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– ¿Cosas?

– Ese tío lleva una maleta llena de disfraces y otra que es una de esas maletas rígidas, con muchos cierres. No tengo ni idea de qué contiene, porque la vigila constantemente.

– ¿Una maleta rígida, en la habitación?

– Sí, de plástico moldeado. La guarda en el departamento de equipajes del Waldorf.

Orchid siguió parloteando despreocupadamente. Cuando Nodding Crane le hubo sonsacado toda la información que consideraba importante y que podía necesitar, cambió de conversación.

– Has dado a entender que te había parecido que yo iba disfrazado, ¿a qué te referías?

– Vamos, hombre, mírate -le dijo, riendo-. Sé quién eres en realidad.

Nodding Crane miró el reloj y se levantó.

– Es casi la hora de las vísperas en San Bartolomé.

– ¿Cómo? ¿Vas a ir a la iglesia?

– Voy a escuchar música. Me gusta mucho el canto gregoriano.

– Ah.

– ¿Te gustaría acompañarme?

Orchid titubeó.

– Bueno, yo… Está bien, pero no pienses que esto es una cita, ¿vale?

– Claro que no. Me limitaré a disfrutar de tu compañía, como amigos.

***

Momentos después habían entrado en el templo. Las puertas estaban abiertas, pero no había nadie y, con la penumbra del atardecer, el interior estaba sumido en sombras.

– ¿Y la música? -preguntó Orchid-. Parece que no hay nadie.

– Todavía es pronto -contestó Nodding Crane, cogiéndola del brazo y llevándola por el pasillo hasta la zona más oscura de los bancos situados ante el coro-. Aquí tendremos un buen asiento.

– Vale. -Su voz sonaba dubitativa.

Nodding Crane había mantenido todo el rato la mano derecha en el bolsillo de la gabardina. Seguía llevando puestas las uñetas. Cuando entraron en el oscuro presbiterio, sacó la mano.

– Oigo el tintineo de tus uñetas -comentó Orchid.

– Sí -respondió él-, siempre estoy oyendo música, el blues. Levantó la mano, moviendo los dedos ante el rostro de ella. Las púas metálicas centellearon en la penumbra mientras Nodding Crane empezaba a canturrear:

In my time of dyin'

Don't want nobody to mourn

All I want for you to do

Is to take my body home

(Cuando me llegue la hora de morir

No quiero que nadie me llore

Lo único que quiero que hagas

Es que lleves mi cuerpo a casa)

50

Gideon salió del centro, pero en lugar de volver a su coche, cruzó el césped hacia la casa del guarda de la mansión, que habían reconvertido en una pequeña vivienda privada. Un sexto sentido, y el pulcro camino de acceso hecho de ladrillo, las macetas con flores a ambos lados de la puerta, las puntillas de las cortinas y los ornamentos que se veían a través de las ventanas, le decían que se trataba del hogar de una mujer mayor y cuidadosa.

Se acercó con aire despreocupado, pero antes de que alcanzara la puerta, dos asiáticos vestidos de negro aparecieron ante él, como surgidos de la nada.

– ¿Podemos ayudarlo en algo? -preguntó uno de ellos al tiempo que le cerraban el paso. Su tono era educado, pero firme.

Gideon ni siquiera sabía cómo se llamaba la abuela del niño.

– Me gustaría ver a la madre de Biyu Liang.

– Disculpe, pero ¿tiene cita con la señora Chung?

Le agradó saber que, al menos, había acertado con la casa.

– No, pero soy el padre de un niño que este curso empezará en Throckmorton y…

Ni siquiera lo dejaron continuar. Con extrema educación pero también con la mayor firmeza, lo cogieron por los brazos y le obligaron a dar media vuelta.

– Sea tan amable de venir con nosotros.

– Sí, pero el nieto de la señora irá a clase con mi hijo y…

– Venga con nosotros.

Gideon se dio cuenta de que no lo llevaban a su coche, sino hacia una puerta de hierro situada en un costado de la mansión, y en su mente afloró un desagradable recuerdo: el de despertarse en un hotel de Hong Kong rodeado de agentes chinos.

