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Ichiteru resopló con altivo desdén. Entre una neblina de deseo, Hirata recordó la declaración de Chizuru.

– Pero ¿no os sentisteis celosa cuando Harume llegó al castillo y… y… su excelencia le otorgó vuestro sitio en su, esto, alcoba?

No bien había dicho la última palabra, sintió deseos de tragársela. ¿Por qué no había dicho «afecto», o algún otro eufemismo cortés para describir las relaciones de la dama Ichiteru con el sogún? Mortificado por su falta de tacto, Hirata lamentaba que su experiencia policial no hubiese incluido nada que lo preparase para tratar asuntos íntimos con mujeres de clase alta. ¡Tendría que haber dejado que fuese Sano el que interrogase a la dama Ichiteru! Contra su propia voluntad, se imaginó una escena en los aposentos privados de Tokugawa Tsunayoshi: la dama Ichiteru en el futón, desvistiéndose, y en lugar del sogún, el propio Hirata. La excitación le enardecía la sangre.

Una sonrisa juguetona asomó a los labios de la concubina; ¿sabría lo que Hirata pensaba? Con ojos mansamente bajos, dijo:

– ¿Qué derecho tengo yo…, una simple mujer…, a opinar sobre la compañía elegida por mi señor? Y de no haberme sucedido Harume, habría sido alguna otra. -Una sombra de emoción surcó sus rasgos serenos-. Tengo veintinueve años.

– Ya comprendo. -Hirata recordó que las concubinas se retiraban pasada esa edad, para casarse, convertirse en funcionarias de palacio o regresar con sus familias. Así que Ichiteru le llevaba ocho años. De pronto las castas jovencitas a las que había sopesado como posibles esposas le parecían sosas, carentes de atractivo-. Bien, pues, esto… -dijo, intentando encontrar la línea de interrogatorio que había emprendido.

Una doncella le pasó a la dama Ichiteru un plato de cerezas secas. Cogió una y le dijo a Hirata:

– ¿Compartiréis nuestro refrigerio?

– Sí, gracias. -Agradecido por la distracción, se llevó una cereza a la boca.

Ichiteru frunció los labios y los abrió. Lentamente insertó la fruta, empujándola con la punta de un dedo. Hirata se tragó la cereza entera sin querer. Había visto a bastantes mujeres comer de aquella forma, con cuidado de que la comida no les tocase los labios y borrara el carmín. Pero, en el caso de la dama Ichiteru, parecía el colmo del erotismo. Sus dedos largos y suaves parecían diseñados para coger, acariciar, introducirse en orificios corporales… Avergonzado por sus pensamientos, dijo:

– Nos han llegado informes de que no os entendíais con la dama Harume.

– El castillo de Edo está lleno de chismosas que no tienen nada mejor que hacer que criticar a los demás -murmuró. Volvió la cara y extrajo primorosamente el hueso de la boca.

La mano de Hirata se estiró por voluntad propia. Ichiteru depositó el hueso en su palma. Estaba caliente y húmeda de su saliva. Contempló a la concubina con impotente lujuria hasta que sonó el insistente y ruidoso claqueteo de las castañuelas de madera. Levantó la vista y comprobó que el público había llenado el teatro; la obra estaba a punto de empezar. Un hombre vestido de negro se situó delante del escenario.

– El Satsuma-za les da la bienvenida al estreno de Tragedia en Shimonoseki , basada en una historia real sucedida hace poco tiempo. -Recitó los nombres del cantor, los titiriteros y los músicos, y después gritó-: Tozai! -«Escuchad.»

De detrás del cortinaje surgió una melancólica melodía de samisén. Por encima, apareció un telón de fondo con un jardín pintado. La voz incorpórea del cantor emitió una serie de lamentos y entonó:

– En el quinto mes del año dos de Genroku, en la ciudad provincial de Shimonoseki, la bella y ciega Okiku espera el regreso de su marido, un samurái que está en Edo al servicio de su señor. Su hermana Ofuji la consuela.

