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– ¡No, por Dios! -exclamó Orchid de repente, haciendo resonar su voz ronca de fumadora en el pequeño despacho-. ¡Qué sabemos nosotros de música clásica! -Soltó una risotada.

Conteniendo una sonrisa, Gideon entregó la partitura a Van Rensselaer y este la cogió.

– Utilizó GarageBand -explicó Gideon-. Suena de miedo, con muchas trompetas. Le he incluido un CD. Debería escucharlo. Seguro que le gusta.

Van Rensselaer hojeó la partitura.

– Seguro que alguien lo ayudó.

– No, de verdad. Ni siquiera sabíamos lo que estaba haciendo.

– ¿Y dice que ni usted ni su mujer tienen inclinaciones musicales?

– A mí me gusta Lady Gaga -contestó Orchid con una risita.

– ¿Y de dónde ha sacado Tyler su afición musical?

– No tengo ni idea -repuso Gideon-. Es adoptado, ¿sabe? Coreano.

– Coreano… -repitió Van Rensselaer.

– Sí. Algunos de nuestros amigos empezaron a adoptar a niños asiáticos y pensamos que estaría bien, ya que nosotros no podemos tener hijos. Así sería algo que tendríamos en común, ya sabe, para tener algo de que hablar. De todas maneras, la sinfonía no es lo único. También le he traído unos dibujos. Son copias, de modo que puede quedárselos.

Le entregó unas hojas. Era sorprendente lo que se podía conseguir por internet. Antes de copiarlos les había añadido una pequeña firma: «Tyler Crew».

Van Rensselaer los examinó.

– Este es nuestro perro. A Tyler le encanta. Y esa es una vieja iglesia que sacó de un libro.

– ¡Chartres! -murmuró Van Rensselaer.

– ¿Qué es? -preguntó Gideon. Le había costado Dios y ayuda encontrar lo que buscaba en la red porque tenía que ser un dibujo infantil con el toque adecuado de genio adulto.

– Son impresionantes -reconoció el director.

– Ya se lo he dicho. Tyler es especial -repitió Orchid-. Con los años que tiene y ya es mucho más listo que yo. -Sacó un chicle y se lo metió en la boca-. ¿Quiere?

Van Rensselaer no contestó. Estaba absorto en los dibujos.

– Tengo que advertirle que Tyler es un niño muy normal. No es ningún empollón estirado. Le encanta ver Padre de familia con nosotros. Se parte de risa. Le gustó especialmente el episodio en que Peter se emborracha y se baja los pantalones en el jardín cuando pasa la policía.

Orchid se echó a reír a carcajadas.

– ¡Sí, ese fue el mejor!

Padre de familia. Una expresión de horror se dibujó en el rostro de Van Rensselaer.

– Bueno, en la carpeta también hay algunos de los sonetos que Tyler ha escrito, además de otros dibujos y composiciones musicales.

– ¿Y lo ha hecho todo él?

– Yo lo ayudé con las caricaturas -dijo Gideon con orgullo paternal-, pero no entiendo mucho de literatura ni de música. Soy dueño de un bar musical, ¿entiende?, en Yonkers.

Van Rensselaer los miró de hito en hito.

– Tyler también es bueno con las matemáticas. No sé dónde diantre ha aprendido eso. Es como cuando aprendió él solo a leer, a los dos años y medio. Aquí tengo también algunas cartas de sus profesores. -Abrió la carpeta y extrajo unos sobres con cartas de distintos colegios cuyo membrete había falsificado-. Esta es de su tutor de matemáticas. Va muy por delante de lo que le corresponde por edad. Esta otra es del director. -Las cartas se deshacían en alabanzas sobre el sorprendente genio de Tyler y de paso aludían disimuladamente a su entorno familiar-. Ah, y esto es su test de inteligencia. Alguien del colegio le hizo la prueba.

Van Rensselaer examinó los resultados. Su rostro palideció, y el papel le tembló ligeramente en la mano.

– Creo que… en estas circunstancias… -empezó a decir- es posible que podamos hacer un hueco a Tyler en Throckmorton. Por supuesto, tendríamos que reunimos con él y pasar por los trámites habituales.

– ¡Estupendo! -gritó Orchid, batiendo palmas. Se había metido realmente en el papel.

