Una leve y tierna sonrisa curvó los labios de Danzaemon.
– Harume era pequeña y preciosa, pero dura, también. Era seis años más joven que yo, pero no tenía miedo a nada. Le enseñé a tirar piedras, pelear con palos y nadar. A ella nunca le importó que fuera eta. Éramos como hermanos. Mientras estaba con ella podía olvidarme… de todo lo demás. -Volvió hacia arriba las palmas de las manos, como si aceptara una carga, un gesto elocuente que transmitía la triste certeza que el niño tenía de su destino-. Entonces, la madre de Harume murió. Se fue a vivir con su padre. Pensé que nunca volvería a verla.
Eso era porque Danzaemon era uno de los compañeros de clase baja de los que Jimbo había separado a Harume, adivinó Sano. Mas el vendedor de caballos no había contado con el poder del destino.
– Cuando coincidimos en el cementerio, al principio parecía que no hubiera pasado el tiempo. Hablamos como hacíamos en Fukagawa. Estábamos encantados de habernos visto. -Lanzó una risilla sin humor-. Pero, por supuesto, todo había cambiado. Ella ya no era una niña, sino una bella mujer… y la concubina del sogún. Soy un adulto que tendría que haber usado la cabeza y no acercarme a ella, pero lo que sentimos el uno por el otro fue tan instantáneo, tan fuerte, tan maravilloso… Cuando dijo que tenía una habitación en una posada y me pidió que fuera con ella, me vi incapaz de rehusar.
Sano se maravillaba ante una atracción tan poderosa, que Harume y Danzaemon se habían jugado la vida para consumar su deseo. Un tabú de varios siglos derrotado por la aún más antigua fuerza del sexo.
– No fue sólo lujuria -dijo Danzaemon, que le había leído el pensamiento. Se inclinó hacia delante, su cara iluminada por el afán de que Sano lo entendiera-. Lo que encontré en Harume fue lo mismo que me había dado hacía tantos años: la oportunidad de olvidar que soy sucio e inferior, menos que humano; un objeto de asco. Cuando la tenía en mis brazos, me sentía una persona diferente. Limpio. Entero. -Apartó la vista y añadió con tristeza-: Era el único momento en el que me sentía amado.
– Tu gente te ama -señaló Sano, preguntándose si la pasión de Danzaemon había conducido a la muerte de Harume.
– No es lo mismo -dijo el jefe de los eta con una mueca de dolor-. Toda mi gente está contaminada por el mismo estigma que yo. En el fondo, entre nosotros nos despreciamos igual que nos desprecian los demás. -Su voz estaba ronca de dolor, como si arrancara de su alma los pensamientos no articulados de toda una vida. Probablemente nunca había encontrado a alguien dispuesto a escuchar o capaz de apreciar sus observaciones-. Ni siquiera mi mujer, a la que traicioné por Harume, podrá darme nunca lo que ella me dio: un amor que aplacaba el odio que me tengo.
Sano no sabía que los descastados recogieran los prejuicios de la sociedad. Ese caso le había abierto los ojos a las realidades de mundos ajenos al suyo, y a su propia participación involuntaria en la miseria humana.
Los ojos del jefe de los eta se encendieron de ira, rápidamente apagada por su formidable autocontrol.
– Sé que os resultará difícil imaginar que yo le diera algo más que problemas. Pero estaba muy sola. Su padre la vendió al sogún y estaba contento de haberse librado de ella. Las mujeres del castillo la desdeñaban por ser hija de una prostituta. No tenía a nadie que escuchara sus problemas, que se preocupara de cómo se sentía, que la amara. Excepto yo. Lo éramos todo el uno para el otro.
Sano captó en aquello un posible móvil para el asesinato.
– ¿Sabías que Harume se citaba en la posada con otro hombre?
– El caballero Miyagi. Sí, lo sabía. -La vergüenza coloreó las mejillas de Danzaemon-. Quería observar mientras Harume se daba placer. Ella se lo consintió y después lo amenazó con contarle al sogún que la había violado, a menos que pagase para tenerla callada. Lo hizo por mí; me daba todo el dinero. Yo no quería que hiciera algo tan arriesgado y degradante; no quería dinero de chantaje. Pero se sintió herida cuando traté de rechazarlo; ella ansiaba darme algo y no podía creer que su amor era suficiente. -El jefe de los eta miró a Sano con actitud defensiva-. No negaré que acepté el dinero para comprar comida y medicinas para el poblado. Si aceptar el oro mal adquirido por una mujer me convierte en un criminal, sea.
Se rió, una única nota aguda que lo decía todo sobre las humillaciones que debía afrontar cada día en su intento de mejorar la suerte de su gente. Después inclinó la cabeza, avergonzado por haber traicionado sus emociones. A la vez que se conmovía por las palabras del joven jefe de los eta, Sano veía que la dama Harume le había dado al caballero Miyagi un poderoso motivo para quererla muerta. Sano pensó en Reiko, con el daimio, y le entraron escalofríos. Se resistió al impulso de correr a ayudar a su mujer y sopesó la declaración de Danzaemon. Todo lo dicho por el eta traslucía honestidad: había amado de verdad a Harume y lamentaba sinceramente su muerte. Pero ¿había un lado oscuro de la historia?
– La dama Harume estaba embarazada -anunció Sano.
Danzaemon alzó bruscamente la cabeza. El asombro hizo palidecer la superficie de su mirada como una capa de hielo sobre aguas profundas.
– Entonces, no lo sabías -dijo Sano.
El jefe de los eta cerró un momento los ojos.
