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– ¿Por qué no?

– Aquí, en Nueva York, tenemos un sistema particular, probablemente es único. Si el paciente no ha dejado instrucciones concretas, cuando se amputa un miembro durante una operación, tras pasar por patología, se mete en una caja y se entrega a Potter's Field para que sea enterrado.

Gideon se quedó mirándola.

– ¿Potter's Field? ¿Qué es eso?

– Es el campo de sangre donde se entierra a los indigentes. El nombre proviene de la Biblia. Así se llamaba el campo donde fue enterrado Judas.

– ¿Nueva York tiene un campo de sangre?

– Así es. Cuando una persona muere y nadie reclama sus restos o si la familia no puede darle sepultura, la ciudad los entierra en su campo de sangre. Lo mismo ocurre con los miembros de amputaciones quirúrgicas. Ahí es donde enterrarán las piernas le su amigo.

– Y… ¿dónde está ese Potter's Field?

– En Hart Island.

– ¿Hart Island? -repitió Gideon-. ¿Dónde está eso?

– Según tengo entendido, se trata de una isla deshabitada que está en el canal de Long Island.

– ¿Y las piernas de mi amigo estarán enterradas allí?

– Sin duda.

– ¿Hay alguna manera de… localizarlas?

– Sí -contestó la forense-. Después de pasar por patología, todos los cuerpos, miembros y órganos se meten en recipientes numerados y se entierran de tal manera que puedan ser exhumados si se necesitan para una investigación forense. No tiene que preocuparse. Las piernas de su amigo han recibido un entierro decente.

– Es un alivio saberlo -repuso Gideon, haciendo un esfuerzo por disimular su alegría. Aquello era una noticia increíble.

El médico le dio una palmada amistosa en el hombro.

– Bueno, espero que esto le proporcione cierto consuelo.

– Sí -repuso Gideon-. Así es, sin embargo… -Se volvió hacia la forense con ojos suplicantes-. Me gustaría tener la oportunidad de ver ese lugar. Por el duelo, ya me entiende…

A pesar de su serenidad aparente, la doctora Brown parecía desconcertada.

– Bueno, yo creía que los restos que tenemos aquí serían suficientes para eso.

– Sí, pero solo son una parte de mi amigo -contestó Gideon, con una voz que parecía a punto de quebrarse.

La forense lo pensó unos instantes.

– En algunos casos, pocos por suerte, un forense se ve obligado a exhumar restos humanos. Siempre es un engorro porque hay que rellenar un montón de papeleo y se tarda semanas; además, hace falta una orden judicial. Tiene que comprenderlo, en Hart Island no se admiten visitas de ningún tipo. Los trabajos de entierro los hacen los reclusos de Rikers Island.

– Pero cuando ustedes necesitan exhumar algo, ¿cómo saben dónde está? ¿Existe un registro?

– Me parece que los recipientes numerados se apilan por orden en fosas. Cuando una fosa está llena, ponen una señal de cemento y abren una nueva.

– ¿Cómo podría encontrar el número y la ubicación? ¿Dispone usted de esa información?

Brown cogió el expediente médico y lo examinó.

– Estos papeles tienen un número.

Gideon alargó la mano.

– ¿Puedo verlo?

Ella se lo entregó. Gideon sacó un bolígrafo y un trozo de papel y anotó: «695-998 MSH».

– Gracias, no sabe cuánto se lo agradezco.

– ¿Puedo ayudarlo en algo más? -preguntó la forense-. Si no le importa, estoy saturada de trabajo debido a una autopsia. Andamos un poco escasos de personal.

– Gracias de nuevo. Esto es todo lo que necesito, doctora. Encontraré la salida sin ayuda, no se preocupe.

– Bueno, al menos lo acompañaré hasta la sala de espera.

Gideon siguió su silueta rotunda y reconfortante a lo largo del pasillo y pasó ante la sala de autopsias, donde proseguía la actividad. Al menos había una docena de policías y agentes, mientras que el resto había salido al pasillo, donde casi bloqueaban el paso. Gideon vio que al otro lado de las puertas batientes había un grupo de periodistas que esperaban y se empujaban unos a otros.

– Ese homicidio tiene que haber sido algo serio -comentó Gideon.

