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Gideon se volvió y lo siguió a través de otra puerta y por otro pasillo hasta que finalmente entraron en una sala alargada con grandes cajones metálicos a ambos lados. El logotipo de una empresa -SO-LOW, Inc.- los identificaba. Las neveras.

El ayudante consultó sus papeles moviendo los labios silenciosamente. A continuación, miró las hileras de cajones hasta que localizó el que buscaba. Lo abrió con una llave que llevaba sujeta al cinto con una cadena de seguridad y tiró de él. Apareció una plataforma con una bolsa mortuoria cerrada hasta arriba. Gideon notó en la nariz el cosquilleo del olor acre del formol, que apenas lograba disimular el hedor del cadáver.

– ¿Está usted seguro de que se trata de Mark Wu? -preguntó Gideon, sintiéndose inexplicablemente nervioso.

– Eso dice aquí -contestó el ayudante, comprobando el número de referencia de la bolsa con el que figuraba en sus papeles.

Gideon palpó el mango de plástico del cúter que llevaba en el bolsillo. A pesar del frío que hacía en el depósito, lo notó resbaladizo porque tenía la palma de la mano sudorosa. Le esperaba un rato desagradable. Tragó saliva y se armó de valor.

– Me gustaría estar un momento a solas con él -dijo, terminando su petición con un fingido sollozo que sonó más parecido a un ataque de hipo.

El hombre asintió. Parecía aún menos dispuesto que Gideon a quedarse.

– ¿Cinco minutos?

– ¿Podrían ser diez?

Otro gruñido de asentimiento.

– Le esperaré en el pasillo.

– Gracias.

El hombre salió, y la puerta se cerró tras él. Los fluorescentes del techo emitían un ligero zumbido y se oía el siseo del sistema de ventilación. El olor del cuarto resultaba tan penetrante que Gideon tuvo la impresión de que lo envolvía.

Diez minutos. Sería mejor que se diera prisa. Sacó las radiografías y comprobó la ubicación del alambre. Se encontraba en la parte interior del muslo izquierdo, donde Wu podría haber llegado a él con relativa facilidad. Por la misma razón, no estaba demasiado profundo. Con un poco de suerte, la marca de la inserción todavía sería visible, eso suponiendo que la piel no se hubiera deteriorado irremediablemente durante aquellos cinco días. Respiró hondo, sujetó la bolsa y descorrió la cremallera. El cierre le pareció un gusano frío que se deslizara entre sus dedos. Abrió la bolsa, descubriendo el rostro y el torso lampiño y desnudo, con la incisión de la autopsia en forma de «Y», cosida toscamente. Lo habían limpiado a medias, así que había manchas de restos de sangre seca y fluidos. Se veían varios cortes y laceraciones que habían suturado con cuidado, seguramente cuando Wu todavía estaba con vida.

El hedor era insoportable.

Sacó el cúter con la mano izquierda, se secó la palma y empujó la hoja hacia fuera. Había llegado el momento. Con un último tirón, acabó de bajar la cremallera y se quedó mudo de asombro.

– ¡Las piernas! -gritó-. ¿Qué demonios ha ocurrido con las piernas?

55

A unos cientos de metros al norte de la terminal de la Autoridad Portuaria, cerca del río Hudson, se levanta una gran estructura de piedra de diez pisos de alto, prácticamente desprovista de ventanas, que ocupa toda una manzana. En sus orígenes había albergado la fábrica y las oficinas de la New Amsterdam Blanket & Woolen Goods Corporation. Posteriormente, cuando la empresa cerró, unos promotores urbanísticos compraron el edificio y lo reconvirtieron en un almacén que alquilaba cuartos trasteros. Cuando este negocio acabó quebrando, el edificio fue expropiado por las autoridades de la ciudad por impago de impuestos, y el ayuntamiento, con unas pocas modificaciones, convirtió los trasteros en refugios temporales para indigentes. Conocido oficialmente con el nombre de Abram S. Hewitt Transitional Housing Facility -y, extraoficialmente, como «el Hormiguero»- constituye un gran dormitorio vertical para cientos de desfavorecidos.