El público prorrumpió en vítores cuando entraron en escena dos marionetas femeninas con cabezas de madera pintada, largo pelo negro y brillantes quimonos de seda. Una tenía una bonita cara de pena; sus ojos estaban cerrados para indicar la ceguera de Okiku. Mientras la figura simulaba sollozar, la voz del cantor adoptó un falsete femenino:

– Oh, cómo echo de menos a mi querido Jimbei. Hace tanto que se fue; moriré de soledad.

Su hermana Ofuji era fea y tenía el entrecejo fruncido.

– Tienes suerte de tener un hombre tan bueno -dijo el cantor en tono más grave-. Laméntate por mí, que no tengo marido. -Después, informó al público-. En su ceguera, Okiku no ve que Ofuji está enamorada de Jimbei y que su hermana envidia su buena fortuna y la quiere mal.

Okiku entonó una triste canción de amor, acompañada del samisén, una flauta y un tambor. El público se agitó, expectante; se alzó un sonoro murmullo de conversaciones: el silencio durante las representaciones no era uno de los hábitos de los aficionados al teatro de Edo. Hirata, con el hueso de cereza aún aferrado en la mano, obligó a sus pensamientos a volver a la investigación.

– ¿Sabíais que la dama Harume iba a tatuarse? -preguntó.

– Mi relación con Harume no era lo bastante estrecha para dar lugar a confidencias. -Desde detrás de su abanico, Ichiteru honró a Hirata con una mirada que le pasó por encima como un hálito cálido-. Me han llegado unos rumores asombrosos… Decidme, si me permitís el atrevimiento… ¿En qué parte de su persona estaba el tatuaje?

Hirata tragó saliva.

– Estaba en su, esto… -titubeó. ¿De verdad desconocía la ubicación del tatuaje? ¿Era inocente?-. Estaba, eh…

Un ligerísimo asomo de regocijo curvó los labios de la dama Ichiteru.

– Encima de la entrepierna -masculló Hirata. La vergüenza lo inundó como una marea de agua hirviendo. ¿Lo había manipulado Ichiteru deliberadamente para que recurriera a un término tan grosero? Era tan provocativa y elegante a la vez… ¿Cómo iba a lograr finalizar la entrevista? Desconsolado, Hirata fijó la mirada en el escenario.

La canción de Okiku había terminado. Un bello y taimado samurái de madera entró furtivamente en escena.

– El hermano pequeño de Jimbei, Bannojo, está enamorado en secreto de Okiku y la quiere para él -narró el cantor. Bannojo hizo señas a Ofuji. A escondidas de la ciega Okiku, la pareja conspiraba; la celosa Ofuji accedió a dejar entrar en la casa al codicioso Bannojo aquella noche. La música dio un giro discordante, y murmullos de inquietud recorrieron al público. Hirata se aferró a los jirones de su integridad profesional.

– ¿Habíais estado en la habitación de la dama Harume antes de su muerte? -preguntó.

– Resultaría degradante entrar en la habitación de una simple campesina. Eso… -la mirada encubierta de Ichiteru adquirió un velo de insinuación- no se hace.

Si no había entrado en la habitación de Harume, ¿significaba que no había tenido oportunidad de envenenar la tinta? A pesar de su adiestramiento policial, Hirata era incapaz de pensar con discernimiento o de seguir la lógica del interrogatorio, porque el comentario de la dama Ichiteru lo había herido en el corazón de su inseguridad. Se sentía vulgar en su presencia; parecía que lo rechazaba, como había hecho con Harume, como si fuera indigno de que lo tuviera en cuenta. La humillación agudizó su deseo.

En escena, apareció un nuevo decorado: una alcoba, con una luna en cuarto creciente en la ventana para marcar la noche. La bella Okiku dormía mientras Ofuji dejaba entrar a Bannojo en la habitación.

