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Cuando llegó Talita trayendo un vaso de limonada (esas ideas de ella, ese lado maestrita de los obreros y La Gota de Leche), le habló en seguida del asunto. Talita no se sorprendía de nada; sentándose frente a él lo miró beberse la limonada de un trago.

– Si la Cuca nos viera tirados en el suelo le daría un ataque. Qué manera de montar guardia, vos. ¿Duermen?

– Sí. Creo. La 14 tapó la mirilla, andá a saber qué está haciendo. Me da no sé qué abrirle la puerta, che.

– Sos la delicadeza misma -dijo Talita-. Pero yo, de mujer a mujer…

Volvió casi en seguida, y esta vez se instaló al lado de Oliveira para apoyarse en la pared.

– Duerme castamente. El pobre Manú tuvo una pesadilla horrorosa. Siempre pasa lo mismo, se vuelve a dormir pero yo me quedo tan trasto nada que acabo por levantarme. Se me ocurrió que tendrías calor, vos o Remorino, entonces les hice limonada. Qué verano, y con esas paredes ahí afuera que cortan el aire. De manera que me parezco a esa otra mujer.

– Un poco, sí -dijo Oliveira- pero no tiene ninguna importancia. Lo que me gustaría saber es por qué te vi vestida de rosa.

– Influencias ambientes, la asimilaste a los demás.

– Sí, eso era más bien fácil, todo bien considerado. Y vos, ¿por qué te pusiste a jugar a la rayuela? ¿También te asimilaste?

– Tenés razón -dijo Talita-. ¿Por qué me habré puesto? A mí en realidad no me gustó nunca la rayuela. Pero no te fabriques una de tus teorías de posesión, yo no soy el zombie de nadie.

– No hay necesidad de decirlo a gritos.

– De nadie -repitió Talita bajando la voz-. Vi la rayuela al entrar, había una piedrita… Jugué y me fui.

– Perdiste en la tercera casilla. A la Maga le hubiera pasado lo mismo, es incapaz de perseverar, no tiene el menor sentido de las distancias, el tiempo se le hace trizas en las manos, anda a los tropezones con el mundo. Gracias a lo cual, te lo digo de paso, es absolutamente perfecta en su manera de denunciar la falsa perfección de los demás. Pero yo te estaba hablando del montacargas, me parece.

– Sí, dijiste algo y después te bebiste la limonada. No, esperá, la limonada te la bebiste antes.

– Probablemente me traté de infeliz, cuando llegaste estaba en pleno trance shamánico, a punto de tirarme por el agujero para terminar de una vez con las conjeturas, esa palabra esbelta.

– El agujero acaba en el sótano -dijo Talita-. Hay cucarachas, si te interesa saberlo, y trapos de colores por el suelo. Todo está húmedo y negro, y un poco más lejos empiezan los muertos. Manú me contó.

– ¿Manú está durmiendo?

– Sí. Tuvo una pesadilla, gritó algo de una corbata perdida. Ya te conté.

– Es una noche de grandes confidencias -dijo Oliveira, mirándola despacio.

– Muy grandes -dijo Talita-. La Maga era solamente un nombre, y ahora ya tiene una cara. Todavía se equivoca en el color de la ropa, parece.

– La ropa es lo de menos, cuando la vuelva a ver andá a saber lo que tendrá puesto. Estará desnuda, o andará con su chico en brazos cantándole Les amants du Havre, una canción que no conocés.

– No te creas -dijo Talita-. La pasaban bastante seguido por Radio Belgrano. La-lá-la, la-lá-la…

Oliveira dibujó una bofetada blanda, que acabó en caricia. Talita echó la cabeza para atrás y se golpeó contra la pared del pasillo. Hizo una mueca y se frotó la nuca, pero siguió tarareando la melodía. Se oyó un click y después un zumbido que parecía azul en la penumbra del pasillo. Oyeron subir el montacargas, se miraron apenas antes de levantarse de un salto. A esa hora quién podía… Click, el paso del primer piso, el zumbido azul. Talita retrocedió y se puso detrás de Oliveira. Click. El piyama rosa se distinguía perfectamente en el cubo de cristal enrejado. Oliveira corrió al montacargas y abrió la puerta. Salió una bocanada de aire casi frío. El viejo lo miró como si no lo conociera y siguió acariciando la paloma, era fácil comprender que la paloma había sido alguna vez blanca, que la continua caricia de la mano del viejo la había vuelto de un gris ceniciento. Inmóvil, con los ojos entornados, descansaba en el hueco de la mano que la sostenía a la altura del pecho, mientras los dedos pasaban una y otra vez del cuello hasta la cola, del cuello hasta la cola.

