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– Verá, estoy aquí por negocios y viajo solo -le dijo en voz baja Gideon, llevándoselo aparte.

El otro asintió levemente.

– Me gustaría disfrutar de buena compañía esta noche. ¿Es usted la persona con quien debo hablar para un asunto así?

– Hay un caballero en el hotel que se ocupa de estos asuntos -repuso el conserje en voz igualmente baja y desprovista de cualquier inflexión-. ¿Sería tan amable de acompañarme?

Gideon siguió al conserje, que cruzó el vestíbulo y lo hizo pasar a un pequeño despacho donde había otro hombre con idéntico aspecto que se levantó de la mesa.

– Por favor, siéntese.

Gideon tomó asiento mientras el conserje salía y cerraba la puerta. El caballero ocupó su lugar tras el escritorio donde había varios teléfonos y un ordenador.

– ¿Qué tipo de compañía desea?

– Bueno -repuso Gideon riendo nerviosamente y asegurándose de que los vapores del martini se esparcieran por la habitación-, un hombre que viaja solo, lejos de su familia, se siente bastante solo. ¿Sabe a qué me refiero?

– Desde luego -contestó el hombre con aire impasible y las manos entrelazadas.

– Verá… Me gustaría una rubia, caucásica, atlética, de metro ochenta. Joven pero no tan joven. Ya me entiende, veinte largos.

El otro asintió.

– También me gustaría saber si puedo contratar algo especial.

– Desde luego -dijo el hombre simplemente.

– Bien, en ese caso… -Titubeó, pero luego se lanzó y lo soltó de corrido-. Me gustan dominantes. ¿Sabe lo que es eso?

– Se puede arreglar.

– Y quiero la mejor, la más experimentada.

Otro gesto afirmativo.

– Los servicios de compañía requieren el pago por adelantado y en metálico. ¿Desea usted aprovechar nuestros servicios bancarios antes de que haga los arreglos oportunos?

– No hace falta -contestó con una risa nerviosa, dándose un golpecito en el bolsillo de la cartera y pensando que aquello iba a acabar con sus últimas reservas-. Voy bien provisto.

El hombre se levantó.

– ¿Cuándo desea que venga su acompañante?

– Lo antes posible. Me gustaría tomar una copa, cenar y estar con ella digamos que… hasta medianoche.

– Muy bien. Lo llamará a su habitación tan pronto como llegue.

33

Gideon entró en el bar y la vio sentada al final de la barra, con una copa en la mano. Le sorprendió lo atractiva que era, alta y espigada, en absoluto tan musculosa como había esperado. Por su parte, él había cambiado el traje por unos vaqueros negros de diseño, una camiseta italiana y unos Chuck Taylors. Se acercó y se sentó junto a ella.

– Disculpe, pero estoy esperando a alguien -le dijo la joven con acento australiano.

– El hombre al que está esperando soy yo. Me llamo Gideon Crew, a su servicio. -El barman se acercó-. Tomaré lo mismo que ella -le dijo Gideon.

– ¿San Pellegrino?

– ¡Caramba, no! Llévese eso y tráiganos un par de martinis.

Vio que la chica lo miraba y creyó ver en sus ojos una expresión de agradable sorpresa.

– Pensaba que iba a encontrarme con un viejo gordo.

– Pues no. No soy viejo y no estoy gordo. ¿Cómo te llamas?

Una sonrisa le iluminó el rostro.

– Gerta. ¿Cuántos años tienes?

– Más o menos los mismos que tú. ¿De dónde eres? ¿De Coomooroo, de Goomalling?

Se echó a reír.

– Menuda sorpresa. ¿Conoces Australia?

Gideon miró el reloj.

– Cojamos estas bebidas y vayamos a cenar algo al restaurante. Me estoy muriendo de hambre.