– No. No llegó a decírmelo. Pero tendría que haber sabido que podía suceder. Dioses benditos. -El horror le apagó la voz hasta reducirla a un susurro-. Nuestro hijo murió con ella.
– ¿Estás seguro de que era tuyo?
– Ella me dijo que el sogún no podía… Y el caballero Miyagi nunca la tocaba. No había nadie más que yo. Tengo dos hijos, y mi esposa… -Sano recordó a la embarazada que había visto en la otra habitación, prueba de la potencia de Danzaemon-. Supongo que es una suerte que la criatura no llegara a nacer.
Por el bien de la investigación, Sano no podía aceptar en una primera evaluación el aparentemente genuino pesar del jefe de los eta, entre cuyas habilidades de supervivencia debía contarse con toda seguridad el talento para el engaño.
– Si la criatura hubiese nacido y hubiera sido niño, el sogún lo habría proclamado heredero y nombrado a Harume su consorte. Así, habría estado en situación de darte mucho más que el dinero del chantaje al caballero Miyagi. Y tu hijo se hubiese convertido en el futuro gobernante de Japón.
– No hablaréis en serio. -La mirada de Danzaemon estaba cargada de burla-. Eso no habría sucedido nunca. Vos habéis descubierto lo mío con la dama Harume; a la larga, alguien más se habría enterado. Se habría producido un escándalo. El sogún jamás aceptaría al hijo de un eta como suyo. Lo habrían matado como a nosotros.
– ¿Por eso envenenaste a la dama Harume? ¿Para acabar con su embarazo, evitar el escándalo y salvar la vida?
Danzaemon parpadeó, como si el inesperado vuelco de la conversación lo hubiese dejado anonadado. Después, se puso en pie de un salto.
– ¡Yo no envenené a Harume! -protestó-. Ya os he dicho lo que sentía por ella. No sabía nada de la criatura. Y, de haberlo sabido, ¡antes me habría matado yo que a ellos!
– ¡Arrodíllate! -ordenó Sano.
El jefe de los eta obedeció con ojos iracundos. Sano no tenía duda sobre el hombre al que Harume había hecho voto de amor. En la expresión de derrota que asomó a su rostro, vio que Danzaemon también era consciente de ello. Tenía móvil para el asesinato de Harume, y ella había muerto tatuándose por él.
– Pensad lo que queráis -dijo Danzaemon-. Arrestadme si queréis. Arrancadme una confesión a base de torturas. Pero yo no maté a Harume. -Alzó la barbilla y se le encendieron los ojos en resuelto desafío-. Nunca podréis demostrar que lo hice.
Y en ello residía la debilidad fatal de los argumentos de Sano en contra de Danzaemon. Según los resultados de las pesquisas de los detectives, nadie había tocado el frasco de tinta en su camino desde la mansión Miyagi al castillo de Edo. En consecuencia, la tinta tenía que haber sido envenenada en uno u otro extremo de la travesía, adonde ningún eta podría llegar. Danzaemon no había podido cometer el asesinato.
– Ya sé que no envenenaste a Harume. Ahora quiero tu ayuda -dijo Sano. Danzaemon lo miró con recelo-. Has dicho que Harume hablaba contigo. ¿Te acuerdas de cualquier cosa que dijera que pudiera indicarnos quién la mató?
– Desde que me enteré de su muerte, he repasado todas las conversaciones que tuvimos en busca de respuestas. Había otra concubina que era cruel con ella, y un guardia de palacio que la importunaba.
– La dama Ichiteru y el teniente Kushida ya son sospechosos -dijo Sano-. ¿Había alguien más?
– Quien le tiró la daga.
– ¿Te habló de eso?
Los ojos de Danzaemon se oscurecieron con el recuerdo.
– Yo estaba delante cuando pasó. Acabábamos de salir de la posada. Ella siempre iba primero; yo la seguía a cierta distancia para asegurarme de que no le pasara nada. Normalmente, la escoltaba hasta el recinto del templo de Kannon de Asakusa y después seguía mi camino. Pero aquel día no soportaba dejarla marchar. La seguí hasta el mercado. Me quedé frente a un puesto de galletas del otro lado de la calle y la vi meterse en el callejón contiguo al salón de té. Me dio la espalda y se llevó la manga a la cara. -Un temblor apenas audible brotó en la voz de Danzaemon-. Yo sabía que lloraba porque me echaba de menos.
»De repente, gritó y cayó al suelo. Vi la daga clavada en la pared del salón de té. La gente empezó a chillar. Me olvidé de la farsa de que no la conocía y fui hacia ella. Entonces alguien chocó contra mí. Llevaba capa oscura y capucha. Tenía tanta prisa por alejarse que supe que había sido ella la que había tirado la daga.
Después de la emoción de descubrir que el asesino se parecía a la persona que había matado al vendedor de drogas, Sano captó con retraso el pronombre empleado por Danzaemon.
– ¿Ella? ¿Quieres decir que fue una mujer? -Choyei había descrito a su atacante como un hombre… ¿o eran imaginaciones suyas? Entonces Sano recordó la agitación del buhonero cuando le había preguntado por el aspecto del hombre. Sano lo había atribuido al miedo de morir. ¿Trataba en realidad de decirle que lo había apuñalado una mujer?-. ¿Estás seguro?
El jefe de los eta asintió con la cabeza.
– Llevaba el pelo tapado, y la capa ocultaba sus ropas. Tenía una bufanda sobre la nariz y la boca. Pero le vi el resto de la cara. Tenía las cejas afeitadas.
Al estilo de moda entre las nobles, pensó Sano. Su corazón latía desbocado con la excitación que sentía siempre que se acercaba al final exitoso de una investigación.