– Por favor, tomen asiento -dijo el director de admisiones.

– Un momento -interrumpió Gideon mientras se sentaba-. Hay algunas cosas de las que quiero asegurarme. Primero, quiero saber si habrá otros alumnos asiáticos en su clase. No quiero que mi hijo se sienta aislado.

– Desde luego que los habrá -repuso Van Rensselaer, que había adoptado la pose del perfecto vendedor.

– ¿Cuántos? -insistió Gideon-. Y no me refiero solo a los de segundo, sino a los de grado elemental. Quiero saber el número.

– Permítame que pida el listado de alumnos. -El director llamó a recepción. La secretaria apareció al cabo de un instante con un papel. Van Rensselaer lo examinó y se lo pasó a Gideon-. Los nombres de los alumnos asiáticos están marcados con una cruz.

Gideon cogió la hoja.

– Me temo que no puede quedársela -le advirtió el director-. Somos muy estrictos protegiendo la intimidad de nuestros alumnos.

– Sí, claro, claro -respondió. Examinó la lista. Quince alumnos. Memorizó los nombres-. También he oído decir -prosiguió en tono severo, dejando la hoja sobre la mesa-, que el colegio se ha visto afectado por una grave epidemia de gripe.

– ¿De gripe? No que yo sepa.

– Es lo que me han contado. Es más, me han dicho que el siete de junio, justo antes de la ceremonia de graduación, más de dos terceras partes de los alumnos del grado elemental estaban en casa, enfermos de gripe.

– Creo que lo han informado mal -dijo Van Rensselaer, que volvió a llamar a la secretaria-. Por favor, tráigame la lista de ausencias del siete de junio de elemental.

– ¿Qué tal un café? -dijo Gideon, mirando la cafetera que había en el rincón.

– ¿Perdón? Oh, discúlpenme por no haberles ofrecido nada. Ha sido un descuido imperdonable por mi parte.

– No pasa nada. Me gusta con leche y tres de azúcar.

– Y a mí con doble de leche y cuatro de azúcar -terció Orchid.

El director se levantó y empezó a llenar las tazas personalmente. Mientras lo hacía, entró la secretaria y dejó la lista en la mesa justo cuando Van Rensselaer volvía con el café. Gideon se levantó, alargó con torpeza la mano para coger su taza y se las arregló para derramar el contenido de la suya y la de Orchid sobre la mesa del director.

– ¡Cuánto lo siento! -exclamó. Sacó un pañuelo y limpió el desastre, apartando papeles y de paso desordenando la mesa.

Todos se pusieron a limpiar frenéticamente. La secretaria llegó con una caja de toallitas de papel.

– No sabe cuánto lo siento -repetía Gideon-. No sabe cuánto lo siento.

– No es nada. Podría haberle pasado a cualquiera -dijo secamente Van Rensselaer, contemplando el desorden de papeles empapados en café, pero enseguida se repuso y añadió-: La verdad es que nos gustaría poder entrevistarnos con Tyler lo antes posible. ¿Quiere que fijemos un día ahora mismo?

– No se preocupe, yo lo llamaré -repuso Gideon-. Puede quedarse la carpeta. Se nos hace tarde y tenemos que marcharnos.

***

Minutos más tarde, estaban de nuevo en el coche, cruzando la verja de hierro. Orchid no podía parar de reír.

– Eres realmente gracioso. La cara del tío ese ha sido increíble. Cuando nos vio pensó que éramos espantosos. Conozco a los tipos como él, son los que siempre quieren que se la chupes porque a sus mujeres no les gusta recibir un…

– Vale, vale -repuso Gideon, intentando reconducir la conversación por otros derroteros-. Estaba claro que quería salvar al pobre Tyler de nuestras garras.

– Bueno, ¿y ahora puedes decirme cuál era el objetivo de esta comedia? Y, por favor, no me vengas más con el cuento ese del Método.

La lista de alumnos de segundo y la de asistencia el siete de junio se encontraban a buen recaudo en el bolsillo de Gideon y, entre las dos, sería fácil deducir qué alumno asiático había faltado a clase el día siguiente al aterrizaje de Wu en el JFK. Gideon estaba convencido de que ningún niño que estuviera en la sala de espera de un aeropuerto pasada la medianoche iría al colegio al día siguiente.

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