– Nunca se lo dijiste a la policía -aventuró Sano.
El jefe de los eta se encogió de hombros con impotencia.
– Cuando Harume vio que me acercaba, gritó: «¡No, no!» Supe lo que quería decir. No podíamos permitir que nos vieran juntos y sospecharan que no éramos simples extraños que estaban por casualidad en el mismo sitio y al mismo tiempo. No podíamos permitir que la policía me preguntara lo que hacía allí o por qué quería inmiscuirme en algo que no era de mi incumbencia. Así que… -Su áspero suspiro expresaba la tragedia de un hombre al que le estaba vedado ayudar a su amada-. Me di la vuelta y me alejé. Ahora vivo con la certeza de que si hubiese informado de lo que vi, la policía podría haber atrapado a la asesina. Harume tal vez seguiría con vida -añadió con voz impasible-. Pero así son las cosas.
Sano se preguntaba cuántas veces al día luchaba por conseguir aquella aceptación imperturbable del destino.
– No puedo retroceder en el tiempo, ni cambiar el mundo. -Lo que me has contado me ayudará a poner al asesino de Harume ante la justicia -dijo Sano-. Tendrás la satisfacción de vengar su muerte de este modo.
A juzgar por el gesto de endurecimiento de la boca del eta y la desesperanza reflejada en sus ojos, Sano sabía que eso le servía de poco consuelo. Le dio las gracias y se levantó para partir.
– Os acompaño a la puerta del poblado -dijo Danzaemon.
Salieron de la casa, recogieron el caballo de Sano y atravesaron en silencio el poblado, con los lugartenientes de Danzaemon y Mura como escolta. En la puerta, el jefe de los eta hizo una reverencia de despedida. Después de un momento, Sano hizo lo mismo. Gracias a la pista que le había dado, Sano creía saber ya quién había matado a la dama Harume. Al emprender la marcha por el erial, se volvió para echarle una última mirada a Danzaemon.
Flanqueado por sus lugartenientes y por Mura, el jefe de los descastados se alzaba orgulloso ante el fétido poblado abarrotado por millares de personas, jóvenes y ancianas, que lo honraban y que dependían de él. De no ser por la desdicha de su baja cuna, ¡qué gran daimio habría sido! Era un pensamiento blasfemo, pero Sano se imaginaba con más facilidad a Danzaemon al frente de un ejército que a Tokugawa Tsunayoshi.