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– ¿Influyentes? ¿Como quién?

Lentamente, Dajkovic bajó el arma. Tenía el rostro cubierto de sudor y estaba pálido. Casi parecía enfermo. Entonces, se arrodilló bruscamente y alargó la mano para coger el cuchillo que su adversario tenía clavado en el hombro.

Gideon apartó la cabeza. Había fracasado. El soldado le rebanaría el cuello y dejaría su cuerpo abandonado en aquella montaña.

Dajkovic agarró el cuchillo por el mango y tiró con fuerza, sacándolo de la herida.

Gideon dejó escapar un grito de dolor; notó como si lo traspasara un hierro al rojo.

Sin embargo, Dajkovic no blandió la hoja para rematar la faena, sino que se quitó la camisa y utilizó el arma para hacerla jirones. Gideon, atontado por el dolor y la sorpresa, vio que el soldado le vendaba el hombro con ellos.

– Presione con fuerza -le ordenó Dajkovic.

Gideon apretó el vendaje contra la herida.

– Será mejor que lo lleve a un hospital.

Gideon asintió, respirando con fuerza y sujetando el apósito. Notó que se le empapaba de sangre. Hizo un esfuerzo por sobreponerse al dolor atroz, que era mucho peor con el cuchillo fuera de la herida. Dajkovic lo ayudó a levantarse.

– ¿Puede caminar?

– A partir de aquí es todo cuesta abajo -respondió entrecortadamente.

Dajkovic lo llevó medio a rastras medio a cuestas por la pendiente. Quince minutos más tarde estaban en el coche del veterano. Ayudó a Gideon a sentarse en el lugar del pasajero. El cuero del asiento se manchó de sangre.

– Si es de alquiler perderá el depósito -comentó Gideon.

El soldado cerró la puerta, rodeó el coche para sentarse al volante y puso en marcha el motor. Estaba pálido y su expresión era sombría.

– ¿Me cree después de todo? -quiso saber Gideon.

– Podría decirse que sí.

– ¿Qué le ha hecho cambiar de opinión?

– Es fácil -repuso Dajkovic, poniendo marcha atrás y saliendo del aparcamiento-. Cuando un hombre se da cuenta de que va a morir, solo le queda lo esencial y no se anda con tonterías. Lo he visto muchas veces en el campo de batalla y también lo he visto en sus ojos cuando creyó que iba a matarlo. Vi su odio y su desesperación y también su sinceridad. Entonces supe que estaba diciendo la verdad, lo cual significa que… -vaciló y aceleró, haciendo patinar las ruedas- Tucker me mintió y eso es algo que me enfurece.

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– ¿Qué demonios significa esto?

Tucker se levantó de golpe cuando Dajkovic entró en su estudio, empujando a Gideon Crew, esposado. El general salió de detrás de su escritorio empuñando un 45 y apuntó con él a Gideon.

Por primera vez, Gideon se encontraba cara a cara con su enemigo. En persona, Chamblee Tucker parecía mejor bebido y alimentado que en los cientos de fotografías que había estudiado a lo largo de los años. La papada le sobresalía del cuello de la camisa, sus mejillas estaban tan bien afeitadas que brillaban y llevaba el cabello pulcramente cortado. Las redes de capilares que se veían bajo su piel eran las de un bebedor. Su atuendo era el típico de Washington: corbata de seda, traje azul y zapatos de cuatrocientos dólares. El impersonal estudio hacía juego con el hombre: paneles de madera del suelo al techo, alfombras persas y títulos y honores colgando de las paredes.

– ¿Se ha vuelto loco? -exclamó Tucker-. ¡No le dije que lo trajera a mi casa! ¡Por Dios, Dajkovic, creía que era capaz de ocuparse del asunto usted solo!

– Lo he traído porque me ha contado una historia que no tiene nada que ver con lo que usted me dijo -contestó-. ¡Y que me cuelguen si no suena verosímil!

Tucker lo fulminó con la mirada.

– ¿Cree a este canalla antes que a mí?

– General, solo quiero saber de qué va todo esto. Le he cubierto las espaldas durante años, he hecho todo tipo de trabajos para usted, tanto limpios como sucios, y seguiré haciéndolos; pero mientras estaba en aquella montaña me ocurrió algo curioso: empecé a creer lo que este tipo me decía.

