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– Al ciento veinte de Broadway oeste con Amsterdam -ordenó-. ¡Vamos!

El taxi arrancó, y Gideon contempló la multitud mientras se alejaba, pero no vio que nadie lo siguiera ni corriera en busca de otro taxi.

Miró la hora: casi medianoche. Cogió el móvil y marcó el número de Tom O'Brien.

– Tío, por fin llamas a una hora decente -respondió una voz sarcástica-. ¿Qué pasa?

– He descubierto el secreto que Wu llevaba consigo. Se trata de un material, una aleación especial. La llevaba incrustada en la pierna.

– ¡Qué ingenioso!

– Voy hacia tu casa con las radiografías. El tío tenía las piernas llenas de fragmentos de metal del accidente. Te necesito para que me ayudes a localizar cuál de las imágenes puede ser.

– Tendré que llamar a Epstein, ella es la física.

– Ya lo suponía.

– Y luego, ¿qué?

– ¿A qué te refieres?

– ¿Qué pasará cuando localicemos ese fragmento de metal?

– Pues iré al depósito, a extraerlo.

– Fantástico. ¿Y se puede saber cómo vas a conseguirlo?

– Me he identificado como el pariente más próximo de Wu. Así que están esperando que aparezca para reclamar el cuerpo. Será pan comido.

Al otro lado de la línea sonó un silbido.

– Joder, tío, menuda pieza estás hecho.

– Tú estate preparado. No tenemos tiempo que perder.

Colgó y marcó el número de Orchid. Confiaba en que ella se alegraría de saber que casi había logrado resolver el lío en que estaba metido y que podría verla, si no al día siguiente, seguramente al otro.

El móvil de Orchid estaba desconectado.

Se repantigó en su asiento con la desagradable idea de que quizá estuviera con otro cliente.

53

– Feliz Navidad a ti también -dijo O'Brien, viendo que, como siempre, Gideon entraba sin llamar.

– ¿Es este el tío del que me has hablado? -preguntó Sadie Epstein, medio sentada, medio tumbada en el sofá, molesta porque la hubieran sacado de la cama a una hora tan intempestiva. Tenía el cabello revuelto y estaba de un humor de perros porque, tal como O'Brien intuía, había esperado algo distinto cuando él la había despertado en plena noche. Había que decir que Epstein siempre estaba lista para un polvo rápido.

– Gideon, te presento a Epstein. Epstein, él es Gideon.

– O'Brien te llama Sadie -dijo este, estrechando su mano flácida.

– Todo aquel que me llama así se lleva una buena colleja -gruñó, medio adormilada-. Será mejor que tengas algo interesante entre manos.

– Lo tengo -se apresuró a confirmar O'Brien, soltando la mentira que tenía preparada-. ¿Te acuerdas de aquellos números que te di? Bien, pues ahora tenemos las radiografías de ese tío que se mató en un accidente. Había introducido algo de contrabando en el país, y había cruzado las aduanas con ese algo incrustado en una de sus piernas.

Epstein lo interrumpió con un gesto de la mano y se volvió hacia Gideon.

– Mejor me cuentas tú de qué va todo esto.

Gideon la miró. Se sentía demasiado cansado para mentir.

– Por tu seguridad es mejor que no sepas nada.

Ella hizo un gesto de impaciencia.

– Vale, ahora veamos de qué se trata.

O'Brien se frotó las manos con impaciencia. Le encantaban las intrigas.

– A ver, enséñame esas radiografías.

Gideon las sacó de debajo de su camisa y se las entregó. O'Brien despejó de trastos una mesa de luz, la encendió y las extendió. Al cabo de un momento, Epstein se levantó, se acercó y les echó un vistazo.

– ¡Puaj! -exclamó, volviendo a sentarse.

– A ver, recapitulemos -dijo O'Brien, frotándose las manos-. Ese tío llevaba algo incrustado en la pierna, un trozo de metal, y había memorizado los números de los distintos elementos de los que ese material estaba hecho. Eso es lo que Epstein cree que significan los números que nos diste, ¿verdad?

La científica asintió.

– Muy bien, o sea que ahora tenemos unas radiografías y debemos averiguar cuál de esas imágenes corresponde a lo que estamos buscando. ¿Quieres echarle otro vistazo, Epstein?