– ¡Eh! ¡Esperen un momento! -protestó, clavando los talones en el suelo, pero sus escoltas se limitaron a sujetarlo con más fuerza y arrastrarlo hacia la puerta.

Una voz sonó en el interior de la casa, y los dos guardaespaldas se detuvieron. Gideon volvió la cabeza y vio a una mujer china de avanzada edad que desde el portal hacía un gesto a los dos hombres con su mano marchita y les decía algo en mandarín.

Al cabo de un momento, ambos guardias lo soltaron y se hicieron a un lado.

– Venga -le dijo la mujer-. Entre.

Gideon no lo pensó dos veces. Ella lo hizo pasar y lo acompañó al salón.

– Por favor, siéntese. ¿Le apetece un té?

– Sí, por favor -respondió Gideon, masajeándose los antebrazos por donde lo habían agarrado.

Un sirviente apareció en el salón y se retiró tras recibir unas breves instrucciones de la señora Chung.

– Disculpe a mis vigilantes -se disculpó esta, volviéndose hacia Gideon-. En estos momentos, mi vida está rodeada de peligro.

– ¿Por qué? ¿Qué ocurre?

Por toda respuesta, la mujer se limitó a sonreír. El sirviente regresó con una tetera de hierro colado y dos pequeñas tazas de porcelana china. Gideon estudió a su anfitriona mientras esta servía el té. Ciertamente era la misma mujer que aparecía en el vídeo del aeropuerto. Al pensar en el camino largo y tortuoso que lo había llevado hasta allí, no pudo evitar sentirse impresionado por su presencia. Sin embargo, vista en persona, parecía muy diferente. Irradiaba una especie de energía vital que la imagen granulosa del vídeo no había podido captar. Tuvo la sensación de que nunca se había encontrado ante una persona mayor tan despierta y vigorosa. Era como un pájaro, vivaz, rápida y alegre.

Le entregó una de las tazas y, arrellanándose en su asiento, entrelazó los dedos y lo miró con tanta intensidad que Gideon estuvo a punto de ruborizarse.

– Veo que hay algo que desea preguntarme -le dijo.

Gideon no respondió de inmediato. Su mente trabajaba a toda velocidad. Había inventado varias historias falsas, para sonsacarle la información, pero sentado ante ella, cara a cara, comprendió que no era de esas personas que se dejan engañar. Por nada. Todas sus ocurrencias, maquinaciones y estratagemas habían quedado hechas añicos. Intentó pensar en una historia mejor, en una concatenación de mentiras y medias verdades más eficaz, pero comprendió que se trataría de un esfuerzo inútil.

– Dígame simplemente la verdad -le dijo ella, como si le hubiera leído el pensamiento.

– Yo… -No pudo seguir. Si le decía la verdad, todo estaría perdido. Se ruborizó, azorado.

– Está bien -dijo ella-. Deje entonces que sea yo quien haga las preguntas.

– Sí, será mejor, gracias -repuso con alivio.

– ¿Cómo se llama?

– Gideon Crew.

– ¿De dónde es y a qué se dedica?

Vaciló, buscando nuevamente una mentira verosímil, pero por primera vez en su vida no se le ocurrió ninguna.

– Vivo en Nuevo México y trabajo en el Laboratorio Nacional de Los Álamos.

– ¿Dónde nació?

– En Claremont, California.

– ¿Y sus padres?

– Mis padres eran Melvin y Doris Crew. Ambos han muerto.

– ¿Y por qué razón está aquí?

– Mi hijo, Tyler, irá el próximo curso a la clase de Jie, en Throckmorton, y…

Ella levantó las manos y lo interrumpió.

– Lo siento -dijo tranquilamente-, pero creo que usted es un mentiroso profesional que acaba de quedarse sin mentiras que decir.

Gideon no supo qué contestar.

– Así pues -prosiguió la anciana-, ¿por qué no prueba con la verdad, para variar? Es posible que así consiga lo que desea.

Se sentía arrinconado por aquella mujer. No tenía escapatoria. ¿Cómo era posible que se hubiera dejado atrapar de ese modo?

La anciana seguía esperando, con las manos sobre el regazo, sonriendo.

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