Sano escuchó consternado el insensible panegírico del comerciante. Era obvio que Harume había sido para él no tanto el bienvenido legado de un romance condenado al fracaso como otro ejemplar de ganado al que entrenar y vender.
En el picadero, los mozos cubrieron al caballo con una barda y una testera de acero en forma de cabeza de dragón rugiente. Dos samuráis ayudaron al cliente a ponerse la coracina, las grebas y el casco.
– El verano pasado vinieron a comprar caballos dos de los asistentes personales del sogún -continuó Jimba-. Comentaron que buscaban concubinas para su excelencia. Le dije a Harume que les hiciera una demostración de lo bien que sabía hablar, cantar y tocar el samisén. Se la llevaron al castillo de Edo, ¡y me pagaron cinco mil koban !
»Organicé una fiesta para celebrarlo. Harume tenía cualidades de buena reproductora, y si resultaba que en la cama se parecía en algo a su madre, bien podía darle un heredero a su excelencia. Aunque él sienta preferencia por los chicos, ja, ja. Ya me veía de abuelo del próximo sogún.
«Y con la riqueza, el poder y los privilegios que eso conlleva», pensó Sano. La codicia de Jimba le repugnaba. Pero el tratante de caballos no hacía sino seguir el ejemplo de muchos otros japoneses: mejorar su posición por medio de un enlace con los Tokugawa. ¿Acaso el magistrado Ueda no había casado a su hija Reiko con Sano con el mismo objetivo en mente? En aquella sociedad, las mujeres eran los bienes muebles de las ambiciones de los hombres. Reiko era inteligente y aguerrida, pero la gente siempre iba a medir su valor por su rango y su fertilidad. Sano empezaba por fin a comprender su frustración. Aun así, después de la noche anterior, esperaba más que nunca que Reiko acatase sus órdenes y se quedara a salvo en casa.
– Y ahora Harume está muerta. Ya no recuperaré mi inversión -dijo Jimba con expresión taciturna; se hundió sobre la valla. Después se volvió hacia Sano con un destello especulador en los ojos entrecerrados-. Ahora que lo pienso, tal vez me vaya bien que atrapéis al que mató a mi hija. ¡Le exigiré que me compense por mis pérdidas!
Sano ocultó la aversión que le inspiraba la actitud mercenaria del vendedor.
– Quizá puedas ayudarme a encontrar al asesino. -Después explicó el motivo de su visita-. ¿Cómo era Harume?
Cuando Jimba empezó a describirle su apariencia física, lo interrumpió:
– No, me refiero al tipo de persona que era.
– Como cualquier otra chica, supongo. -Jimba parecía sorprendido ante la idea de que Harume poseyera algún atributo aparte de los físicos. Después, mientras observaba a los mozos que aupaban al samurái a la grupa del caballo, sonrió al evocar algo-. Cuando la traje daba pena verla. No entendía que su madre ya no estuviera, ni por qué la separaba de todo lo que conocía. Y echaba de menos a sus amigos, los pilluelos callejeros de Fukagawa. No llegó a encajar del todo aquí.
»Yo nunca le había hablado a mi esposa de Manzana Azul, ¿sabéis? -añadió con una risilla maliciosa-. Y entonces, de repente, allí estaba la niña. Se puso hecha una fiera. Y mis otras hijas estaban celosas de la atención que le prestaba a Harume. Se burlaban de ella por ser hija de una puta. Sus únicas amigas eran las criadas. Las consideraba de su clase, supongo. Pero eso lo atajé de raíz. Quería apartarla de gente de baja estofa que pudiera rebajarla a su nivel. Y cuando cumplió once años, más o menos, empezaron a rondarla los chicos. Los atraía como una potra en celo, ja, ja. Era la viva imagen de su madre.
La nostalgia suavizó los rasgos de Jimba: tal vez, a su manera, había amado a Manzana Azul. Al fin y al cabo, había mantenido a su hija y la había adoptado, cuando otro hombre podría haberles dado la espalda.
– Harume empezó a escaparse de casa por las noches. Tuve que contratar a una carabina para que no la dejara preñada ningún campesino. Cuando cumplió los catorce, ya recibía propuestas de matrimonio de mercaderes ricos. Pero yo sabía que podía llegar más lejos.
Sano se imaginó la solitaria infancia de la concubina y la compadeció. Había pasado de ser una marginada en el Bakurocho a una situación similar en el Interior Grande. De joven había hallado solaz en la compañía de sus admiradores masculinos. Al parecer había seguido el mismo patrón durante sus meses en el castillo de Edo. ¿Se había solapado su pasado con su vida reciente de algún otro modo?
– Esos campesinos que conocía Harume -dijo Sano-, ¿se mantuvo en contacto con alguno de ellos después de trasladarse al castillo?
Quería saber si le había confiado secretos a sus antiguos compañeros. También quería encontrar nuevos móviles y sospechosos para su asesinato, a ser posible que no estuvieran relacionados con los Tokugawa.
– No se me ocurre cómo, allí encerrada un día detrás de otro. Incluso cuando salían, los hombres del sogún vigilaban bastante de cerca a las concubinas.
A pesar de ello, Harume se las había ingeniado para escabullirse y verse con el caballero Miyagi. Pero un campesino no habría tenido acceso al frasco de tinta. Aquella vía de la investigación parecía un callejón sin salida.
– ¿Habíais visto o sabido algo de vuestra hija últimamente? -preguntó Sano.
El rostro del tratante de caballos adoptó una expresión de incomodidad.
– Eh…, sí. Me llegó un mensaje de Harume hará unos tres meses. Me suplicaba que la sacara de Edo. Tenía miedo. Al parecer, alguien la había tomado con ella; no recuerdo las palabras exactas. En cualquier caso, creía que le podía pasar algo malo si no se marchaba de inmediato.
A Sano se le aceleró el pulso.
– ¿Decía de quién estaba asustada?
Jimba parpadeó varias veces; se le agarrotaron los músculos de la garganta. De modo que albergaba sentimientos hacia la hija a la que había utilizado para perseguir sus ambiciones. Para darle tiempo para recobrar la compostura, Sano desvió la vista hacia el jinete samurái que daba vueltas al trote por el picadero. Al verlo blandir una lanza, Sano pensó en el teniente Kushida. Si lo culpaba a él del asesinato, complacería al sogún y pondría punto final a la investigación. Pero al seguir al esquivo fantasma de Harume hacia el pasado, Sano había dejado atrás las soluciones fáciles.
– No -se lamentó Jimba por fin-. Harume no daba el nombre de la persona que la amenazaba. Yo pensé que tenía añoranza, o que no le gustaba acostarse con el sogún, y que se había inventado una historia para que la rescatase. A veces cuesta un poco que una potra se acostumbre a un establo nuevo. Ja, ja. -Su risa era lúgubre-. No quería devolver el dinero ni pedirle al sogún que la dejara marchar. Su excelencia se habría ofendido. ¿Jamás lograría otro negocio con los Tokugawa! Y la gente sabría que la culpa había sido de Harume. ¿Cómo iba a encontrarle un marido? ¡Se habría convertido para siempre en una carga para mí! -La voz del tratante se alzó en un lloriqueo defensivo-. Así que no respondí al mensaje. No me molesté en tratar de averiguar si de verdad alguien estaba intentando hacerle daño a Harume. Pensé que, si no le hacía caso, cumpliría su deber sin rechistar.
– ¿Guardasteis el mensaje? ¿Puedo verlo?
– No estaba escrito. Me lo dio de palabra un mensajero del castillo.
Sano le preguntó por el mensajero.
– No me dio su nombre. No recuerdo qué pinta tenía.
El castillo de Edo tenía varios centenares de mensajeros, como bien sabía Sano. Encontrar a aquél en concreto podía resultar difícil, sobre todo si Harume, por discreción, lo había convencido de que le hiciera el favor de transmitir sus palabras verbalmente en vez de por carta y mediante los canales oficiales, donde quedaría registrado el mensaje.
– ¿Estaba presente alguien más cuando llegó el mensaje? -preguntó Sano.
– No. Y tampoco se lo conté a nadie, porque no quería que la gente pensara que Harume estaba causando problemas. Después, cuando murió, me daba demasiada vergüenza que alguien se enterase de que había estado en peligro y yo había hecho oídos sordos.
Aunque Sano pondría a sus detectives a buscar al mensajero, su única esperanza radicaba en que su memoria fuese mejor que la de Jimba.
– Soy el responsable de la muerte de mi hija -se lamentó Jimba, cruzando los brazos por encima de la valla y sepultando en ellos la cabeza-. Si tan sólo me hubiese tomado en serio sus temores, podría haberla salvado.
Un sollozo le estranguló la voz. Sano contuvo sus ansias de censurar al vendedor por no hacer caso de la petición de socorro de su hija y adoptó un tono tranquilizador.
– No podías saber lo que iba pasar.
Jimba alzó una cabeza abotargada de lágrimas y furia.
– ¡Qué estúpido soy! -Se golpeaba la cabeza con los puños-. ¡Me dan ganas de matarme! Adiestré y crié a esa niña. Era un ejemplar soberbio. A través de ella podría haberme unido al clan Tokugawa. Tendría que haber ido al bakufu a pedirles que averiguaran lo que iba mal en el Interior Grande y se ocuparan de mi problema. Pero no, fui incapaz de proteger mi inversión. ¡Idiota, idiota!
Sano lo dejó lamentarse sin ofrecer más muestras de simpatía. Jimba se había buscado su propia suerte, y Sano tenía sus propios problemas, y graves.
El samurái galopaba en torno al picadero. Serpenteaba entre las hileras de blancos y los alanceaba. En el aire flotaban partículas de paja. Por último, el jinete asió las riendas y detuvo al caballo junto a sus espectadores.
– Es una buena bestia -dijo-. Me la llevo.
De repente el caballo corcoveó. El jinete salió disparado por encima de su cabeza y se estrelló contra el suelo. Sus camaradas corrieron en su ayuda y los mozos aferraron las riendas. El caballo coceaba, daba tirones y trataba de morderles las manos. Jimba saltó la valla y corrió hacia su postrado cliente.
– Es que hoy el caballo está un poco asustadizo -explicó-. En cuanto conozca a su dueño, se portará bien.
«Incluso una criatura domada se rebela de vez en cuando contra una vida de disciplina», pensó Sano. Jimba había amansado el salvajismo de Harume, pero ella no se había dejado controlar del todo. Sano opinaba que el mensaje enviado a Jimba no había sido una simple artimaña. Se había labrado un enemigo que tenía el poder, la oportunidad y el temperamento para hacer daño a una concubina del sogún. De todos los sospechosos, ¿quién respondía mejor al perfil?
Bajo la faja de Sano, la carta de la dama Keisho-in ardía como una lengua de fuego. Ella regía el Interior Grande y disfrutaba del amor del sogún. Con la ayuda de sus aliados dentro del régimen Tokugawa, podía haber dispuesto con facilidad el asesinato, al igual que una intentona previa de envenenamiento y una daga arrojada por un asesino a sueldo entre la multitud.