– No.

– Pero ¿por qué no? -O'Brien empezaba a irritarse.

– Porque no tengo ni idea de qué estáis buscando. ¿Se trata de una aleación, un óxido o algún otro tipo de combinación? Cada una aparecería de un modo distinto bajo los rayos X. Podría ser cualquiera.

– De acuerdo, pero ¿tú cuál crees que puede ser? Al fin y al cabo, la especialista en materia condensada eres tú.

– Si cualquiera de los dos, pedazo de mentirosos, pudiera darme una idea de lo que está pasando, quizá podría deciros algo.

O'Brien suspiró y miró a Gideon.

– ¿Se lo contamos?

Este lo pensó unos segundos y se volvió hacia Epstein.

– De acuerdo, pero se trata de información reservada que podría poner en peligro tu vida si alguien se enterara.

– Ahórrate toda esa basura de espías. No diré ni una palabra. Además, nadie me creería. Vamos, explícate.

– Los chinos llevan varios años trabajando en un proyecto secreto en sus instalaciones nucleares -empezó Gideon-. La CIA cree que se trata de un nuevo tipo de arma, pero lo que he averiguado no encaja con eso. Más bien parece que se trata de una especie de descubrimiento tecnológico que puede permitir que China domine el resto del mundo.

– Me parece difícil -objetó Epstein-, pero sigue.

– Un científico chino traía ese descubrimiento a Estados Unidos, y no para entregárnoslo, sino con otro propósito.

Epstein se había sentado y empezaba a mostrar cierto interés.

– ¿Y ese secreto es lo que ese tío llevaba incrustado en la pierna?

– Exacto -contestó Gideon-. El secreto estaba dividido en dos partes: lo que llevaba en la pierna y los números que te dimos. Supongo que ya habrás deducido que ambos van juntos y que por separado no significan nada. El científico murió en un accidente de tráfico. Lo que tenemos aquí son las radiografías que le hicieron en urgencias.

Epstein estudió las placas con renovado interés.

– Los números indican que estamos hablando de un compuesto formado por complejas combinaciones químicas o aleaciones. -Se volvió hacia O'Brien-. ¿Tienes una lente de aumento?

– Tengo una lupa -repuso este, rebuscando en un cajón. La sacó, la examinó, torció el gesto y la limpió con el faldón de su camiseta antes de entregársela.

Ella se inclinó sobre las radiografías y analizó las distintas imágenes con la lente.

– La verdad es que este pobre tío quedó hecho trizas -comentó-. No hay más que ver toda la mierda que tiene en las piernas.

– Fue un accidente muy feo -convino Gideon.

Despacio, Epstein fue pasando de una imagen a otra. Los minutos transcurrieron lentamente. Al cabo de lo que pareció una eternidad, examinó la segunda placa y después pasó a la tercera. Casi de inmediato se detuvo y se concentró en una pequeña mancha en particular. La estuvo mirando un buen rato. Luego se levantó y dejó la lupa. Estaba radiante, y su expresión había cambiado hasta tal punto que O'Brien se sobresaltó.

– ¿Qué pasa? -preguntó.

– ¡Es increíble! -jadeó ella-. Creo que ya sé qué es lo que tenemos entre manos. De repente todo cobra sentido.

– ¿El qué? -preguntaron Gideon y Tom a la vez.

Epstein sonrió abiertamente.

– ¿De verdad queréis saberlo?

– Vamos, Epstein, no te andes con juegos. -O'Brien vio que a su amiga le brillaban los ojos. Nunca la había visto tan entusiasmada.

– Solo es una suposición -les advirtió-, pero con fundamento. Es la única que encaja con los datos que me habéis dado y con esta cosa tan extraña que veo en las radiografías.

– ¿Qué es? -quiso saber O'Brien, en tono apremiante.

Ella le entregó la lupa.

– ¿Ves esto de aquí, lo que parece un pequeño trozo de alambre doblado?

O'Brien se inclinó, lupa en mano, y miró. Se trataba de un fragmento de alambre de unos nueve milímetros de longitud, de grosor medio, retorcido de forma irregular.

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