Tras encargar un Château Pétrus y algo para picar, Gideon soltó todo lo que llevaba dentro. Lo hizo lentamente, con reticencia y solo porque ella se lo pedía amablemente. Le contó a Gerta cómo había ganado una fortuna con la venta de su empresa, lo duro que había trabajado, tanto que casi no había visto crecer a su hijo; cómo su esposa se había divorciado y poco después se había matado con el niño en un accidente de coche; cuánto le había costado reconocer a su hijo en el ataúd por llevar tanto tiempo sin verlo; que allí estaba, un multimillonario tan solitario que sería capaz de dar todo lo que tenía a cambio de poder pasar tan solo una hora con su hijo, tan solo una de las muchas que había malgastado amasando dinero mientras él lo esperaba despierto todas las noches, con una linterna encendida bajo las sábanas para no estar dormido cuando papá llegara a casa. Pero no, siempre lo encontraba dormido y con la linterna casi sin pilas. Incluso sacó de la cartera la foto de un crío adorable y derramó una solitaria lágrima mientras se declaraba el millonario más triste y solo del planeta.

Gerta lo recompensó con su propia lagrimita.

Cuando entraron en la habitación, ella empezó a sacar sus cosas, pero a Gideon le pareció que lo hacía con cierta reticencia. Así pues, mientras abría su bolsa, él le dijo que nunca había conocido a nadie como ella y que lo que más deseaba era ser su amigo y charlar un poco más; que la encontraba tan inteligente y divertida que no se imaginaba haciendo aquellas cosas -cosas que lo ayudaban a olvidar, aunque solo un poco- con ella porque en esos momentos la respetaba demasiado.

Gideon le pidió que le contara sus experiencias más interesantes, y Gerta -reticente al principio, pero cada vez más entusiasmada por la fascinación que él mostraba- empezó a hablarle de su trabajo. Se sentaron en la cama, frente a frente, con las piernas cruzadas mientras Gerta le iba contando. Tras cinco o seis batallitas, llegó al meollo. Había ocurrido hacía un par de semanas, le dijo. La había contratado un tipo de una empresa australiana para un trabajito especial. Según parecía, los chinos habían robado tecnología de su empresa -¿sabía Gideon que los chinos llevaban tiempo pirateando las empresas australianas?- y quería pillar a uno de aquellos ejecutivos chinos en una situación comprometida para obligarlo a devolver lo que había robado. El precio, diez mil dólares por una noche de trabajo.

– Esperaba encontrarme con el típico gángster -explicó-, pero resultó ser un tipo menudo y nervioso. Tardó una eternidad en decirme lo que quería que hiciera -rió-, pero cuando se lanzó… ¡Un tipo de cuidado!

Gideon se rió con ella y se levantó para abrir una botella de champán del minibar. Llenó dos copas.

– Sí, fue gracioso -continuó Gerta-. Parecía un adolescente impaciente.

– ¿A qué tipo de trabajo se dedicaba? -preguntó Gideon.

– No lo sé, a mí me sonó a algo muy misterioso. Creo que tenía que ver con la electricidad. Ni siquiera mencionó que su verdadera actividad fuera robar secretos australianos.

– ¿Electricidad?

– Bueno, creo que fue eso lo que dijo. O puede que fuera «electrones» o algo así. Me dio a entender que todo iba a cambiar, que China se apoderaría del mundo entero. La verdad es que estaba muy borracho y no se le entendía demasiado.

– ¿Y a los australianos que te contrataron les fue de utilidad la información?

– Estaban más interesados en grabarlo todo en vídeo. Pensaban obligarlo a devolver la tecnología que había robado.

– ¿Qué clase de tecnología?

Gerta tomó un trago de champán.

– No me lo dijeron. Era secreto.

– ¿Y todo ocurrió en su habitación?

– Oh, sí. Nunca cojo una habitación para mí.

– ¿Te fijaste si tenía un portátil o uno de esos discos duros de bolsillo?

Gerta lo miró.

– No lo sé. Creo que no. ¿Por qué?

Gideon comprendió que estaba yendo demasiado lejos.

– Solo por curiosidad. Has dicho que era un científico. Se me ocurre que quizá tuviera en la habitación lo que había robado.

– Puede. No me fijé. Tenía el cuarto muy ordenado, todo recogido.

Gideon decidió hacer un último intento.

– ¿No dijo nada acerca de un arma secreta?

– ¿Un arma secreta? No. Habló mucho de que China dominaría el mundo, ya sabes, las típicas fanfarronadas. Es algo que oigo a menudo en boca de los ejecutivos chinos. Ellos creen que antes de veinte años nos habrán enterrado a todos.

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