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Nodding Crane acortaba implacablemente la distancia, y Gideon jadeaba con tanta fuerza que creía que una de las costillas rotas le perforaría un pulmón en cualquier momento. ¿Qué podía hacer?

Llegó al final de la última calle. Ante él se extendía el campo que rodeaba la sala de la dinamo. Había estado allí antes. Esa era la zona que el guardia había evitado dando un rodeo. «Está prohibido cruzar ese campo -le había dicho-. En esta isla hay un montón de sitios peligrosos.»

¿Cuál era el peligro allí? Quizá encontrara una oportunidad en ese terreno. De lo que estaba seguro era de que sería la última.

Corrió por el campo, zigzagueando. Podía oír a Crane, que reducía la distancia y no se molestaba en detenerse para disparar porque prefería acercarse más para no fallar. Gideon echó una mirada por encima del hombro. Allí estaba: una figura corriendo, apenas a unos cuarenta metros de distancia.

Cuando se hallaba en mitad del campo, Gideon comprendió que había cometido un grave error. Nunca llegaría a alcanzar el otro lado, y allí no había nada que pudiera brindarle una vía de escape, ningún peligro inesperado, ningún pozo oculto: solo un gran campo abierto. El suelo era firme y llano. Aquello era una carrera; y Nodding Crane, el corredor más veloz.

Volvió a mirar hacia atrás. Las piernas le pesaban como el plomo. Crane había reducido la distancia a treinta metros.

Volvió la vista hacia el inalcanzable extremo del campo y, por el rabillo del ojo, vio la enorme y ruinosa chimenea, alzándose junto al edificio de la dinamo. Entonces lo comprendió. El peligro no estaba en el campo en sí, sino en aquella chimenea, vieja e inestable. Esa era la razón de que el guardia hubiera dado un rodeo. La maldita construcción parecía a punto de derrumbarse en cualquier momento.

Una vieja escalera de hierro subía en espiral hasta lo alto.

Se desvió y siguió corriendo entre los arbustos hacia la chimenea. Cuando llegó a su base, vaciló un instante; aquello era un callejón sin salida.

«¡A la mierda!»

Se encaramó a la escalera oxidada y empezó a subir. Tres disparos sonaron a su espalda e impactaron en los ladrillos, levantando una nube de polvo y restos de arcilla. Gideon siguió subiendo; la propia chimenea lo protegía.

La escalera, vieja y herrumbrosa, se estremeció y chirrió, bamboleándose a cada paso que Gideon daba y soltando polvo de óxido. Uno de los peldaños se partió, y Gideon se aferró a la barandilla, momentáneamente suspendido en el vacío hasta que pudo recobrar pie y encaramarse de nuevo.

Siguió subiendo, cada vez más alto. De repente, notó una nueva vibración en la vieja estructura. Nodding Crane iba tras él.

Había cometido una estupidez. El asesino le daría alcance y lo mataría desde abajo.

A medida que seguía ascendiendo, notó que no era solo la escalera, sino toda la chimenea la que vibraba bajo la fuerza de la tormenta y crujía con el ruido de los ladrillos y el mortero que cedían.

El alcance de su estupidez se le hizo evidente en toda su crudeza. El viento zarandeaba la chimenea de arriba abajo. Tuvo la impresión de que se derrumbaría en cualquier momento y no fue capaz de imaginar un final para aquella persecución en el que pudiera salir con vida.

Sonó otro disparo, y la bala impactó contra la barandilla, junto a su mano. Gideon avivó el paso, resguardándose con cada vuelta. Un relámpago iluminó la siniestra escena: la isla, las ruinas, la vieja chimenea, la escalera oxidada y el mar embravecido, más allá.

– ¡Crew! -lo llamó una voz desde abajo-. ¡Crew!

La extraña e inexpresiva voz de Nodding Crane le llegó por encima del bramido del viento.

Se detuvo y escuchó. Toda la chimenea crujía y oscilaba en la tormenta.

– ¡Está atrapado, idiota! ¡Deme el fragmento de metal y lo dejaré ir con vida!

