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Cruzaron Lexington a toda velocidad y se acercaron a las brillantes luces que señalaban el cruce de la Ciento dieciséis con la Tercera Avenida. Justo en ese momento, el semáforo se puso en ámbar. Gideon pisó el freno de la limusina con todas sus fuerzas, era imposible que lograsen cruzar. De repente, el Navigator invadió el carril contrario, aceleró hasta ponerse a la altura del taxi y dio un brusco volantazo, golpeando con brutalidad al taxi de costado. El vehículo patinó lateralmente echando humo, invadió el cruce, chocó contra un coche que se aproximaba en dirección contraria, salió volando por el aire y fue a estrellarse contra la terraza de un asador puertorriqueño. Se oyó el espantoso sonido del metal aplastando carne. Un montón de cuerpos volaron por el aire como guiñapos y cayeron en el cruce. En su impulso final, el taxi rompió el cristal del restaurante y se detuvo entre chirridos y nubes de vapor. Un montón de pedazos de carne cayeron sobre los restos del vehículo y rodaron por la acera.

Durante una fracción de segundo se produjo un terrible silencio. Luego, el cruce se convirtió en una confusión de gritos y alaridos de la multitud que huía presa del pánico. A Gideon, que contemplaba la escena con horror, aquella gente se le antojó un montón de hormigas corriendo sobre un leño en llamas.

Había detenido la limusina junto a la acera, justo antes de la intersección; estaba corriendo hacia el accidente cuando un autobús municipal llegó rugiendo por la Tercera Avenida, a más velocidad de la permitida. Gideon se detuvo en el paso de peatones, y contempló con impotencia la escena. El conductor, al ver los cuerpos que de repente invadían la calle, clavó los frenos, pero era demasiado tarde y no pudo detener el vehículo. Las grandes ruedas pasaron por encima de varios cuerpos tendidos en el suelo, aplastándolos contra el asfalto. El conductor perdió el control. El autobús patinó entre humo y chirridos de goma quemada hasta que se empotró contra un coche aparcado al otro lado de la calle y se detuvo de costado, con el motor en llamas. La gente que iba en el interior aporreó las puertas traseras y los cristales y salió como pudo, gritando y desplomándose en la calzada, pisoteándose los unos a los otros en un intento de escapar de allí como fuera.

Gideon buscó frenéticamente el Navigator y lo localizó, detenido a media manzana, calle abajo. El todoterreno solo estuvo parado un segundo. Enseguida arrancó y salió a toda velocidad por la Ciento dieciséis, giró en la Segunda Avenida y desapareció.

Gideon cruzó la calle corriendo hacia el taxi. El coche yacía volcado y medio empotrado contra el restaurante. Había cuerpos por todas partes. Algunos se movían y otros no. El depósito estaba reventado y la gasolina corría por la cuneta hacia el autobús en llamas, que explotó con una deflagración que lo hizo saltar por los aires. Las llamas se alzaron hasta uno, dos y tres pisos de altura, arrojando un macabro resplandor sobre la escena infernal. Cientos de personas, de los edificios cercanos, habían abierto las ventanas y se asomaban. El aire parecía vibrar con los gritos, las súplicas de ayuda, los gemidos de agonía y el chisporrotear de las llamas. Gideon intentó mantener la sangre fría. Se acercó al taxi y se agachó a cuatro patas. El lado del conductor estaba destrozado, y vio que los restos del taxista formaban una masa sanguinolenta entre el retorcido amasijo del salpicadero. Se volvió para mirar en el asiento trasero, y allí estaba Wu. Con vida. Tenía los ojos muy abiertos y movía los labios. Cuando vio a Gideon, alargó una ensangrentada mano hacia él.

Gideon agarró el tirador de la portezuela y tiró con todas sus fuerzas para abrirla, pero estaba demasiado deformada por el choque. Se tendió en el suelo, metió los brazos a través de la ventanilla trasera destrozada y cogió al científico por las muñecas. Tiró de él tan suavemente como pudo hasta sacarlo a la acera. El infeliz tenía las piernas destrozadas y sangrando. Medio arrastrándolo y medio cargando con él, Gideon lo alejó del fuego, que no cesaba de extenderse. Encontró un lugar seguro a la vuelta de la esquina y lo dejó en el suelo con cuidado. Cogió el móvil para llamar al 911, pero, por encima del tumulto, oyó sirenas que se acercaban desde varias direcciones.

