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– Te doy mi palabra de honor: todo es cosa del Método. Y tú que eres una verdadera estrella -respondió Gideon.

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– ¡Solo quiero que me expliques de qué va todo esto! -exclamó Orchid cuando doblaron la esquina de la Cincuenta y uno con Park.

Gideon caminaba deprisa. Había estado eludiendo sus preguntas durante todo el camino de regreso, intentando concentrarse en su siguiente movimiento, pero ella se estaba poniendo cada vez más nerviosa con sus evasivas.

Orchid avivó el paso para mantenerse a su altura.

– ¡Maldita sea! ¿Es que no piensas hablar conmigo o qué?

– Mira -contestó Gideon con un suspiro-, estoy cansado de ir por ahí soltando mentiras, especialmente a ti.

– Pues entonces ¡dime la verdad!

– Es peligroso.

Cuando cruzaron la verja de Saint Bart's Park, Gideon oyó la melodía de un blues que tocaba un músico callejero. Los débiles acordes de una guitarra llegaron hasta él por encima del ruido del tráfico. Cogió a Orchid del brazo.

– Espera un momento…

– No puedes dejarme al margen…

Gideon le dio un apretón en el brazo, y ella guardó silencio.

– Simplemente disimula y no digas nada -le susurró mientras seguía prestando atención al canturreo ronco.

In my time of dyin'

Don't want nobody to mourn

(Cuando me llegue la hora de morir

No quiero que nadie me llore)

– ¿Qué pasa? -quiso saber Orchid.

Gideon le respondió con otro apretón. Se dio la vuelta y fingió hablar por el móvil y de ese modo tener una excusa para permanecer allí, de pie y escuchando.

All I want for you to do

Is to take my body home

(Lo único que quiero que hagas

Es que lleves mi cuerpo a casa)

Gideon reconoció que se trataba de «In My Time of Dyin'», una canción de Blind Willie, y experimentó una sensación de déjà vu mientras rebuscaba en su memoria dónde había oído el mismo slide de guitarra.

«Guitarra bottleneck

Había sido en la avenida C y no se había tratado de una guitarra, sino de un mendigo que tarareaba la misma vieja canción. Acababa de salir del restaurante. Revivió la escena, con su calle oscura y el mendigo sentado en un portal, tarareando, solo tarareando.

Well, well, well so I can die easy

Well, well, well

Well, well, well so I can die easy

(Bien, bien, bien, así puedo morir tranquilo

Bien, bien, bien

Bien, bien, bien, así puedo morir tranquilo)

Escuchó con atención. Aquel tipo era bueno. Más que bueno. No se adornaba técnicamente ni era exagerado, sino que tocaba lenta y tranquilamente, tal como había que interpretar un auténtico blues del Delta. Sin embargo, a medida que escuchaba, Gideon se dio cuenta de que la letra era diferente de la versión que él conocía, una que no le resultaba familiar.

Jesus gonna make up

Jesus gonna make up

Jesus gonna make up my dyin' bed

(Jesús va a preparar

Jesús va a preparar

Jesús va a preparar mi lecho de muerte)

La revelación fue como un mazazo. Disimuló su sorpresa, cerró el móvil y, sin soltar a Orchid, la apremió hacia la marquesina del Waldorf. Tan pronto como entraron, avivó el paso, empujándola a través del vestíbulo, y dejaron atrás la gigantesca urna de flores en dirección a Peacock Alley.

– ¡Eh!, ¿qué demonios…?

Pasaron junto al maître, apartaron las cartas que les ofrecía, atravesaron el restaurante hasta la parte del fondo y cruzaron las puertas batientes que daban a las cocinas.

– ¿Adónde van? -preguntó la voz del maître por encima del ruido de platos-. ¡No pueden entrar…!

Pero Gideon ya corría hacia la parte trasera de la cocina. Empujó otra doble puerta y salió al pasillo donde estaban las grandes cámaras frigoríficas.

– ¡Vuelvan…! -oyó que decía la distante voz del maître-. ¡Que alguien llame a seguridad!

Gideon giró bruscamente, abrió otra puerta y llegó al final de una plataforma de descarga. Siguió adelante, con Orchid, furiosa, pisándole los talones, bajaron los peldaños y corrieron por el estrecho callejón que daba a la calle Cincuenta. Sin soltarla, cruzó la calle entre bocinazos, corrió dos manzanas, entró en el restaurante Four Seasons, subió al comedor con piscina y entraron en la cocina.

