– Pero, para aquel entonces, la dama Harume ya estaba muerta -dijo Reiko. Sus esperanzas volvían a caer en picado-. A quien visteis no era el asesino que iba a envenenar la tinta. A menos que… ¿estáis completamente seguro de la fecha?
– Por una vez sí, porque se trataba de una ocasión memorable. Estaba terminando mi última lección antes de dejar el castillo de Edo y emprender mi peregrinaje, cuando sentí retortijones y salí disparado hacia el retrete. Fue al volver a la sala de música cuando lo vi en el pasillo. Aunque él no tuviera nada que ver con el asesinato, a todas luces algo raro sucede en el castillo. Tendría que haber informado del incidente, pero no lo hice. Tal vez si os cuento lo que pasó, y si vos creéis que es importante, podríais decírselo a vuestro marido para que adopte las medidas oportunas.
– ¿A quién visteis? -preguntó Reiko. A lo mejor el asesino había vuelto al lugar del crimen.
– A Shichisaburo, el actor de no .
– ¿El amante del chambelán Yanagisawa? -inquirió Reiko desconcertada-. Pero si él no es sospechoso. Incluso si hubiera conseguido entrar sin que lo vieran los centinelas, ¿no lo habrían echado los guardias de palacio?
– Dudo que nadie lo reconociera excepto yo -explicó el viejo músico-, porque iba disfrazado de jovencita, con un quimono de mujer y una larga peluca. Shichisaburo a menudo hace de mujer en el escenario; se le da bien imitar sus ademanes. Parecía una más de las habitantes del Interior Grande. Los pasillos no tienen mucha luz, y se cuidaba de llevar oculta la cara.
– Entonces ¿cómo lo reconocisteis?
El sensei Fukuzawa soltó una risilla.
– He pasado muchos años tocando acompañamientos musicales para el teatro. He visto a centenares de actores. Un hombre que finge ser mujer siempre se traiciona con menudencias que pasan desapercibidas al público. Pero yo tengo buen ojo. Ni siquiera el mejor onnogata es capaz de engañarme. En el caso de Shichisaburo, era su zancada. Dado que el cuerpo de un hombre es más denso que el de una mujer, sus pasos resultaban algo pesados para una mujer de su tamaño. Me dije de inmediato: «¡Eso es un chico, y no una mujer!»
A Reiko se le dispararon las alarmas al vislumbrar una posible explicación para aquel subterfugio. Si lo que sospechaba era cierto, ¡cuánta suerte había tenido al encontrar a un observador tan astuto como el sensei Fukuzawa! Quizá tuviera la oportunidad de demostrar su valía como detective y salvar la vida al mismo tiempo. Se impuso a su emoción para no perder la objetividad; quería asegurarse de estar en lo cierto antes de sacar conclusiones.
– ¿Cómo podéis estar seguro de que era Shichisaburo y no otro hombre, si no le visteis la cara?
– La familia de Shichisaburo es un clan antiguo y venerable de actores -respondió el sensei Fukuzawa-. Con el paso de las generaciones han desarrollado sus propias técnicas para la escena: discretos gestos e inflexiones que sólo reconocen los expertos en el drama no. He visto actuar a Shichisaburo. Cuando dobló la esquina por delante de mí, le vi levantar del suelo el dobladillo de sus ropajes al modo que inventara su abuelo, para el que tantas veces toqué.
El sensei hizo una demostración: se cogió la falda de su quimono entre el pulgar y dos dedos, con los demás recogidos en la palma.
– Era Shichisaburo, no cabe duda.
– ¿Qué hizo? -Reiko tuvo que esforzarse para que las palabras atravesaran los nervios que le atenazaban los pulmones.
– Tenía curiosidad, de modo que lo seguí a cierta distancia. Echó un vistazo para ver si alguien lo espiaba, pero no me vio; la mala vista le viene de familia, aunque a todos los educan para que actúen como si vieran perfectamente. Fue derecho a los aposentos de la dama Keisho-in. No había guardias apostados a las puertas, como en las ocasiones en que he actuado para la madre del sogún. Tampoco había nadie a la vista. Shichisaburo entró sin llamar y se quedó un rato. Yo esperé en el recodo del pasillo. Cuando salió, llevaba algo escondido en la manga. Oí un crujido de papel.
Reiko pensó en la relación de Shichisaburo con el chambelán Yanagisawa, el enemigo de su marido. Recordaba los rumores de sus intentos de asesinar a Sano, de destruir su reputación y socavar su influencia en el sogún. Sus sospechas cobraron fuerza. ¿Había sobornado Yanagisawa a los guardias de la dama Keisho-in para que abandonaran su puesto? En un torbellino de miedo e inquietud, preguntó:
– ¿Y entonces, qué?
– Shichisaburo atravesó las dependencias de las mujeres a toda prisa. A duras penas pude seguirle el paso. Entró a hurtadillas en una habitación al fondo de un corredor.
La habitación de la dama Harume, pensó Reiko. El pavor y la euforia la marearon al considerar el clima político que rodeaba el asesinato: la sucesión en peligro, los celos y rencillas de poder, los rumores sobre la dama Keisho-in. La visita clandestina de Shichisaburo urdía todos aquellos elementos del caso en un patrón que vaticinaba la catástrofe.
– Pegué el oído a la pared -prosiguió el sensei Fukuzawa-, y oí que Shichisaburo revolvía la habitación. Cuando salió, llevaba las manos vacías. Tenía la intención de salirle al paso, pero por desgracia sentí un nuevo acceso de diarrea. Shichisaburo se esfumó. Mi malestar me impidió informar de inmediato de lo que había visto, y más adelante estuve tan ocupado con el final de mis lecciones y la despedida de las damas que me olvidé del asunto por completo.
La última pieza del rompecabezas reveló el patrón con una claridad mortal. Reiko se puso en pie de un salto.
– ¿Pasa algo, mi niña? -La frente del anciano profesor de música se arrugó con la confusión-. ¿Adónde vais?
– Lo siento, sensei Fukuzawa, pero debo partir de inmediato. ¡Es una cuestión de máxima urgencia!
Reiko hizo una reverencia y se despidió apresuradamente. Voló colina abajo y saltó al interior del palanquín.
– Llevadme de vuelta al castillo de Edo -ordenó a los hombres-. ¡Y daos prisa!
No le cabía la menor duda de que Sano iba a investigar los rumores sobre la dama Keisho-in, y que iba a encontrar pruebas que los confirmaran. El honor y el deber lo moverían a acusarla de asesinato, sin pensar en las consecuencias. Reiko era la única que sabía que Sano estaba en grave peligro. Sólo ella podía salvarlo -y salvarse- del deshonor y la muerte. Debía advertirle antes de que cayera en la trampa. Pero sentada en el palanquín, desesperada por su lentitud, un nuevo temor la asaltó.
Si tenía éxito, ¿apreciaría Sano lo que había hecho o su rebeldía iba a destruir cualquier posibilidad de amor entre ellos?