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Todos los días, sin excepción, Nodding Crane realizaba aquel amargo repaso de su pasado mientras contemplaba la fotografía de su lejano hogar. Era su manera de meditar. Se levantó, realizó una larga serie de ejercicios respiratorios y, a continuación, en absoluto silencio, llevó a cabo los veintinueve pasos del ritual del kata de la Guillotina Voladora. Cuando acabó, volvió a sentarse en la esterilla, respirando apenas un poco más fuerte.

Gideon Crew casi había alcanzado su objetivo. Crane estaba seguro de que no tardaría en conducirlo a lo que buscaba. A medida que se fuera acercando a su propósito, Crew se pondría nervioso y se precipitaría. Así pues, había llegado el momento de que hiciera su finta y le lanzara una estocada imprevista al costado; la chica le serviría perfectamente para su propósito.

«No des tregua a tu enemigo -había escrito Sun Tzu-. Atácale cuando no esté preparado. Aparece donde no te espere.»

Desde aquella noche, en la meseta del Pamir, muchos años atrás, Nodding Crane no había vuelto a sonreír. Sin embargo, sentía una agradable sensación de calor en su interior, por la satisfacción de la violencia empleada y por la agradable expectación de la violencia que estaba por llegar.

Metió la mano entre los pliegues del futón y sacó un pequeño maletín de duro plástico balístico, que estaba escondido en el relleno del colchón. Desarmó el artefacto explosivo que lo protegía y lo abrió. Dentro había seis teléfonos móviles; pasaportes estadounidenses, chinos, suizos y británicos; varios miles de dólares en distintas monedas, una Glock 19 con silenciador, y un pañuelo de seda bordado con una delicada filigrana.

Lo cogió con cuidado, amorosamente. Había pertenecido a su madre. Se lo puso encima de las rodillas; luego, metió la mano en el bolsillo de la gabardina y sacó su juego de uñetas, para los cuatro dedos y el pulgar. Estaban llenos de sangre y tejidos y habían perdido su brillo característico.

Cogió una de las botellas de agua, la abrió y humedeció un trozo de papel de cocina. Acto seguido, ordenó las uñetas ante él, una a una. Tiempo atrás las había bautizado con los nombres de antiguas deidades, y en ese momento, mientras las limpiaba, repasó la personalidad de cada una de ellas. La del meñique: Ao Guang, el dragón del mar de Oriente, que una vez había desatado el caos en el mundo pecador; la del anular: Fei Lian, Cortina Voladora, el dios del viento; la del corazón: Zhu Rong, dios del fuego; la del índice: Ji Yushyu Xuan, dios de la infinita negrura exterior; y la maestra de todas ellas, la del pulgar: Lei Gong, duque del trueno, encargado de castigar a todos los mortales que se apartaban del camino recto.

Solía utilizar la uñeta del pulgar para sujetar la tráquea de sus víctimas, y las otras para seccionar. La primera estaba particularmente sucia y necesitó un segundo repaso con agua para que quedara impoluta.

Por fin las uñetas volvieron a brillar, con su equilibrio nuevamente restaurado por los amorosos cuidados. Tenían que descansar y prepararse para nuevos trabajos.

Las envolvió con mucho cuidado en el pañuelo de su madre y las guardó en su pequeña caja de madera. Acto seguido, se tumbó en el futón y cayó profundamente dormido, rodeado por los inquietos sonidos del Hormiguero.

56

– ¿Dónde están las piernas?

Gideon raras veces perdía el control, pero esa era una de ellas. El ayudante entró corriendo.

– ¡Tranquilo, hombre!

– ¡Nadie me ha avisado de esto! ¡Nadie me ha pedido permiso!

– Oiga, deje de gritar.

– ¡Váyase a la mierda! ¡No pienso dejar de gritar!

Su voz resonó por los pasillos desnudos, y se oyó ruido de pasos corriendo.

– No puede gritar aquí dentro -le advirtió el ayudante-. Si no se tranquiliza no tendré más remedio que llamar a seguridad.

– ¡Adelante, llame a seguridad! ¡Llámelos y pregúnteles quién ha robado las piernas de mi amante! -A pesar de su indignación debía ajustarse a su personaje.

