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– ¿Porqué? -dijo Oliveira-. No está tan lejos.

– No, pero hay una punta de piolines con ropa tendida y esas cosas.

– Pará por debajo -sugirió Oliveira-. A menos que los cortes. El chicotazo de una camisa mojada en las baldosas es algo inolvidable. Si querés te tiro el cortaplumas. Te juego a que lo clavo en la ventana. Yo de chico clavaba un cortaplumas en cualquier cosa y a diez metros.

– Lo malo en vos -dijo Traveler- es que cualquier problema lo retrotraés a la infancia. Ya estoy harto de decirte que leas un poco a Jung, che. Y mirá que la tenés con el cortaplumas ese, cualquiera diría que es un arma interplanetaria. No se te puede hablar de nada sin que saques a relucir el cortaplumas. Decime qué tiene que ver eso con un poco de yerba y unos clavos.

– Vos no seguiste el razonamiento -dijo Oliveira, ofendido-. Primero mencioné la mano machucada, y después pasé a los clavos. Entonces vos me antepusiste que unas piolas no te dejaban ir a la cocina, y era bastante lógico que las piolas me llevaran a pensar en el cortaplumas. Vos deberías leer a Edgar Poe, che. A pesar de las piolas no tenés hilación, eso es lo que te pasa.

Traveler se acodó en la ventana y miro la calle. La poca sombra se aplastaba contra el adoquinado, y a la altura del primer piso empezaba la materia solar, un arrebato amarillo que manoteaba para todos lados y le aplastaba literalmente la cara a Oliveira.

– Vos de tarde estás bastante jodido con ese sol -dijo Traveler.

– No es sol -dijo Oliveira-. Te podrías dar cuenta de que es la luna y de que hace un frío espantoso. Esta mano se me ha amoratado por exceso de congelación. Ahora empezará la gangrena, y dentro de unas semanas me estarás llevando gladiolos a la quinta del ñato.

– ¿La luna? -dijo Traveler, mirando hacia arriba-. Lo que te voy a tener que llevar es toallas mojadas a Vieytes.

– Allí lo que más se agradece son los Particulares livianos -dijo Oliveira-. Vos abundás en incongruencias, Manú.

– Te he dicho cincuenta veces que no me llames Manú.

– Talita te llama Manú -dijo Oliveira, agitando la mano como si quisiera desprenderla del brazo.

– Las diferencias entre vos y Talita -dijo Traveler son de las que se ven palpablemente. No entiendo porqué tenés que asimilar su vocabulario. Me repugnan los cangrejos ermitaños, las simbiosis en todas sus formas, los líquenes y demás parásitos.

– Sos de una delicadeza que me parte literalmente el alma -dijo Oliveira.

– Gracias. Estábamos en que yerba y clavos. ¿Para qué querés los clavos?

– Todavía no sé -dijo Oliveira, confuso-. En realidad saqué la lata de clavos y descubrí que estaban todos torcidos. Los empecé a enderezar, y con este frío, ya ves… Tengo la impresión de que en cuanto tenga clavos bien derechos voy a saber para qué los necesito.

– Interesante -dijo Traveler, mirándolo fijamente-. A veces te pasan cosas curiosas a vos. Primero los clavos y después la finalidad de los clavos. Sería una lección para más de cuatro, viejo.

– Vos siempre me comprendiste -dijo Oliveira-. Y la yerba, como te imaginarás, la quiero para cebarme unos amargachos.

– Está bien -dijo Traveler. Esperame. Si tardo mucho podés silbar, a Talita le divierte tu silbido.

Sacudiendo la mano, Oliveira fue hasta el lavatorio y se echó agua por la cara y el pelo. Siguió mojándose hasta empaparse la camiseta, y volvió al lado de la ventana para aplicar la teoría según la cual el sol que cae sobre un trapo mojado provoca una violenta sensación de frío. «Pensar que me moriré», se dijo Oliveira, «sin haber visto en la primera página del diario la noticia de las noticias: ¡SE CAYÓ LA TORRE DE PISA! Es triste, bien mirado».

Empezó a componer titulares, cosa que siempre ayudaba a pasar el tiempo. SE LE ENREDA LA LANA DEL TEJIDO Y PERECE ASFIXIADA EN LANÚS OESTE. Contó hasta doscientos sin que se le ocurriera otro titular pasable.