Gideon reanudó el ascenso. Sonó otro disparo, pero se perdió en la negrura. Entre la fuerza del viento y el zarandeo de la escalera, a Nodding Crane no debía de resultarle fácil apuntar. Pero había algo más: había creído percibir una nota de miedo en la voz del asesino. Y no era de extrañar. Aquella situación parecía una pesadilla. Curiosamente, Gideon no sentía miedo alguno. Aquello era el final. Imposible bajar con vida de allí. Pero ¡qué más daba! Pasara lo que pasase, era hombre muerto.

Aquel pensamiento le produjo una extraña sensación de alivio. Esa era su arma secreta, lo que Nodding Crane desconocía: que se enfrentaba a alguien que vivía de prestado.

A medida que ascendía, la fuerza del viento aumentó hasta tal punto que algunas rachas estuvieron a punto de lanzarlo al vacío. Otro relámpago desgarró el cielo, seguido por un trueno. Oyó un chirrido de metal, y todo un tramo de la escalera se desprendió de la chimenea, haciendo saltar los pernos como si fueran balas. El armazón se bamboleó en el vacío con Gideon aferrado a él. Tuvo que agarrarse con todas sus fuerzas cuando el viento estrelló el tramo suelto de escalera contra la chimenea, pero la estructura de hierro aguantó hasta que las oscilaciones cesaron. Encontró apoyo en un peldaño y reanudó el ascenso.

Aprovechó otro relámpago para mirar hacia arriba. Se encontraba a mitad de la subida.

No podía detenerse. Tenía que evitar cargar demasiado con su peso un mismo sitio y a la vez mantenerse en el lado opuesto de su perseguidor.

– ¡Crew! -le llegó la voz desde abajo-. ¡Esto es un suicidio!

– ¡Sí! ¡Para los dos! -respondió Gideon, gritando.

Y lo era. Se derrumbara o no la chimenea, no podría volver a bajar por aquella escalera. Estaba en demasiado mal estado. Eso sin contar con que Nodding Crane se lo impediría. Tan pronto como llegara a la cima, el asesino se acercaría, y sería el fin.

– ¡Está loco, Crew!

– ¡No le quepa la menor duda!

La chimenea se estremeció con una ráfaga de viento particularmente violenta que provocó que se desprendieran unos cuantos ladrillos de lo alto. Gideon se pegó contra la pared para esquivarlos mientras pasaban junto a él, chocando y rebotando en la escalera. Miró hacia abajo, pero su perseguidor se encontraba al otro lado de la curva. En esos momentos, los relámpagos se sucedían casi sin interrupción y le permitían ver cada pocos segundos.

Miró hacia arriba. Se hallaba cerca de la cima. Una pasarela estrecha de hierro, a la que le faltaban varios soportes, rodeaba la boca de la gran chimenea; además, estaba peligrosamente inclinada. Siguió subiendo, paso a paso, y aferrándose a la barandilla con todas sus fuerzas.

De repente, se encontró arriba de todo, rodeado por el bramido de la tormenta. Se arrastró por una abertura hasta la pasarela y se sujetó con fuerza a causa de la inclinación. Varios ladrillos se habían desprendido del borde, de modo que la boca de la chimenea parecía llena de dientes ennegrecidos. Una rejilla cubría la abertura para evitar que las cenizas salieran volando. También había dos reguladores de tiro hechos de bronce. Estaban abiertos y las tapas parecían las alas de un murciélago gigante. Del fondo de la chimenea surgía un extraño gemido grave, como si fuera la garganta de algún monstruo antediluviano.

No había adónde ir.

«Uno de nosotros morirá en Hart Island. Así es como lo ha planeado, y así es como ha de ser.»

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Sonó una risotada.

– ¡Fin de trayecto! -dijo la voz desde abajo, con súbito sarcasmo.

«¿Y ahora qué?», se dijo Gideon. Había subido hasta allí sin un plan.

Una racha de viento lo embistió, y lo alto de la chimenea osciló ligeramente, mientras más ladrillos caían al vacío. A ese ritmo, la maldita chimenea podía venirse abajo en cuestión de minutos.

De repente, se le ocurrió una idea. Cogió uno de los ladrillos sueltos y se asomó por la barandilla, esperando el siguiente relámpago.

Llegó acompañado del trueno e iluminó de lleno a Nodding Crane, que se aferraba al pasamanos, cuarenta metros más abajo. Gideon le lanzó el ladrillo.

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