Por las puertas dobles entró otro auxiliar, seguido de un agente de seguridad. Gideon se volvió hacia ellos.

– ¡Quiero saber dónde están las piernas de Mark!

– Disculpe -dijo un hombre, abriéndose paso entre el grupo estupefacto, demostrando calma ante el pánico y aire de autoridad. Se acercó a Gideon-. Soy médico forense, y tiene usted que tranquilizarse. -Se volvió hacia uno de los ayudantes y le dijo-: Vaya a buscar el expediente del fallecido.

– ¡No necesito el expediente de Mark! -protestó Gideon-. ¡Lo que necesito son sus piernas!

– Ese expediente nos dirá qué ha sido de sus piernas -contestó el forense, apoyando una mano en el brazo de Gideon-. ¿Lo entiende? Vamos a averiguar qué les ha pasado, aunque sospecho que… -titubeó un momento antes de proseguir- que se las han amputado.

La palabra «amputado» flotó en el aire como una miasma.

– Pero… -Gideon se interrumpió y comprendió que seguramente eso era lo que había ocurrido. Las piernas de Mark Wu habían quedado destrozadas en el accidente, por lo que era imposible recuperarlas, así que habían tenido que amputárselas para salvarle la vida. Se maldijo por no haber pensado en ello nada más ver las radiografías.

El ayudante regresó acompañado de la recepcionista, que llevaba en la mano una carpeta. El forense la cogió, sacó un papel, le echó una ojeada y se lo entregó a Gideon.

El parte clínico informaba que a Wu le habían amputado ambas piernas horas después de haber ingresado en el hospital, seguramente tras hacerle las radiografías. Gideon miró la fecha. Hacía casi una semana. Ahora las había perdido para siempre. Tragó saliva. La noticia resultaba tan desconcertante que durante unos instantes se quedó sin palabras.

– Creo que la situación vuelve a normalizarse -dijo el forense, dirigiéndose al grupo, que empezó a dispersarse.

Gideon logró al fin recobrar la voz.

– ¿Qué… qué ha sido de las piernas?

El forense seguía sosteniéndolo amablemente del brazo.

– Seguro que fueron a parar al fondo de desechos médicos y habrán sido eliminadas.

– ¿Qué es eso del «fondo de desechos médicos»? ¿Se trata de un depósito de órganos o algo así?

– No. Los órganos se eliminan mediante incineración.

– Ah… -Gideon tragó saliva-. ¿Y cuánto tiempo pasa hasta que un órgano se incinera?

– Como comprenderá, poco. De verdad, lo siento, pero las piernas ya no están. Sé que debe de haber sido un golpe muy duro, pero… en fin, su amigo está muerto. -Señaló el cuerpo-. Lo que ve aquí no es más que una cáscara vacía. Su amigo se ha ido a otro lugar y seguro que allí no echará de menos las piernas. Al menos, eso es lo que yo creo, si me permite decírselo.

– Desde luego, no importa. Es solo que… -Gideon calló. Se resistía a creer que todo hubiera terminado. Había fracasado.

– Lo lamento de verdad -dijo el médico.

Gideon asintió.

– ¿Puedo ayudarlo en alguna otra cosa?

– No, gracias -contestó Gideon, en tono fatigado-. Ya he acabado con lo que tenía que hacer aquí.

Cerró la cremallera de la bolsa y se preguntó qué diría Eli Glinn de todo aquello.

Cuando se dieron la vuelta, Gideon se fijó por primera vez en una mujer afroamericana muy gorda e imponente, que estaba de pie en el umbral, vestida con una bata quirúrgica y con la mascarilla bajada.

– Soy la doctora Brown, una de las forenses -dijo, mirando a Gideon-. Lo siento, pero no he podido evitar oírlo.

El otro médico la saludó y se hizo un breve silencio hasta que la doctora Brown habló de nuevo, con gran dulzura.

– ¿Cómo ha dicho que se llamaba, señor?

– Gideon Crew.

– Bien, señor Crew, tengo cierta información que quizá le sea de algún consuelo.

Gideon se preparó para oír una nueva declaración de creencias religiosas.

– El señor Correlli, aquí presente, está en lo cierto al decir que los miembros amputados quirúrgicamente suelen ir a parar al fondo de desechos médicos; pero, en este caso, puede que no haya sido así.

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