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– Por favor, dígame cómo está -pidió Gideon.

– Lo lamento, pero no puedo dar ninguna información de este tipo, señor Crew.

– Debo verlo. Es necesario que lo vea.

– En estos momentos, el señor Wu no puede ver a nadie -contestó Yveline con más firmeza-. Confíe en mí. Los médicos están haciendo todo lo que pueden. -Y añadió una frase que resultaba siempre infalible para tranquilizar a la gente-: El Monte Sinaí es uno de los mejores hospitales del mundo.

– Al menos dígame cómo se encuentra.

– Lo siento, señor, pero las normas del hospital no me permiten dar este tipo de información a nadie que no sea de la familia.

El joven la miró, perplejo.

– Pero… ¿qué significa «familia»?

– Un pariente que pueda identificarse como tal, una esposa…

– Sí, pero… No sé cómo decirlo… Mark y yo somos compañeros… No sé si me entiende…

A pesar de estar cubierto de sangre, la enfermera vio que se ruborizaba al revelar semejante intimidad. Dejó la lista.

– Le entiendo, pero se trata de una información que solo puedo facilitar a un pariente legal o a una esposa.

– ¿Legal? Por amor de Dios, sabe perfectamente que el matrimonio de personas del mismo sexo es ilegal en Nueva York.

– Lo siento, señor, las normas son las normas.

– ¿Puede decirme al menos si ha muerto? -quiso saber, alzando bruscamente la voz.

La enfermera lo miró, sobresaltada.

– Señor, por favor, tranquilícese.

– ¿Es por eso que no quiere decírmelo? No habrá muerto, ¿verdad? -exclamó gritando abiertamente.

– Verá, necesito algún documento, algo que certifique su relación…

No era la primera vez que Yveline se encontraba con un problema relacionado con los derechos de visita de gays y lesbianas. Los administradores del hospital no se decidían a solucionarlo y dejaban que fueran las enfermeras como ella quienes tuvieran que enfrentarse con el público. No era justo.

– ¿Cree que voy por ahí con su certificado de matrimonio en el bolsillo? -El joven se echó a llorar-. ¡Acabábamos de llegar de China! -Se apartó el pelo de la cara, con los ojos enrojecidos y los labios temblando.

– Veo que está muy alterado, señor, pero no podemos dar información médica a alguien que asegura ser pareja de un recién ingresado si no disponemos de algún tipo de prueba.

– ¿Prueba? -Gideon extendió las ensangrentadas manos mientras el tono de su voz subía-. ¡Aquí tiene su prueba! ¡Mire esto, es su sangre! ¡Fui yo quien lo sacó del coche!

La enfermera no encontraba palabras con las que responder. Toda la recepción los escuchaba. Incluso la mujer de los ciento ochenta kilos había dejado de llorar.

– ¡Por favor, tengo que saberlo! -gimió el joven antes de que le fallaran las piernas y se desplomara en el suelo.

Yveline pulsó el intercomunicador de emergencia y llamó a la enfermera jefe. Los presentes se quedaron mirando al joven tirado en el suelo; sin embargo, su desmayo se había debido a la emoción y ya se estaba recuperando. Se incorporó, jadeando; algunos de los que se encontraban en la sala de espera lo ayudaron a levantarse.

– Siéntenlo en una silla -dijo Yveline-. La enfermera jefe está de camino.

Entre todos cogieron al joven y lo llevaron hasta una silla junto a la pared, donde se dejó caer pesadamente, hundió el rostro entre las manos y sollozó ruidosamente.

– A ver, señorita -intervino una mujer, dirigiéndose a Yveline-. ¿Qué tiene de malo que le diga a este hombre cómo se encuentra su amigo?

En la sala se oyó un murmullo general de aprobación mientras Gideon Crew se balanceaba cabizbajo en su asiento gimiendo: «Está muerto, sé que está muerto».

Yveline hizo caso omiso del comentario y volvió a su trabajo. Le parecía una vergüenza que las normas la obligaran a comportarse de ese modo, pero no podía mostrar ninguna vacilación.

– ¿Por qué no le dice cómo está su amigo? -insistió la mujer.

– Señora -contestó Yveline-, yo no hago las normas. La información médica es estrictamente privada y confidencial.

En ese momento apareció una enfermera con aire atribulado.

– ¿Dónde está el paciente?