– ¿Qué demonios pretende decirme?

– Que empiezo a tener dudas, y cuando eso ocurre dejo de ser un soldado eficiente. ¿Quiere que me deshaga de este hombre? No hay problema. Obedeceré sus órdenes, pero quiero saber de qué va todo esto antes de meterle una bala entre los ojos.

Tucker lo miró fijamente un momento. Después, apartó la vista y se pasó la mano por la sudorosa calva. Se acercó a un reluciente aparador, lo abrió, sacó un vaso y una botella de whisky irlandés Paddy, se sirvió y lo apuró de un trago. Luego, se volvió hacia el veterano.

– ¿Alguien le ha visto entrar?

– No, señor.

Tucker miró a Gideon y después a Dajkovic.

– ¿Qué le ha contado exactamente?

– Que su padre no fue un traidor, que él no es un terrorista y que tampoco está en contacto con ninguno.

Tucker dejó el vaso con cuidado.

– Está bien, la verdad es que adorné un poco mi relato. Su padre no filtró secretos a los rusos.

– Entonces, ¿qué hizo?

– Charlie, debe recordar que estábamos en guerra, aunque la llamáramos «Guerra Fría». Y en la guerra ocurren cosas desagradables, daños colaterales, ya me entiende. Tuvimos un problema y cometimos un error. Pusimos en funcionamiento un código que tenía un fallo y, a consecuencia de ello, murieron varios agentes nuestros. Si eso se hubiera sabido, habría significado el fin de nuestra sección de criptología en un momento en que necesitábamos desesperadamente un nuevo código. Hubo que sacrificar al padre de este hombre por una causa superior. Recuerde cómo era aquello: o ellos o nosotros.

Dajkovic asintió.

– Sí, señor, lo recuerdo.

– Y veinte años más tarde, este hombre, Gideon Crew, me amenaza y me hace chantaje. Intenta arruinar todo lo que he construido, no solo mi reputación, sino también la de todo un grupo de patriotas estadounidenses. Por eso debe ser eliminado. ¿Lo entiende?

– Lo capto. No necesita adornarme la historia para conseguir que haga algo por usted. Estoy totalmente de su parte, sea lo que sea lo que necesite.

– ¿Ha quedado claro lo que debe hacer?

– Perfectamente.

Gideon no dijo nada y se limitó a esperar.

Tucker cogió la botella.

– ¿Le apetece, Charlie?

– No, gracias.

Se sirvió otro whisky y lo apuró de un trago.

– Confíe en mí. Esto es por una buena causa. Se hará acreedor a mi eterna gratitud. Sáquelo de la casa por el garaje y asegúrese de que nadie los ve.

Dajkovic asintió y dio un leve empujón a Gideon. Cruzaron el vestíbulo principal y se dirigieron hacia la cocina, cuya puerta trasera daba al garaje.

Gideon cogió el picaporte con su mano esposada y se dio cuenta de que estaba cerrada. En ese instante vio un rápido movimiento por el rabillo del ojo y comprendió en el acto lo que ocurría. Se lanzó de lado, contra el hombro de Dajkovic justo cuando Tucker disparaba, pero aun así la bala alcanzó al sargento en la espalda, lanzándolo contra la puerta cerrada. Soltó la pistola y se derrumbó en el suelo con un gruñido.

Gideon se dio la vuelta rápidamente y vio un instante a Tucker, de pie en la entrada de la cocina, con las piernas separadas. Esta vez lo apuntaba a él. Disparó el arma, pero la bala se estrelló en el suelo de terrazo mexicano, a escasos centímetros de su cara. Se levantó de un salto e hizo amago de lanzarse contra el general.

El tercer disparo se produjo justo cuando hacía un giro de noventa grados, se lanzaba hacia Dajkovic y cogía el 45 que este había dejado caer. Se volvió con el arma en la mano justo cuando un cuarto disparo pasaba silbando junto a su cabeza. Levantó el 45, pero Tucker se había escabullido por la puerta de la cocina.

Sin perder tiempo, Gideon agarró a Dajkovic por la camisa y lo empujó hasta ponerlo a salvo detrás de la lavadora. ¿Qué iba a hacer Tucker? No podía dejar que escaparan con vida ni llamar a la policía, pero tampoco podía huir.

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