– ¿Otra vez? -gritó Orchid.

Corrieron entre voces y protestas y salieron a Lexington Avenue, justo enfrente de la parada del metro de la calle Cincuenta y uno. Cruzaron la calle a toda prisa y bajaron la escalera. Gideon pasó dos veces su tarjeta por el lector de acceso y llegaron al andén justo cuando llegaba un tren con destino a la parte alta de la ciudad. Los dos entraron corriendo en el vagón, y las puertas se cerraron.

– ¿Se puede saber qué diablos pasa? -protestó Orchid, recobrando el aliento.

Gideon se dejó caer en el asiento mientras su mente funcionaba a toda prisa. Había oído aquella misma voz canturreando en la Avenida C, la noche anterior, y había vuelto a escucharla hacía unos minutos, la misma versión de una canción de Blind Willie que solo se había editado en vinilo en Europa y Extremo Oriente.

«Si nosotros hemos podido encontrarlo, también puede hacerlo Nodding Crane», había dicho Garza. Al parecer ya lo había conseguido.

Respiró hondo y contempló el vagón. Sin duda era imposible que Nodding Crane los hubiera seguido hasta allí.

– Lo siento -le dijo a Orchid, cogiéndole la mano.

– Oye, empiezo a estar harta de tus excentricidades.

– Lo sé, lo sé -repuso, dándole una palmada-. No he sido justo contigo. Mira, te he metido en algo que está resultando ser mucho más peligroso de lo que había previsto. He sido un verdadero idiota. Ahora necesito que vuelvas a tu casa y no te muevas demasiado. Me pondré en contacto contigo cuando todo esto haya terminado.

– ¡Ni hablar! -gritó, haciendo que la gente se volviera para mirarlos-. ¡No vas a dejarme plantada otra vez!

– Te prometo que te llamaré. Te lo prometo.

– No me gusta que me traten como si fuera una mierda.

– Por favor, Orchid… Me gustas, de verdad, es por eso que no quiero involucrarte más. -La miró a los ojos-. Te llamaré.

– ¿Por qué no me lo dices sin más? -chilló ella mientras las lágrimas asomaban a sus ojos y le corrían por las mejillas-. Estás metido en algún tipo de lío, ¿verdad? ¿Crees que no me he dado cuenta? ¿Por qué no me dejas ayudarte? ¿Por qué insistes en apartarme de tu lado?

Gideon no se vio con ánimo de mentirle.

– Sí, estoy en un lío, pero no puedes ayudarme. Vuelve a casa. Te prometo que iré a buscarte. Esto terminará pronto, de un modo u otro. Lo siento, tengo que marcharme.

– ¡No! -Orchid se aferró a él como un náufrago a un salvavidas.

Aquello era absurdo. Tenía que alejarse de ella por su seguridad. El tren llegó a la parada de la calle Cincuenta y nueve y se detuvo con un chirrido. Las puertas se abrieron. Gideon tomó una decisión y, en el último momento, se libró de la presa de Orchid y salió corriendo. Se detuvo en el andén para pedir disculpas, pero las puertas se cerraron de golpe y, mientras el tren se alejaba, tuvo un atisbo del rostro apenado de Orchid a través de la ventanilla.

– ¡Te prometo que te llamaré! -gritó, pero era demasiado tarde. El tren había desaparecido.

47

Gideon conducía, pensativo, en el tráfico de media tarde de Jersey. Había cruzado el túnel Holland y se dirigía con el Chevrolet de alquiler hacia el norte, a través del viejo entramado de pueblos que se confundían los unos con los otros: Kearny, North Arlington, Rutherford, Lodi. Todas las calles tenían el mismo aspecto: estrechas, bulliciosas y llenas de árboles, con sus edificios de cuatro pisos, sus deslucidos escaparates y marañas de cables telefónicos colgando claustrofóbicamente de lo alto. De vez en cuando, a través de las aglomeraciones urbanas, lograba atisbar lo que había sido el centro de la ciudad, la marquesina de un cine abandonado o las vidrieras de un antiguo bar. Cincuenta o sesenta años atrás, aquellos lugares habían sido pequeños pueblos separados unos de otros, alegres y llenos de vida, rebosantes de quinceañeros con tupé. En ese momento todo aquello no era más que un fantasmal recuerdo bajo un interminable desfile de tiendas de comestibles, mercadillos, outlets y tiendas de telefonía.

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