– Vaya a dormir, don López -dijo Oliveira, respirando fuerte.

– Hace calor en la cama -dijo don López-. Mírela cómo está contenta cuando la paseo.

– Es muy tarde, váyase a su cuarto.

– Yo le llevaré una limonada fresca -prometió Talita Nightingale.

Don López acarició la paloma y salió del montacargas. Lo oyeron bajar la escalera.

– Aquí cada uno hace lo que quiere -murmuró Oliveira cerrando la puerta del montacargas-. En una de ésas va a haber un degüello general. Se lo huele, qué querés que te diga. Esa paloma parecía un revólver.

– Habría que avisarle a Remorino. El viejo venía del sótano, es raro.

– Mirá, quedate un momento aquí vigilando, yo bajo al sótano a ver, no sea que algún otro esté haciendo macanas.

– Bajo con vos.

– Bueno, total éstos duermen tranquilos.

Dentro del montacargas la luz era vagamente azul y se bajaba con un zumbido de science-fiction. En el sótano no había nadie vivo, pero una de las puertas del refrigerador estaba entornada y por la ranura salía un chorro de luz. Talita se paró en la puerta, con una mano contra la boca, mientras Oliveira se acercaba. Era el 56, se acordaba muy bien, la familia tenía que estar al caer de un momento a otro. Desde Trelew. Y entre tanto el 56 había recibido la visita de un amigo, era de imaginar la conversación con el viejo de la paloma, uno de esos seudodiálogos en que al interlocutor lo tiene sin cuidado que el otro hable o no hable siempre que esté ahí delante, siempre que haya algo ahí delante, cualquier cosa, una cara, unos pies saliendo del hielo. Como acababa de hablarle él a Talita contándole lo que había visto, contándole que tenía miedo, hablando todo el tiempo de agujeros y de pasajes, a Talita o a cualquier otro, a un par de pies saliendo del hielo, a cualquier apariencia antagónica capaz de escuchar y asentir. Pero mientras cerraba la puerta de la heladera y se apoyaba sin saber por qué en el borde de la mesa, un vómito de recuerdo empezó a ganarlo, se dijo que apenas un día o dos atrás le había parecido imposible llegar a contarle nada a Traveler, un mono no podía contarle nada a un hombre, y de golpe, sin saber cómo, se había oído hablándole a Talita como si fuera la Maga, sabiendo que no era pero hablándole de la rayuela, del miedo en el pasillo, del agujero tentador. Entonces (y Talita estaba ahí, a cuatro metros, a sus espaldas, esperando) eso era como un fin, la apelación a la piedad ajena, el reingreso en la familia humana, la esponja cayendo con un chasquido repugnante en el centro del ring. Sentía como si se estuviera yendo de sí mismo, abandonándose para echarse -hijo (de puta) pródigo- en los brazos de la fácil reconciliación, y de ahí la vuelta todavía más fácil al mundo, a la vida posible, al tiempo de sus años, a la razón que guía las acciones de los argentinos buenos y del bicho humano en general. Estaba en su pequeño, cómodo Hades refrigerado, pero no había ninguna Eurídice que buscar, aparte de que había bajado tranquilamente en montacargas y ahora, mientras abría una heladera y sacaba una botella de cerveza, piedra libre para cualquier cosa con tal de acabar esa comedia.

– Vení a tomar un trago -invitó-. Mucho mejor que tu limonada.

Talita dio un paso y se detuvo.

– No seas necrófilo -dijo-. Salgamos de aquí.

– Es el único lugar fresco, reconocé. Yo creo que me voy a traer un catre.

– Estás pálido de frío -dijo Talita, acercándose-. Vení, no me gusta que te quedes aquí.

– ¿No te gusta? No van a salir de ahí para comerme, los de arriba son peores.

– Vení, Horacio -repitió Talita-. No quiero que te quedes aquí.

– Vos… -dijo Oliveira mirándola colérico, y se interrumpió para abrir la cerveza con un golpe de la mano contra el borde de una silla. Estaba viendo con tanta claridad un boulevard bajo la lluvia, pero en vez de ir llevando a alguien del brazo, hablándole con lástima, era a él que lo llevaban, compasivamente le habían dado el brazo y le hablaban para que estuviera contento, le tenían tanta lástima que era positivamente una delicia. El pasado se invertía, cambiaba de signo, al final iba a resultar que La Piedad no estaba liquidando. Esa mujer jugadora de rayuela le tenía lástima, era tan claro que quemaba.

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