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Talita miró hacia atrás, y vio la sombra de Traveler que escuchaba, escondido entre la cómoda y la ventana.

– Bueno, no tenés que exagerar -dijo Talita-. A vos no se te ocurrirían algunas cosas que se le ocurren a Manú.

– ¿Por ejemplo?

– Se te enfría la leche -dijo Gekrepten quejumbrosa-. ¿Querés que te la ponga otro poco al fuego, amor?

– Hacé un flan para mañana -aconsejó Oliveira-. Vos seguí, Talita.

– No -dijo Talita, suspirando-. Para qué. Tengo tanto calor, y me parece que me estoy empezando a marear. Sintió la vibración del puente cuando Traveler lo cabalgó al borde de la ventana. Echándose de bruces sin pasar del nivel del antepecho, Traveler puso un sombrero de paja sobre el tablón. Con ayuda de un palo de plumero empezó a empujarlo centímetro a centímetro.

– Si se desvía apenas un poco -dijo Traveler- seguro que se cae a la calle y va a ser un lío bajar a buscarlo.

– Lo mejor sería que yo me volviera a casa -dijo Talita, mirando penosamente a Traveler.

– Pero primero le tenés que pasar la yerba a Oliveira -dijo Traveler.

– Ya no vale la pena -dijo Oliveira-. En todo caso que tire el paquete, da lo mismo.

Talita los miró alternativamente, y se quedó inmóvil.

– A vos es difícil entenderte -dijo Traveler-. Todo este trabajo y ahora resulta que mate más, mate menos, te da lo mismo.

– Ha transcurrido el minutero, hijo mío -dijo Oliveira-. Vos te movés en el continuo tiempo-espacio con una lentitud de gusano. Pensá en todo lo que ha acontecido desde que decidiste ir a buscar ese zarandeado jipijapa. El ciclo del mate se cerró sin consumarse, y entre tanto hizo aquí su llamativa entrada la siempre fiel Gekrepten, armada de utensilios culinarios. Estamos en el sector del café con leche, nada que hacerle.

– Vaya razones -dijo Traveler.

– No son razones, son mostraciones perfectamente objetivas. Vos tendés a moverte en el continuo, como dicen los físicos, mientras que yo soy sumamente sensible a la discontinuidad vertiginosa de la existencia. En este mismo momento el café con leche irrumpe, se instala, impera, se difunde, se reitera en cientos de miles de hogares. Los mates han sido lavados, guardados, abolidos. Una zona temporal de café con leche cubre este sector del continente americano. Pensá en todo lo que eso supone y acarrea. Madres diligentes que aleccionan a sus párvulos sobre la dietética láctea, reuniones infantiles en torno a la mesa de la antecocina, en cuya parte superior todas son sonrisas y en la inferior un diluvio de patadas y pellizcos. Decir café con leche a esta hora significa mutación, convergencia amable hacia el fin de la jornada, recuento de las buenas acciones, de las acciones al portador, situaciones transitorias, vagos proemios a lo que las seis de la tarde, hora terrible de llave en las puertas y carreras al ómnibus, concretará brutalmente. A este hora casi nadie hace el amor, eso es antes o después. A esta hora se piensa en la ducha (pero la tomaremos a las cinco) y la gente empieza a rumiar las posibilidades de la noche, es decir si van a ir a ver a Paulina Singerman o a Toco Tarántola (pero no estamos seguros, todavía hay tiempo). ¿Qué tiene ya que ver todo eso con la hora del mate? No te hablo del mate mal tomado, superpuesto al café con leche, sino al auténtico que yo quería, a la hora justa, en el momento de más frío. Y esas cosas me parece que no las comprendés lo suficiente.

– La modista es una estafadora -dijo Gekrepten-. ¿Vos te hacés hacer los vestidos por una modista, Talita?

– No -dijo Talita-. Sé un poco de corte y confección.

– Hacés bien, m’hija. Yo esta tarde después del dentista me corro hasta la modista que está a una cuadra y le voy a reclamar una pollera que ya tendría que estar hace ocho días. Me dice: «Ay, señora, con la enfermedad de mi mamá no he podido lo que se dice enhebrar la aguja.» Yo le digo: «Pero, señora, yo la pollera la necesito.» Me dice: «Créame, lo siento mucho. Una clienta como usted. Pero va a tener que disculpar.» Yo le digo: «Con disculpar no se arregla nada, señora. Más le valdría cumplir a tiempo y todos saldríamos gananciosos.» Me dice: «Ya que lo toma así, ¿por qué no va de otra modista?» Y yo le digo: «No es que me falten ganas, pero ya que me comprometí con usted más vale que la espere, y eso que me parece una informalidad.