– Se puso muy nervioso y se desmayó -repuso Yveline, señalando al joven desplomado en la silla.

La enfermera se le acercó y le habló con suavidad.

– Hola, me llamo Rose. ¿Qué le ocurre?

El joven levantó la vista y la miró con ojos llorosos.

– ¡Ha muerto y no quiere decírmelo!

– ¿Quién?

– Mi pareja. Lo han ingresado en urgencias, pero ¡esa mujer no quiere decirme nada porque no tengo un maldito papel!

– ¿Mantienen ustedes una relación estable?

– Llevamos cinco años -repuso asintiendo-. El no tiene familia en el país. -La miró de repente, con aire suplicante-. ¡Por favor, no deje que muera solo!

– ¿Me permite? -Le tomó el pulso-. Usted está bien, solo un poco alterado. Procure respirar con normalidad mientras consulto con admisiones.

El joven hizo un gesto afirmativo mientras se esforzaba por sosegarse.

La enfermera se acercó a Yveline.

– Creo que será mejor que lo dejemos pasar. Yo asumo la responsabilidad, ¿de acuerdo?

– Gracias -respondió Yveline, que repasó su listado electrónico mientras la enfermera se marchaba-. Señor Crew… -llamó al cabo de un instante.

Gideon se levantó de un salto y se acercó al mostrador.

– Su amigo sufre heridas de consideración, pero está vivo y estable -dijo en voz baja-. Ahora, si firma aquí le autorizaré la visita.

– ¡Gracias a Dios! ¡Está vivo! -gritó.

Los de la sala de espera prorrumpieron en aplausos.

18

Gideon contempló la habitación que había reservado en el Howard Johnson Motor Lodge de la Octava Avenida. Resultaba sorprendentemente correcta y bien equipada, sin tonos anaranjados y azules chillones. Lo mejor de todo era que tenía una base para el iPod. Sacó su reproductor, sopesó el problema que tenía entre manos y seleccionó Blue in Green de Bill Evans. Las agridulces notas de «Two Lonely People» llenaron el cuarto. Apuró las últimas gotas de su quíntuple espresso y arrojó la taza a la papelera.

Permaneció sentado e inmóvil durante varios minutos en la silla del pequeño escritorio, dejando que la melancólica e introspectiva música se apoderara de él mientras se obligaba a relajar un músculo tras otro y ordenaba mentalmente los acontecimientos del día. Tan solo quince horas atrás estaba pescando truchas en el Chihuahueños, pero en esos momentos se hallaba en la habitación de un hotel de Manhattan, con veinte mil dólares en el bolsillo, una sentencia de muerte sobre su cabeza y las manos llenas de sangre de un desconocido.

Se levantó, se quitó la camisa y fue al baño a lavarse manos y brazos. Luego, salió y se puso otra limpia. Acto seguido, cubrió la cama con bolsas de plástico y extendió con cuidado la ropa de Wu que le habían quitado en urgencias y tirado a la basura. Había sudado tinta para recuperarlas. Una conmovedora historia sobre una promesa rota, un sastre de Hong Kong y un cachorro perdido lo habían logrado al fin, pero por poco.

Una vez tuvo la ropa encima de la cama, hizo lo mismo con el contenido de la cartera del científico, las monedas de sus bolsillos, el pasaporte, el bolígrafo y una antigua maquinilla de afeitar -sin hoja- en su caja de plástico: todo lo que había encontrado en sus bolsillos. No había más. Ni móvil ni Blackberry ni calculadora ni unidad de memoria flash.

Mientras se ponía a trabajar, amaneció sobre la ciudad, y las ventanas del hotel fueron cambiando de gris a amarillo mientras las calles se despertaban con el sonido de las bocinas y el tráfico.

Cuando lo tuvo todo dispuesto con geométrica precisión, contempló el conjunto con aire pensativo. Si Wu llevaba los planos de un nuevo tipo de arma, desde luego no parecía que estuvieran allí. Por otra parte, estaba claro que la lista de números que le había susurrado en la escena del accidente no podía constituir el total de los planos, porque dichos planos, incluso muy comprimidos, supondrían una cantidad de datos demasiado considerable. Tendría que haberlos almacenado digitalmente, lo cual significaba que debía buscar un microchip, un dispositivo de memoria magnético, una imagen holográfica grabada en algún formato o quizá una unidad de lectura por láser, como un CD-Rom o un DVD.

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