– Ha sido especialmente brutal -repuso Brown secamente-. Disculpen -dijo, empujando las puertas e intentando abrirse paso entre unos cámaras particularmente agresivos.

Tan pronto corno los periodistas vieron su atuendo de forense, se abalanzaron sobre ella, con sus micrófonos y preguntas.

– Buena suerte -dijo la doctora Brown, despidiéndose de Gideon, antes de volver a entrar.

– ¡Sospechosos! -vociferó uno de los reporteros-. ¿Tienen algún sospechoso?

– ¿En qué lugar de la iglesia habían escondido el cuerpo?

Gideon intentó salir de allí mientras los periodistas seguían lanzando sus preguntas a las puertas cerradas.

– ¿Hay testigos o alguna pista?

Apartó a un individuo corpulento y se dirigió hacia la salida.

– ¿Es cierto que fue degollada, como esa víctima en Chinatown?

Gideon se detuvo bruscamente y se volvió. ¿Quién había dicho eso? Miró hacia el grupo de periodistas y agarró al reportero que tenía más cerca y que llevaba una grabadora en la mano.

– Ese asesinato… ¿alguien ha dicho que habían degollado a la víctima?

– Soy Bronwick, del Post -dijo uno de los reporteros, poniendo su micrófono bajo las narices de Gideon-. ¿Es usted uno de los testigos?

Gideon lo miró. Con sus dientes de hurón y su acento cockney tenía un aspecto chocante.

– Es posible. Pero responda primero a mi pregunta. ¿Tenía la garganta destrozada?

– En efecto. Ha sido un asesinato horrible. Encontraron el cuerpo de la chica en la iglesia de San Bartolomé, escondido entre unos bancos. Estaba casi decapitada, como ese tipo de Chinatown. Ahora dígame su nombre, señor, y su relación con el caso.

Gideon lo aferró del brazo.

– ¿Ha dicho «chica»? ¿La víctima era una mujer? ¡Dígame cómo se llamaba! -Sintió un escalofrío, y cómo una mano helada le hacía un nudo en las tripas.

– Sí, era una chica, de unos veintitantos años.

– ¿Cómo se llamaba? -Zarandeó al hombre-. ¡Necesito saber cómo se llamaba!

– Tranquilícese, hombre. Se llamaba Marilyn… -Consultó sus notas-. Marilyn Creedy. Y ahora, señor, le agradecería que me contara todo lo que sabe.

Gideon apartó al hombre de un empujón y echó a correr sin parar.

57

Amanecía sobre Central Bronx, una mancha de un amarillo sucio ascendía en el cielo por encima del Mosholu Parkway. Gideon miraba por la ventana sucia del Lexington Avenue Express sin ver nada, sin oír nada, sin sentir nada. Llevaba horas en el tren -iba desde la terminal sur de Utica Avenue, en Queens, hasta la norte de Woodlawn, en el Bronx, y vuelta a empezar-, viajando sin experimentar ninguna emoción, en el territorio gris de la mera existencia.

Habían pasado años desde la última vez que había llorado, pero se sorprendió derramando lágrimas de tristeza y de furia por su estupidez y egoísmo.

Sin embargo, en esos momentos estaba más allá de todo eso. Había cruzado la línea, y su mente, lenta pero firmemente, volvía a funcionar y empezaba a comprender algunos hechos con toda claridad: Nodding Crane había asesinado a Orchid y escondido su cuerpo para que no lo encontraran enseguida y, de ese modo, tener una vía de escape. La había asesinado por dos razones: primero, porque cabía la posibilidad de que supiera algo; pero sobre todo, y lo más importante, la había asesinado para provocarlo. Y lo había conseguido plenamente, porque para Gideon, Nodding Crane tenía que morir. No podía ser de otra manera; él había arrastrado a Orchid a una muerte trágica y se lo debía.

Y sin duda eso era precisamente lo que Crane esperaba que hiciera.

Gideon había estado planeando los detalles durante las largas horas pasadas en el tren. Lo que ambos buscaban estaba enterrado en Hart Island, y los dos irían allí a buscarlo; pero solo uno de ellos regresaría. De todas maneras, Gideon no estaba loco, así que era consciente de que debía preparar el terreno a su favor. Y ahí era donde entraba Mindy Jackson, que ya había demostrado de lo que era capaz. Ella sería su as en la manga.

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