrimonio.