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Con la mano en la empuñadura de su espada, Sano avanzó poco a poco hacia su casa, pegado a las hileras de barracones que rodeaban las mansiones de sus vecinos. A la luz de la luna vio dos faroles colgados de la techumbre de una puerta; sus llamas estaban apagadas. Y debajo, un fardo oscuro tirado en la calle. Desmontó, atravesado por una sensación de peligro como una corriente maligna de viento. Se acuclilló y examinó el fardo. El corazón le dio un vuelco cuando discernió los cuerpos inmóviles de dos centinelas con armadura, vivos pero inconscientes. Dejó atrás su caballo y corrió hasta la puerta siguiente, donde halló más guardias sin sentido. Sus cabezas presentaban heridas ensangrentadas causadas por algún arma contundente.

Le asaltó la alarma al recordar pasados atentados contra su vida. ¿Se trataba de una emboscada tendida por Yanagisawa, que ya había tratado de asesinarlo en muchas ocasiones, o por alguien que sabía que aquella noche iba a salir del barrio solo? La imponente fortaleza del castillo de Edo no era, como sabía por experiencia, refugio seguro para un hombre con enemigos poderosos. ¿Era un asesino el que había inutilizado a todo aquel que pudiera interferir en su ataque? Los guardias, que no esperaban una invasión en tiempos de paz, habían sido presas fáciles. ¿Le acechaba alguien en las sombras?

¿También en su propia casa, allí donde Reiko, Hirata, el cuerpo de detectives y los criados dormían ajenos al peligro? Ahogado de ansiedad, Sano corrió hasta ella. Los centinelas heridos yacían inconscientes en el portal.

– ¡Tokubei! ¡Goro! -Sano se arrodilló y los sacudió-. ¿Estáis bien? ¿Qué ha pasado?

Los hombres recobraron la conciencia entre gemidos.

– … nos pasó por encima -masculló Goro-. Lo siento…

Se puso en pie como pudo y se tambaleó mareado, sujetándose la cabeza.

– ¿Quién ha sido? -preguntó Sano.

– No lo he visto. Demasiado rápido.

El portón reforzado estaba abierto. Con la espada desenvainada, Sano se asomó al patio. No se distinguía ningún movimiento en la oscuridad. Indicó a Goro que lo siguiera, entró con cautela… y tropezó con los cuerpos inertes de sus guardias de patrulla. La puerta del recinto vallado interior estaba entornada.

– Ve a los barracones y despierta a los detectives -ordenó a Goro-. Diles que hay un intruso en la casa.

El guardia se apresuró a obedecer, y Sano se acercó al recinto. Aun consciente de que era posible que se dirigiera hacia una trampa, tenía que proteger a los suyos. No podía esperar a que llegara la ayuda. Ante él se cernía la mansión a oscuras. Subió sigiloso los escalones de madera. Hizo una pausa para escuchar a la sombra de los largos aleros de encima de la galería. En algún lugar de la colina relinchó un caballo, pero del interior de la casa no le llegó ningún sonido. Entró de puntillas por la puerta y cruzó el porche de entrada. Arma en ristre, avanzó sigilosamente por el pasillo. Al llegar a su despacho se detuvo. Todo su cuerpo se quedó inmóvil y en tensión.

La tenue luz de una lámpara extendía un resplandor amarillo por los paneles de papel de la pared. La puerta estaba cerrada. En aquel instante oyó un ruido de pasos en el interior, un cajón que se abría, el crujido del papel. Al parecer el intruso estaba registrando sus pertenencias. Sano puso dos dedos en el pestillo y empujó. El panel de madera se deslizó en silencio sobre su marco engrasado. En el hueco que albergaba el escritorio de Sano se erguía una figura ataviada con una capa negra de ceñida capucha. Estaba rebuscando en un armario, de espaldas a la puerta.

Sano irrumpió en la habitación y gritó:

– ¡Alto! ¡Date la vuelta!

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