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Entró en el condado de Bergen y cruzó otra media docena de pueblos a cuál más triste. Obviamente, había un modo mucho más rápido de alcanzar su punto de destino, pero Gideon deseaba perderse durante un rato en el acto puramente mecánico de conducir. Se sentía presa de incómodas e indeseadas emociones: inquietud porque Nodding Crane lo hubiera localizado, vergüenza y apuro por la forma en que había tratado a la pobre Orchid. No dejaba de repetirse que lo había hecho por el bien de ella, y que le iría mucho mejor si no se liaba con un tipo al que solo le quedaba un año de vida. Sin embargo, eso no hacía que se sintiera mejor. La verdad era que la había utilizado con el mayor descaro.

A medida que conducía hacia el norte, acercándose al límite del estado de Nueva York, las calles se fueron haciendo más amplias y arboladas, el tráfico disminuyó y las casas eran mejores y más espaciadas. Echó un vistazo al papel que había dejado en el asiento del pasajero y donde había escrito «Biyu Liang, Bergen Dafa Center, Old Tappan». Gracias a la lista de asistencias que Van Rensselaer había aportado involuntariamente, averiguar qué niño había estado en el JFK -Jie Liang- y de ahí conocer el nombre de su madre había resultado pan comido. Ignoraba qué era un Dafa Center, pero ahí era donde trabajaba la mujer, y allí se dirigía.

Quince minutos después se detuvo ante lo que, para su sorpresa, parecía ser una vieja mansión solariega. No era particularmente grande, pero sí estaba muy bien cuidada, con su construcción principal de piedra roja, un garaje aparte y la correspondiente casa del guarda, junto a la entrada, todo ello convertido en una especie de pequeño campus. En el cartel de la carretera se leía: «Bergen Dafa Center».

Dejó el coche en un aparcamiento situado junto al edificio principal y subió los peldaños que conducían a la puerta de entrada, decorada con filigranas de hierro forjado. Entró en un lujoso vestíbulo reconvertido en zona de recepción. En un elegante rótulo de la pared, flanqueado por ideogramas chinos, se leía: «Ejercicios Falung Gong, lunes a viernes de 15 a 17 h. Clases nocturnas, lunes a viernes de 19 a 22 h».

La joven asiática del mostrador le sonrió cuando se acercó.

– ¿Puedo ayudarlo en algo? -preguntó en un inglés desprovisto de acento.

Gideon le devolvió la sonrisa.

– Me gustaría hablar con Biyu Liang, por favor.

– En estos momentos dirige una sesión -repuso la joven, señalando una puerta abierta a través de la cual Gideon oía una combinación de palabras y música.

– Gracias. Esperaré a que acabe.

– Desde luego. Si le apetece, puede observar tanto como desee.

Gideon fue hacia la puerta y se asomó a una espaciosa y decorada estancia con una sencillez estilo Zen. Una mujer dirigía, en una serie de ejercicios pausados, a un grupo de personas que se movían al son de una hipnótica música pentatónica de cuerda y percusión. La mujer daba instrucciones en lo que parecía un melodioso mandarín. La observó detenidamente. Era más joven que la del aeropuerto, pero se le parecía, de modo que llegó a la conclusión de que la mujer del vídeo debía de ser la abuela del niño.

Mientras esperaba a que finalizara la sesión se sintió cada vez más intrigado y complacido por lo que veía. Había algo inexplicable en aquellos movimientos, de una belleza casi universal. «Falung Gong», murmuró. El nombre le sonaba vagamente y recordó que era una especie de práctica budista originaria de China. Tenía que averiguar más.

La sesión se prolongó durante otros diez minutos. Cuando el grupo se dispersó, conversando en voz baja, Gideon permaneció junto a la puerta, esperando. La mujer lo vio y se acercó a él. Era menuda, y tenía un rostro que solo podía describirse como redondo y resplandeciente.

– ¿Puedo ayudarlo en algo? -preguntó.

– Sí. -Gideon recurrió a su mejor sonrisa-. Me llamo Gideon Crew. Mi hijo, Tyler, ingresará el próximo curso en la academia Throckmorton. Acabamos de mudarnos desde Nuevo México. Le ha tocado la clase de su hijo, Jie.