Era vagamente consciente de la multitud que se apiñaba a su espalda, mirones que contemplaban la escena con morbosa fascinación desde una distancia prudente.

El científico agarró bruscamente a Gideon con una mano ensangrentada, arrugándole el uniforme de chófer. La expresión de sus ojos era confusa y perdida, como si no se diera cuenta de lo que acababa de sucederle. Articuló una palabra.

– ¿Qué? -preguntó Gideon, acercándose hasta poner la oreja junto a la boca del científico.

– Roger… -susurró el chino en un inglés con marcado acento.

– Sí -repuso Gideon, pensando rápidamente-. Soy yo, Roger.

Wu dijo algo en chino y volvió a hablar en inglés.

– Anote esto. ¡Rápido! Ocho, siete, uno, cero, cinco, cero…

– ¡Un momento! -Gideon rebuscó en sus bolsillos y sacó lápiz y papel-. ¿Puede repetirlo?

Wu empezó a soltar una retahíla de números que Gideon anotó cuidadosamente. A pesar del marcado acento, su voz era débil pero precisa, puntillosa: la voz de un científico.

8710500330220140104785641560022112051971501

3510100175025033629924211400991705200900800

7004003500278100065057616384370325300005844

092060001001001001

Se detuvo.

– ¿Eso es todo? -preguntó Gideon.

Wu asintió y cerró los ojos.

– Ya sabe lo que tiene que hacer con ellos -dijo casi sin voz.

– ¡No! ¡No lo sé, dígamelo!

Pero Wu se había desmayado.

Gideon se levantó. Se sentía aturdido y estúpido. El científico le había manchado el pecho y los brazos con su sangre. Los bomberos y la policía empezaban a acordonar la zona. El autobús seguía ardiendo, lanzando nubes de una humareda acre.

– ¡Dios mío! -gritó una mujer junto a él, contemplando el restaurante-. ¡Qué horror! ¡Qué espanto!

Gideon la miró. Entonces, mientras la policía, los enfermeros y los bomberos pasaban a su lado corriendo entre el aullido de las sirenas, se levantó y, abandonando la limusina que había tomado prestada y que en esos momentos estaba encajonada entre los vehículos de auxilio, se alejó lenta y discretamente hacia la entrada del metro, a dos manzanas de distancia.

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Henriette Yveline dejó el sujetapapeles, se quitó las gafas de lectura y contempló al joven desaliñado con traje oscuro que acababa de irrumpir en la recepción de urgencias. Era un tipo atractivo -delgado, de cabello oscuro y liso y con unos ojos azules brillantes-, pero ¡en qué estado llegaba!, con los brazos, las manos y la camisa empapados de sangre, una mirada de loco y apestando a gasolina y goma quemada. Temblaba de la cabeza a los pies.

– ¿Puedo ayudarlo? -preguntó con una firmeza no desprovista de amabilidad. Le gustaba mantener en orden la sala de espera, y en el hospital Monte Sinaí, una cálida noche de un sábado de junio, eso no era tarea fácil.

– ¡Dios mío, sí por favor! -respondió atropelladamente el joven-. ¡Mi amigo! ¡Mi amigo acaba de ingresar! ¡Ha sido un accidente de coche terrible! Se llama Wu Longwei, pero se hace llamar Mark Wu.

– ¿Y usted es…?

El desconocido tragó saliva, intentando serenarse.

– Soy un buen amigo suyo. Me llamo Gideon Crew.

– Gracias, señor Crew. ¿Puedo preguntarle si se encuentra bien? ¿No está herido?

– No, no -repuso con aire distraído-. Estoy bien. Toda esta sangre no es mía.

– Lo entiendo. Un momento, por favor. -Volvió a ponerse las gafas y revisó la lista de admisiones-. En efecto, el señor Wu ingresó hace quince minutos. Los médicos lo atienden en estos momentos. ¿Desea sentarse mientras espera? -Le señaló una sala contigua, medio llena de gente, unos llorando, otros con la mirada perdida. Una familia numerosa se apelotonaba en una esquina, consolando a una mujer que sollozaba y que debía de pesar más de ciento ochenta kilos.

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