Okiku despertó y se sentó.

– ¿Quién anda ahí? -El cantor confirió a su voz un tono agudo, asustado.

– Soy yo, Jimbei, que he vuelto de Edo -respondió el cantor por Bannojo, y después explicó-: Su voz se parece tanto a la de su hermano, y ella tiene tantas ganas de ver a su marido, que se cree la mentira.

La pareja entonó a dúo una canción de júbilo. Después cada uno arrancó la faja del otro. Las ropas cayeron y dejaron a la vista los grandes pechos de ella y el enhiesto órgano de él. Esa era la ventaja del teatro de marionetas: podían mostrarse escenas demasiado explícitas para los actores de verdad. El anfiteatro se llenó de vítores subidos de tono cuando Okiku y Bannojo se abrazaron. Hirata, sumamente excitado, apenas podía soportarlo. Con una gran erección, temía que la dama Ichiteru y todas las demás advirtieran su estado. Trató de adoptar un tono formal.

– ¿Habéis visto alguna vez un frasco de tinta cuadrado, negro y laqueado con el nombre de la dama Harume escrito en oro sobre la tapa?

Tragó saliva y se atragantó. Mientras Ofuji espiaba al otro lado de la puerta, Bannojo montó a Okiku. Entre la música sinuosa, los gemidos del cantor y las estentóreas exclamaciones del público, las marionetas simularon el acto sexual. Hirata no sabía dónde meterse, pero Ichiteru observaba el drama con sosegada indiferencia.

– Cuando una ve un hermoso recipiente de tinta… una da por sentado que es para escribir cartas… -Otra mirada fugaz-. Tal vez cartas de… amor.

La última palabra, pronunciada en un susurro, le provocó a Hirata un escalofrío. La dama Ichiteru se llevó la mano a la sien, como si pretendiera retirarse un mechón de pelo rebelde. Sin mirarlo, bajó la mano y dejó que la amplia manga de su quimono cayera sobre el regazo de Hirata. La ingle le palpitó al repentino contacto del pesado tejido; respiró sofocado. ¿Lo había hecho sin querer o adrede? ¿Cómo debía reaccionar?

Trató de concentrarse en el drama que seguía en escena, donde había llegado la mañana acompañada del inesperado regreso de Jimbei, el marido de Okiku. Una Ofuji triunfante lo informó de que su esposa y su hermano lo habían traicionado. Jimbei, el adusto y noble samurái, interpeló a su mujer. Okiku intentó explicar el cruel ardid del que había sido víctima, pero el honor clamaba venganza. Jimbei atravesó el pecho de su esposa de una estocada. Ofuji le suplicó que se casara con él, jurándole amor eterno, pero Jimbei salió en pos de su artero hermano.

Al abrigo de su manga, la dama Ichiteru posó su mano en el muslo de Hirata y empezó a masajearlo. Hirata notaba su roce como si fuera en la carne desnuda, cálido y suave. Resollando, esperó que el público estuviese demasiado absorto en la obra para darse cuenta. La dama Ichiteru no alteró su expresión impasible. Pero ahora él sabía que su actitud provocadora era intencionada. Había manejado el encuentro hasta llegar a ese punto.

En el mercado de la ciudad, Bannojo oyó la noticia de la muerte de Okiku, corrió a la casa y mató a la traicionera Ofuji. En ese instante, llegó Jimbei. Al compás de una música enloquecida, los gritos del cantor y los berridos de ánimo del público, los hermanos desenfundaron sus espadas y lucharon. Hirata, ajeno casi por completo a la tragedia, sintió que su excitación aumentaba cuando la mano de la dama Ichiteru trepó furtivamente hasta su entrepierna. Aquello no debería estar pasando. Estaba mal. Ella pertenecía al sogún, que haría que los mataran a los dos si llegaba a saber de aquel devaneo. Hirata sabía que debía detenerla, pero la emoción del contacto prohibido lo mantuvo inmóvil.

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