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– Yo escribí esa carta; sí, lo reconozco. Pero no para Harume. Iba destinada a mi amor más querido, ¡que está aquí delante!

Aferró débilmente el brazo de Ryuko.

Era una explicación ingeniosa, que el acceso de tos de Keisho-in le había dado sin duda tiempo de pergeñar. Ryuko también se recuperó enseguida.

– Mi señora os dice la verdad -dijo-. Siempre que siente que no soy lo bastante atento, se enfada y expresa su descontento mediante cartas. A veces amenaza con matarme, aunque en realidad no lo diga en serio. Recibí esta carta hace unos meses. Como de costumbre, hicimos las paces, y se la devolví.

– Sí, sí, así es -corroboró la dama Keisho-in.

El sacerdote ya había recuperado la compostura, pero Sano captaba el miedo que subyacía a su mirada impasible.

– No hay nada en esa carta que demuestre que le fuera escrita a Harume -dijo Ryuko-. Habéis cometido un error, sosakan-sama.

– Debió… Debió de robarla de mis aposentos -farfulló Keisho-in. No era tan diestra en ocultar sus emociones como Ryuko, y su pánico se hacía evidente en las respiraciones rápidas y audibles-. Sí, eso debió de pasar.

– ¿Y por qué haría ella tal cosa? -preguntó Sano, poco convencido. Los dos lo miraban sin habla, confusos. El característico olor del miedo impregnaba la habitación. Sano sabía que procedía de él y de Hirata tanto como de Keisho-in y Ryuko. Enunció la última y fatal prueba-: Tenemos un testigo que os oyó conspirar para asesinar a Harume y a su hijo nonato para que su excelencia permaneciera como sogún el resto de su vida y no perdieseis la influencia que tenéis sobre él.

– ¡Eso es mentira! -exclamó Keisho-in-. ¡Yo nunca haría nada tan horrible, y tampoco mi queridísimo Ryuko!

– ¿Qué testigo? -preguntó Ryuko.

En ese momento, la inspiración despejó la confusión de su rostro. Apretó la mandíbula con furia.

– Fue Ichiteru, esa zorra intrigante que quiere sustituir a mi señora como madre del dictador de Japón. Lo más probable es que os mintiera porque ella misma mató a Harume. -Le lanzó a Sano una mirada furibunda-. Y vos queréis incriminarnos en el asesinato para poder controlar al sogún. Falsificasteis el supuesto diario, metisteis la carta y pagasteis al padre de Harume para que sembrara sospechas sobre mi señora.

Sano se desesperó. Esa, pues, iba a ser la defensa de Keisho-in y Ryuko contra su acusación. Sin duda al ignorante Tokugawa Tsunayoshi le parecería razonable.

– De acuerdo, Harume tuvo acceso a vuestros aposentos -reconoció Sano-, pero vos también a los suyos. ¿Envenenasteis la tinta, dama Keisho-in?

– No. ¡No! -Las palabras surgían en un susurro agudo; la dama Keisho-in palideció y se llevó las manos al pecho.

– ¿Qué sucede, mi señora? -preguntó Ryuko.

– ¿Dónde estabais entre la hora de la serpiente y el mediodía de hoy? -le preguntó Sano al sacerdote.

– En mis aposentos, meditando.

– ¿Estabais solo?

Keisho-in emitió unos gritos de dolor.

– Sí, solo. ¿Adónde queréis ir a parar? -respondió impaciente.

– Hoy han asesinado al buhonero que vendió el veneno que mató a Harume -explicó Sano.

– ¿Y tenéis la osadía de sugerir que he sido yo?

La furia de Ryuko no lograba ocultar su pánico. Unas grandes manchas de sudor oscurecían su bata; las manos le temblaban al recostar a la convulsa Keisho-in en los cojines.

– ¿Hay alguien que pueda demostrar que no estabais en el muelle Daikon esta mañana?

– Esto es absurdo. No conozco a ningún vendedor de drogas. -Ryuko acarició la frente de la dama-. ¿Qué os pasa, mi señora?

– Un ataque -chilló la dama Keisho-in-. ¡Socorro, me ha dado un ataque!

– ¡Guardias! -gritó Ryuko a los hombres apostados a la puerta-. Id a por el doctor Kitano. -Después se volvió hacia Sano con la cara lívida de furia y terror-. ¡Si muere será culpa vuestra!

Sano no creía que la anciana estuviese enferma de verdad, y no estaba dispuesto a que la farsa le impidiera considerar que Ryuko carecía de coartada para el asesinato de Choyei. La fuerza combinada de móvil y pruebas lo obligaba a traspasar una línea que había esperado no llegar a cruzar. En su interior reverberaba un mal augurio.

– No tengo más remedio que acusaros a los dos del asesinato de la dama Harume y de su hijo nonato -dijo-, y de conspiración para cometer traición contra el estado Tokugawa.

Más tarde, el sogún tendría que decidir qué era verdad y qué mentira. Hirata y Sano intercambiaron una mirada de resignación y se levantaron para partir.

