Una vez más, el pensamiento de Gideon volvió a las radiografías de las piernas de Wu. En ellas aparecían las extremidades destrozadas, llenas de fragmentos de metal y plástico del accidente. Había examinado cuidadosamente todas las manchas de la imagen. ¿Cabía la posibilidad de que se le hubiera escapado algo? ¿Podía haber sido alguno de aquellos fragmentos el objeto que perseguía? Había buscado unos planos, un microchip, un microrrecipiente; pero podría tratarse de otra cosa. Quizá era una pieza de metal.
«Una pieza de metal…»
Su amigo O'Brien le había dicho que según su amiga Epstein, una física, aquellos números parecían una fórmula metalúrgica. Eso era. ¡Eso era!
– Debe comprenderlo -dijo la señora Chung-; el doctor Wu no pensaba desertar a Estados Unidos ni nada por el estilo. Era un ciudadano chino leal a su país. Pero al mismo tiempo también era científico y se sentía obligado por un imperativo ético. Su intención era que nosotros difundiéramos su gran secreto por todo el mundo, de tal modo que nadie pudiera jamás ocultarlo. No sé si lo entiende: iba a ser un regalo, un regalo para el mundo entero de nuestra parte.
«Así pues, Mindy se equivocaba con respecto a sus motivos», pensó Gideon. Sin embargo, en esos momentos tenía preocupaciones más urgentes. Su cerebro funcionaba a toda velocidad. Las piernas de Wu estaban llenas de fragmentos de metal, y su cuerpo seguía en el depósito, esperando que él, como pariente más cercano, fuera a reclamarlo. ¡Santo Dios! Lo único que tenía que hacer era ir allí y extraer lo que andaba buscando.
Pero antes debía recuperar las radiografías y averiguar qué fragmento metálico en concreto debía extraer. Tenía que ir a ver a Tom O'Brien y a su amiga, la física.
Se dio cuenta de que la señora Chung lo observaba.
– Señor Crew -dijo ella-, ¿se da cuenta de que, cuando consiga recuperar lo que el doctor Wu nos traía, deberá entregármelo?
La miró fijamente.
– Lo comprende, ¿verdad? -insistió ella-. Es una obligación de la que no puede escapar.
La voz musical de la anciana subrayó jovialmente aquellas últimas palabras mientras lo obsequiaba con su mejor sonrisa.
51
Gideon regresó al Waldorf alrededor de las once de la noche y entró por la puerta de personal, para evitar la iglesia de San Bartolomé, donde temía que Nodding Crane pudiera estar esperándolo con su guitarra. Había estado pensando durante el viaje de regreso, y se había dado cuenta de que, desde la escalinata de la iglesia, el asesino tenía una visión despejada de sus habitaciones, así como de la entrada del hotel por la calle Cincuenta y uno. No estaba seguro de que Crane supiera que había dos habitaciones, pero prefería dar por hecho que sí. El asesino lo había localizado con precisión.
Maldiciendo su estupidez, Gideon pulsó el botón de uno de los ascensores de servicio y subió al piso donde tenía su habitación de apoyo. Una vez allí, entró sigilosamente y no encendió la luz por si Crane lo estaba observando desde el exterior. Sin embargo, también cabía la posibilidad de que lo estuviera esperando dentro. Se detuvo y aguzó el oído. Por primera vez deseó no haber perdido la pistola en el río o, como mínimo, haberle pedido otra a Garza.
Lo que más nervioso lo ponía de Nodding Crane no era que lo hubiera seguido tan fácilmente, sino lo bueno que era tocando blues. A pesar de lo que Mindy Jackson le había contado, había supuesto que Crane era una especie de asesino a sueldo chino, una caricatura salida de una película de karatecas, sin duda un experto en artes marciales, pero desconocedor de la cultura estadounidense y limitado por su condición de extranjero y por su falta de conocimiento de la ciudad. En ese momento comprendía hasta qué punto se había equivocado.