– Todo eso te sucedió? -dijo Oliveira.

– Claro -dijo Gekrepten-. ¿No ves que se lo estoy contando a Talita?

– Son dos cosas distintas.

– Ya empezás, vos.

– Ahí tenés -le dijo Oliveira a Traveler, que lo miraba cejijunto-. Ahí tenés lo que son las cosas. Cada uno cree que está hablando de lo que comparte con los demás.

– Y no es así, claro -dijo Traveler. Vaya noticia.

– Conviene repetirla, che.

– Vos repetís todo lo que supone una sanción contra alguien.

– Dios me puso sobre vuestra ciudad -dijo Oliveira.

– Cuando no me juzgás a mí te la agarrás con tu mujer.

– Para picarlos y tenerlos despiertos -dijo Oliveira.

– Una especie de manía mosaica. Te la pasás bajando del Sinaí.

– Me gusta -dijo Oliveira- que las cosas queden siempre lo más claras posible. A vos parece darte lo mismo que en plena conversación Gekrepten intercale una historia absolutamente fantasiosa de un dentista y no sé qué pollera. No parecés darte cuenta de que esas irrupciones, disculpables cuando son hermosas o por lo menos inspiradas, se vuelven repugnantes apenas se limitan a escindir un orden, a torpedear una estructura. Cómo hablo, hermano.

– Horacio es siempre el mismo -dijo Gekrepten-. No le haga caso, Traveler.

– Somos de una blandura insoportable, Manú. Consentimos a cada instante que la realidad se nos huya entre los dedos como una agüita cualquiera. La teníamos ahí, casi perfecta, como un arcoiris saltando del pulgar al meñique. y el trabajo para conseguirla, el tiempo que se necesita, los méritos que hay que hacer… Zás, la radio anuncia que el general Pisotelli hizo declaraciones. Kaputt. Todo kaputt. «Por fin algo en serio», piensa la chica de los mandados, o ésta, o a lo mejor vos mismo. Y yo, porque no te vayas a imaginar que me creo infalible. ¿Qué sé yo dónde está la verdad? Solamente que me gustaba tanto ese arcoiris como un sapito entre los dedos. Y esta tarde… Mirá, a pesar del frío a mí me parece que estábamos empezando a hacer algo en serio. Talita, por ejemplo, cumpliendo esa proeza extraordinaria de no caerse a la calle, y vos ahí, y yo… Uno es sensible a ciertas cosas, qué demonios.

– No sé si te entiendo -dijo Traveler. A lo mejor lo del arcoiris no está tan mal. ¿Pero por qué sos tan intolerante? Viví y dejá vivir, hermano.

– Ahora que ya jugaste bastante, vení a sacar el ropero de arriba de la cama -dijo Gekrepten.

– ¿Te das cuenta? -dijo Oliveira.

– Eh, sí -dijo Traveler, convencido.

– Quod erat demostrandum, pibe.

– Quod erat -dijo Traveler.

– Y lo peor es que en realidad ni siquiera habíamos empezado.

– ¿Cómo? -dijo Talita, echándose el pelo para atrás y mirando si Traveler habla empujado lo suficiente el sombrero.

– Vos no te pongás nerviosa -aconsejó Traveler. Date vuelta despacio, estirá esa mano, así. Esperá, ahora yo empujo un poco más… ¿No te dije? Listo.

Talita sujetó el sombrero y se lo encasquetó de un solo golpe. Abajo se habían juntado dos chicos y una señora, que hablaban con la chica de los mandados y miraban el puente.

– Ahora yo le tiro el paquete a Oliveira y se acabó -dijo Talita sintiéndose más segura con el sombrero puesto-. Tengan firme los tablones, no sea cosa.

– ¿Lo vas a tirar? -dijo Oliveira-. Seguro que no lo embocás.

– Dejala que haga la prueba -dijo Traveler. Si el paquete se escracha en la calle, ojalá le pegue en el melón a la de Gutusso, lechuzón repelente.

– Ah, a vos tampoco te gusta -dijo Oliveira-. Me alegro porque no la puedo tragar. ¿Y vos, Talita?

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