– ¡Vosotros sois los criminales! -les gritó el sacerdote Ryuko mientras la dama Keisho-in jadeaba y sollozaba entre los cojines-. Habéis conspirado contra mi señora para medrar y ahora habéis puesto en peligro su salud. Pero no os saldréis con la vuestra. Cuando su excelencia se entere de esto, ya veremos quién goza de su favor… ¡y quién muere como traidor! -Se abrió la puerta y Ryuko exclamó con alivió-: ¡Por fin, el doctor!

Sin embargo, era uno de los detectives de Sano, escoltado por guardias de palacio, que le ofreció un pliego de papel.

– Siento interrumpiros, sosakan-sama, pero traigo un mensaje urgente de vuestra esposa. Insiste en que lo leáis antes de salir de aquí.

Sorprendido, Sano aceptó la misiva, preguntándose qué tendría que decirle Reiko que no pudiera esperar a que llegara a casa. Mientras Ryuko atendía frenético a la dama Keisho-in, leyó:

Honorable esposo,

Aunque me has ordenado que permanezca al margen de la investigación, he vuelto a desobedecerte. Pero te ruego que contengas tu ira y prestes atención a mis palabras.

He sabido de fuentes fidedignas que el actor Shichisaburo entró a hurtadillas en el Interior Grande disfrazado de mujer, el día después de la muerte de la dama Harume. Sacó algo de la habitación de la dama Keisho-in y lo dejó en la de Harume. En mi opinión, era una carta que implicaba a la dama Keisho-in en el asesinato. También creo que Shichisaburo robó la carta por orden del chambelán Yanagisawa y la dejó en la escena del crimen para que tú la encontraras. El chambelán debe de haberos tendido una trampa a la dama Keisho-in y a ti para que la acuses.

Por tu bien y el mío, ¡te ruego que no caigas en ella!

Reiko

Sano estaba conmocionado. Luego llegó el horror, mientras le pasaba la carta a Hirata sin decir palabra. A pesar de sus recelos anteriores sobre las aptitudes de Reiko como detective, su teoría era irrefutable. Se dio cuenta de que la dama Keisho-in era una rival más importante para el chambelán Yanagisawa que él mismo. Y la artimaña parecía muy propia de su enemigo. Explicaba por qué se había mostrado tan amable últimamente; esperaba verse muy pronto libre de Sano y de Keisho-in, su otro obstáculo en el ascenso al poder. Seguro que sus espías habían descubierto la existencia de la carta durante un registro de rutina en el Interior Grande. Le había ofrecido ayuda a Sano y se había opuesto a la maniobra de Keisho-in para obstaculizar la investigación porque quería asegurarse de que la carta saliera a la luz. La noticia del embarazo de Harume lo había emocionado porque pasaba de un simple asesinato a alta traición: un crimen cuyas consecuencias destruirían a sus rivales.

Entonces Sano cayó en que los versos ocultos del diario y el mensaje de Harume a su padre debían de referirse a alguien que no fuera Keisho-in. La dama Ichiteru había mentido. Todas las suposiciones sobre Keisho-in y Ryuko se derrumbaban sin la carta. Sano los contempló con nuevos ojos. En el sufrimiento de Keisho-in vio la angustia de una mujer falsamente acusada, y en Ryuko la desesperación de un inocente que defiende su vida. El mensaje de Reiko había llegado a tiempo para evitar que presentara cargos oficiales contra ellos, pero ¿podría reparar el daño que ya estaba hecho?

– Sosakan-sama, ¿qué vamos a hacer? -La cara de Hirata reflejaba el desaliento de Sano.

Keisho-in vomitaba en una palangana mientras Ryuko le sostenía la cabeza. Sano se arrodilló frente a ellos y les hizo una reverencia.

– Honorable dama Keisho-in, sacerdote Ryuko. Os debo una disculpa. He cometido un terrible error. -Se apresuró a referirles el contenido de la carta de Reiko, añadiendo sus propias observaciones que lo corroboraban-. Os ruego humildemente que me perdonéis.

Recobrada de la conmoción que el ataque le había producido, Keisho-in se incorporó y lo miró boquiabierta. Ryuko lo contemplaba, sacudiendo la cabeza ante aquel nuevo ultraje.

– Aiiya , un hombre tan guapo y encantador como el chambelán Yanagisawa -exclamó agitada Keisho-in-. No puedo creer que nos hiciera una cosa así.

– Creedlo, mi señora -dijo Ryuko en tono lúgubre. Él, a diferencia de su benefactora, estaba al tanto de las realidades de las intrigas políticas del bakufu, y dispuesto a aceptar la explicación de Sano.

– ¡Qué espanto! Por supuesto que os perdono, sosakan Sano.

Aunque la mirada de Ryuko no perdió su frialdad -no olvidaría con facilidad la afrenta de Sano-, asintió.

– Parece que debemos poner fin a nuestras diferencias y unirnos contra un mal mayor.

Sano dio gracias a los dioses.

– De acuerdo -dijo.

Juntos, él e Hirata, la dama Keisho-in y el sacerdote Ryuko tramaron un plan para derrocar al chambelán Yanagisawa.

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