– Me voy a tener que mudar -murmuró Oliveira-. Esta pieza es enormemente chica. Yo ¡en realidad tendría que entrar en el circo de Manú y vivir con ellos. ¡¡La yerba!! Nadie contestó.

– La yerba -dijo suavemente Oliveira-. La yerba, che. No me hagás eso, Manú. Pensar que podríamos charlar de ventana a ventana, con vos y Talita, y a lo mejor venía la señora de Gutusso o la chica de los mandados, y hacíamos juegos en el cementerio y otros juegos.

«Después de todo», pensó Oliveira, «los juegos en el cementerio los puedo hacer yo solo».

Fue a buscar el diccionario de la Real Academia Española, en cuya tapa la palabra Real había sido encarnizadamente destruida a golpes de gillete, lo abrió al azar y preparó para Manú el siguiente juego en el cementerio.

«Hartos del cliente y de sus cleonasmos, le sacaron el clíbano y el clípeo y le hicieron tragar una clica. Luego le aplicaron un clistel clínico en la cloaca, aunque clocaba por tan clivoso ascenso de agua mezclada con clinopodio, revolviendo los clisos como clerizón clorótico.»

– Joder -Edijo admirativamente Oliveira. Pensó que también joder podía servir como punto de arranque, pero lo decepcionó descubrir que no figuraba en el cementerio; en cambio en el jonuco estaban jonjobando dos jobs, ansiosos por joparse; lo malo era que el jorbín los había jomado jitándolos como jocós apestados.

«Es realmente la necrópolis», pensó. «No entiendo cómo a esta porquería le dura la encuadernación.»

Se puso a escribir otro juego, pero no le salía. Decidió probar los diálogos típicos y buscó el cuaderno donde los iba escribiendo después de inspirarse en el subterráneo, los cafés y los bodegones. Tenía casi terminado un diálogo típico de españoles y le dio algunos toques más, no sin echarse antes un jarro de agua en la camiseta.

DIALOGO TIPICO DE ESPAÑOLES

López.- Yo he vivido un año entero en Madrid. Verá usted, era en 1925, y…

Pérez.- ¿En Madrid? Pues precisamente le decía yo ayer al doctor García…

López.- De 1925 a 1926, en que fui profesor de literatura en la Universidad.

Pérez.- Le decía yo: «Hombre, todo el que haya vivido en Madrid sabe lo que es eso.»

López.- Una cátedra especialmente creada para mí para que pudiera dictar mis cursos de Literatura.

Pérez.- Exacto, exacto. Pues ayer mismo le decía yo al doctor García, que es muy amigo mío…

López.- Y claro, cuando se ha vivido allí más de un ano, uno sabe muy bien que el nivel de los estudios deja mucho que desear.

Pérez.- Es un hijo de Paco García, que fue ministro de Comercio, y que criaba toros.

López.- Una vergüenza, créame usted, una verdadera vergüenza.

Pérez.-Sí, hombre, ni qué hablar. Pues este doctor García…

Oliveira estaba ya un poco aburrido del diálogo, y cerró el cuaderno. «Shiva», pensó bruscamente. «Oh bailarín cósmico, cómo brillarías, bronce infinito, bajo este sol. ¿Por qué pienso en Shiva? Buenos Aires. Uno vive. Manera tan rara. Se acaba por tener una enciclopedia. De qué te sirvió el verano, oh ruiseñor. Claro que peor sería especializarse y pasar cinco años estudiando el comportamiento del acridio. Pero mirá qué lista increíble, pibe, mirame un poco esto…»

Era un papelito amarillo, recortado de un documento de carácter vagamente internacional. Alguna publicación de la Unesco o cosa así, con los nombres de los integrantes de cierto Consejo de Birmania. Oliveira empezó a regodearse con la lista y no pudo resistir a la tentación de sacar un lápiz y escribir la jitanjáfora siguiente:

U Nu,

U Tin,

Mya Bu,

Thado Thiri Thudama U E Maung,

Sithu U Cho,

Wunna Kyaw Htin U Khin Zaw,

Wunna Kyaw Htin U Thein Han,

Wunna Kyaw Htin U Myo Min,

Thiri Pyanchi U Thant,

Thado Maba Thray Sithu U Chan Htoon.

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