– Qué bien -repuso ella-. Me complace darle la bienvenida.

Se estrecharon la mano, y la mujer se presentó.

– Es adoptado -prosiguió Gideon-, de Corea. Solo queremos que se sienta como en casa. Como todavía tiene algunas dificultades con el inglés, a mi mujer y mí nos alegró saber que habría otros niños asiáticos en la clase. No es fácil empezar en un colegio nuevo. Por eso deseaba conocerla a usted y a algunos otros padres.

– Hablaré con Jie sobre su hijo. Jie es muy simpático y estoy segura de que enseguida se hará amigo de él.

Gideon se sintió incómodo.

– Gracias, sé que eso será importante. -Se dispuso a despedirse y marcharse, pero un impulso se lo impidió-. Perdone si resulto pesado, pero no he podido evitar observar lo que hacían mientras esperaba. Esa música y esos movimientos… me han fascinado. ¿De qué se trata, exactamente?

El rostro de la mujer se iluminó.

– Somos seguidores de Falung Gong o, para decirlo correctamente, de Falun Dafa.

– Siento curiosidad. Realmente es muy bonito. ¿Para qué sirve? ¿Es una especie de entrenamiento físico?

– Eso representa solo una pequeña parte. Es una manera total de cultivar el cuerpo y la mente, un camino para conectarse con su yo verdadero.

– ¿Me está hablando de una religión?

– Oh, no. Se trata de una nueva forma de ciencia que incorpora ciertos elementos budistas y taoístas. Podría definirlo como un camino espiritual y mental.

– Me gustaría saber más.

Ella contestó de buen grado con un discurso bien aprendido.

– A los practicantes de Dafa se los guía a través de principios universales como la sinceridad, la compasión y la moderación. Nos esforzamos constantemente por estar en armonía con ellos a través de una serie de cinco sencillos ejercicios y meditaciones. Con el tiempo, esos ejercicios transforman el cuerpo y la mente y acaban conectando al practicante con las verdades más profundas y esenciales del universo. De ese modo, puede encontrar el camino que lo conducirá a su yo verdadero.

Estaba claro que aquel era un tema muy importante para ella, y Gideon se sintió sinceramente impresionado. Pensó que podía haber algo de cierto en todo ello. Lo había percibido con solo observar aquellos movimientos.

– ¿Y está abierto a cualquiera?

– Naturalmente. Damos la bienvenida a todo el mundo. Como habrá podido ver, tenemos todo tipo de seguidores, de distintas edades y extracción social. De hecho, la mayoría de nuestros practicantes son occidentales. ¿Le gustaría asistir a una de nuestras sesiones?

– Desde luego. ¿Es caro?

Se echó a reír.

– Puede venir, escuchar y hacer los ejercicios todas las veces que quiera. La mayoría de las sesiones en inglés son por la noche. Si más adelante cree que le son de ayuda, nos encantaría que pudiera colaborar con nuestro centro con alguna donación. En cualquier caso, no cobramos tarifa alguna.

– ¿Es originario de China?

La mujer pareció titubear.

– Está relacionado con las antiguas creencias y tradiciones chinas, pero en China está prohibido.

Gideon se dijo que aquello merecía ser seguido con atención, pero en esos momentos tenía que encontrar a la mujer mayor, a la abuela.

– Gracias por compartir sus conocimientos conmigo -respondió-. No le quepa duda de que me uniré a una de sus sesiones. Y volviendo al asunto del colegio, en la academia mencionaron que su hijo está muy unido a su abuela.

– Sí, a mi madre. Ella fue la fundadora del Bergen Dafa Center.

– Ah, ¿y sería posible conocerla?

Nada más hacer la pregunta, Gideon se dio cuenta de que había ido demasiado lejos. La expresión de la mujer había perdido parte de su afabilidad.

– Lo siento, trabaja en otras áreas del negocio y ya no participa en el quehacer cotidiano del centro. -Hizo una breve pausa-. ¿Puedo preguntarle por qué desea conocerla?

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