El trastero estudio de Nodding Crane se encontraba en la séptima planta del Hormiguero, y era idóneo para él. Cabizbajo, con su raída gabardina y el sombrero, resultaba prácticamente imposible distinguirlo del resto de los mendigos, y solo el gastado estuche de la guitarra le otorgaba cierta distinción en aquel entorno miserable y mugriento.

A las cinco menos cuarto de la mañana caminó por el estrecho pasillo del séptimo piso, frente a la hilera de cubículos cerrados con una puerta de persiana marcada con un número, con la guitarra golpeándole los muslos. Del otro lado de las puertas le llegaba el ruido de ronquidos, toses y otros sonidos inidentificables. Cuando llegó a su trastero, abrió el candado con llave, levantó la persiana, pasó por debajo, volvió a bajarla y la atrancó con una barra de hierro. Levantó la mano, tiró del cordoncillo de la bombilla desnuda y miró a su alrededor. Una ventana estrecha daba a un conducto de aire.

Sabía que nadie había entrado en el pequeño espacio. Había sustituido el candado que le habían dado por otro de mucha mejor calidad, y este no presentaba marcas. Aun así, para él, examinar el lugar era algo tan instintivo como respirar. De todas maneras, no había gran cosa que ver: un futón pulcro, una esterilla de papel de arroz, una caja llena de botellas de litro de agua mineral y unos cuantos rollos de papel de cocina. En un rincón había un reproductor de CD portátil y una colección de viejos discos de blues; en el otro, una pequeña pila de libros de bolsillo. Le gustaban Hemingway, Twain y los de artes marciales de la dinastía Tang, como Fengshen Yanyi: forajidos de las marismas.

Solo había una cosa en aquel reducido espacio que pudiera considerarse decorativa: una fotografía, desvaída y arrugada, de una desolada cordillera pardusca: la meseta del Pamir, en la región autónoma de Xinjiang. Dejó su guitarra a un lado con cuidado, colgó la gabardina y el sombrero del gancho de la pared, se sentó en la esterilla y se quedó contemplando la foto, con intensa concentración, durante cinco minutos exactos.

Había nacido en aquella meseta, a la sombra de aquellas montañas, lejos de cualquier aldea. Su padre era un pobre pastor y campesino que había muerto cuando él apenas tenía un año. Su madre había intentado sacar adelante la granja, pero un día, cuando él tenía seis años, un desconocido pasó por allí. Tenía un aspecto muy distinto de los demás hombres que Nodding Crane había visto y hablaba un mongol entrecortado y vacilante, con un acento extraño. El desconocido explicó que provenía de América y que era un misionero que viajaba de aldea en aldea. Sin embargo, a él le pareció más un mendigo que un hombre santo. A cambio de comida, el hombre propuso enseñarles la palabra de Dios y rezar por ellos.

Su madre lo invitó a compartir la cena, y él aceptó. Mientras comían, les habló de lugares lejanos y de su extraña religión. Era torpe con los palillos, se limpiaba la boca con la manga y no dejaba de dar pequeños tragos de una cantimplora que llevaba. A Nodding Crane no le gustó el modo en que miraba a su madre, con aquellos ojos vidriosos. El hombre no dejaba de cantar unas melodías quejumbrosas, distintas de cualquier otra música que Crane hubiera oído hasta entonces. Después de la cena, mientras tomaban un té, el desconocido quiso sobrepasarse con la madre de Crane, pero ella lo rechazó. El hombre la tiró al suelo, y Crane se lanzó contra él, pero este lo derribó violentamente. Cuando el hombre empezó a violarla, Crane intentó defenderla, pero el hombre lo dejó inconsciente de un golpe. Al despertarse, vio que su madre había sido estrangulada.

Unos días después, los monjes de Shaolin se lo llevaron a vivir al templo. Aparte del adiestramiento en artes marciales, la vida monástica no le aportó nada interesante y, cuando hubo aprendido todo lo que podían enseñarle, escapó, primero a Hohhot y después a Changchun, donde vivió en las calles y se convirtió en un ladrón consumado. Eso fue antes de que la policía le echara el guante; pero, al ver sus talentos, decidieron enviarlo a la Oficina 810 para que recibiera un entrenamiento especial.

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