Gideon se estremeció. La habitación estaba en silencio. La quietud era absoluta. Finalmente se acercó a la cama y sacó la maleta Pelican de debajo del colchón. A la luz de la claridad que entraba por la ventana parecía que nadie la había tocado. Introdujo la combinación, la abrió y sacó el sobre de papel marrón que contenía las radiografías de Wu junto con el informe médico. Luego, cerró la maleta y volvió a guardarla. Se quitó la chaqueta, escondió el sobre bajo la camisa y se puso la americana de nuevo.
Por un momento pensó en sus propias radiografías, pero apartó aquella idea de su cabeza. Sin duda fracasaría si perdía la concentración.
Le llamó la atención un creciente ruido de sirenas en la calle. Se acercó a la ventana y miró. Algo había ocurrido en San Bartolomé. Varios coches de policía y ambulancias habían aparcado delante, bloqueando las vías de acceso a Park Avenue, y se había formado un corro de curiosos. La policía estaba acordonando la zona y obligando a la gente a dispersarse. No vio por allí a Nodding Crane con su guitarra; lo más probable era que, a la vista de toda aquella actividad, se hubiera alejado. De todos modos, no andaría muy lejos, y estaría observando. De eso estaba seguro.
Salió con sigilo de la habitación. El pasillo, brillantemente iluminado, estaba en silencio. Tenía que ir a ver a Tom O'Brien y debía hacerlo de modo que nadie lo siguiera. El truco del metro había estado bien, pero Nodding Crane podía estar preparado por si lo repetía una segunda vez. Además, estaba seguro de que el sicario le había tomado la medida con los disfraces.
Reflexionó. El Waldorf tenía cuatro salidas: una que daba a Park Avenue, otra a Lexington Avenue y dos más a la calle Cincuenta y uno. Crane podía estar vigilando cualquiera de ellas. Incluso era posible que lo hubiera visto entrar en el hotel.
¡Maldición! ¿Cómo iba a llegar a Columbia?
Se le ocurrió una idea. Paradójicamente, la multitud que se agolpaba ante San Bartolomé podía ser un buen sitio donde despistar a un perseguidor. Encontraría su oportunidad entre el gentío.
Cogió el ascensor hasta la planta baja, cruzó el vestíbulo y salió a la calle por la puerta principal.
52
Caminó a paso vivo hacia el gentío, que en esos momentos alcanzaba hasta Park Avenue, bloqueando el tráfico. Resultaba asombrosa la rapidez con la que una multitud podía congregarse en Nueva York, a cualquier hora del día o de la noche. Miró a su alrededor, pero no vio a Nodding Crane por ninguna parte. No le sorprendió; ya sabía que se enfrentaba a un asesino excepcionalmente inteligente
Se mezcló con la gente y empezó a abrirse paso. Si podía llegar al otro lado lo bastante rápido, su perseguidor -suponiendo que lo hubiera- se vería obligado a hacer lo mismo. Entonces Gideon podría desaparecer.
Cuando llegó al centro de la multitud, se oyó una exclamación colectiva. Unos paramédicos habían aparecido en la puerta de la iglesia con una camilla que empujaban por la rampa de los discapacitados. Sobre ella había una bolsa que ocultaba un cadáver. Alguien acababa de morir y, dada la numerosa presencia policial, debía de tratarse de un asesinato.
La gente se abalanzó entre susurros de curiosidad morbosa. Los paramédicos llevaron la camilla por un pasillo abierto con barricadas entre la multitud y se dirigieron hacia una ambulancia que aguardaba. La situación era ideal para él. Gideon llegó hasta la barrera, saltó por encima, atravesó corriendo el pasillo, se coló por debajo de la del lado opuesto y se perdió entre la gente. Un policía le gritó algo, pero los agentes estaban demasiado ocupados con lo que tenían entre manos y dejaron que se marchara.
Abriéndose paso a codazos entre el gentío, haciendo caso omiso de las quejas y protestas, Gideon alcanzó el extremo opuesto y echó a correr por Park Avenue. Miró por encima del hombro para ver si alguien había saltado la barrera en su persecución, pero nadie parecía haberlo hecho. Giró a la derecha, cruzó la avenida con el semáforo en rojo y allí, justo en el sitio adecuado, vio un taxi del que acababan de bajarse los pasajeros. Subió a él de un salto.