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– Suena solemnísimo -dijo Perico.

– Está en cualquier buen tratado de filosofía -dijo tímidamente Gregorovius, que había hojeado entomológicamente las carpetas y parecía medio dormido-. No se puede revivir el lenguaje si no se empieza por intuir de otra manera casi todo lo que constituye nuestra realidad. Del ser al verbo, no del verbo al ser.

– Intuir -dijo Oliveira- es una de esas palabras que lo mismo sirven para un barrido que para un fregado. No le atribuyamos a Morelli los problemas de Dilthey, de Husserl o de Wittgenstein. Lo único claro en todo lo que ha escrito el viejo es que si seguimos utilizando el lenguaje en su clave corriente, con sus finalidades corrientes, nos moriremos sin haber sabido el verdadero nombre del día. Es casi tonto repetir que nos venden la vida, como decía Malcolm Lowry, que nos la dan prefabricada. También Morelli es casi tonto al insistir en eso, pero Etienne acierta en el clavo: por la práctica el viejo se muestra y nos muestra la salida. ¿Para qué sirve un escritor sino para destruir la literatura? Y nosotros, que no queremos ser lectores-hembra, ¿para qué servimos sino para ayudar en lo posible a esa destrucción?

– ¿Pero y después, qué vamos a hacer después? -dijo Babs.

– Me pregunto -dijo Oliveira-. Hasta hace unos veinte años había la gran respuesta: la Poesía, ñata, la Poesía. Te tapaban la boca con la gran palabra. Visión poética del mundo, conquista de una realidad poética. Pero después de la última guerra, te habrás dado cuenta de que se acabó. Quedan poetas, nadie lo niega, pero no los lee nadie.

– No digas tonterías -dijo Perico-. Yo leo montones de versos.

– Claro, yo también. Pero no se trata de los versos, che, se trata de eso que anunciaban los surrealistas y que todo poeta desea y busca, la famosa realidad poética. Creeme, querido, desde el año cincuenta estamos en plena realidad tecnológica, por lo menos estadísticamente hablando. Muy mal, una lástima, habrá que mesarse los cabellos, pero es así.

– A mí se me importa un bledo la tecnología -dijo Perico-. Fray Luis, por ejemplo…

– Estamos en mil novecientos cincuenta y pico. -Ya lo sé, coño.

– No parece.

– ¿Pero es que te crees que yo me voy a colocar en una puñetera posición historicista?

– No, pero deberías leer los diarios. A mí me gusta tan poco la tecnología como a vos, solamente que siento lo que ha cambiado el mundo en los últimos veinte años. Cualquier tipo con más de cuarenta abriles tiene que darse cuenta, y por eso la pregunta de Babs nos pone a Morelli y a nosotros contra la pared. Está muy bien hacerle la guerra al lenguaje emputecido, a la literatura por llamarla así, en nombre de una realidad que creemos verdadera, que creemos alcanzable, que creemos en alguna parte del espíritu, con perdón de la palabra. Pero el mismo Morelli no ve más que el lado negativo de su guerra. Siente que tiene que hacerla, como vos y como todos nosotros. ¿Y?

– Seamos metódicos -dijo Etienne-. Dejemos tranquilo tu «¿y?». La lección de Morelli basta como primera etapa. -No podés hablar de etapas sin presuponer una meta. -Llamale hipótesis de trabajo, cualquier cosa así. Lo que Morelli busca es quebrar los hábitos mentales del lector. Como ves, algo muy modesto, nada comparable al cruce de los Alpes por Aníbal. Hasta ahora, por lo menos, no hay gran cosa de metafísica en Morelli, salvo que vos, Horacio Curiacio, sos capaz de encontrar metafísica en una lata de tomates. Morelli es un artista que tiene una idea especial del arte, consistente más que nada en echar abajo las formas usuales, cosa corriente en todo buen artista. Por ejemplo, le revienta la novela rollo chino. El libro que se lee del principio al final como un niño bueno. Ya te habrás fijado que cada vez le preocupa menos la ligazón de las partes, aquello de que una palabra trae la otra… Cuando leo a Morelli tengo la impresión de que busca una interacción menos mecánica, menos causal de los elementos que maneja; se siente que lo ya escrito condiciona apenas lo que está escribiendo, sobre todo que el viejo, después de centenares de páginas, ya ni se acuerda de mucho de lo que ha hecho.

– Con lo cual -dijo Perico- le ocurre que una enana de la página veinte tiene dos metros cinco en la página cien. Me he percatado más de una vez. Hay escenas que empiezan a las seis de la tarde y acaban a las cinco y media. Un asco.

– ¿Y a vos no te ocurre ser enano o gigante según andés de ánimo? -dijo Ronald.

– Estoy hablando del soma -dijo Perico.

– Cree en el soma -dijo Oliveira-. El soma en el tiempo. Cree en el tiempo, en el antes y en el después. El pobre no ha encontrado en algún cajón una carta suya escrita hace veinte años, no la ha releído, no se ha dado cuenta de que nada se sostiene si no lo apuntalamos con miga de tiempo, si no inventamos el tiempo para no volvernos locos.

– Todo eso es oficio -dijo Ronald -. Pero detrás, detrás…

– Un poeta -dijo Oliveira, sinceramente conmovido-. Vos te deberías llamar Behind o Beyond, americano mío. O Yonder, que es tan bonita palabra.

– Nada de eso tendría sentido si no hubiera un detrás -dijo Ronald -. Cualquier best-seller escribe mejor que Morelli. Si lo leemos, si estamos aquí esta noche, es porque Morelli tiene lo que tenía el Bird, lo que de golpe tienen Cummings o Jackson Pollock, en fin, basta de ejemplos. ¿Y por qué basta de ejemplos? -gritó Ronald enfurecido, mientras Babs lo miraba admirada y bebiendosuspalabrasdeunsolotrago-. Citaré todo lo que me dé la gana. Cualquiera se da cuenta de que Morelli no se complica la vida por gusto, y además su libro es una provocación desvergonzada como todas las cosas que valen la pena. En ese mundo tecnológico de que hablabas, Morelli quiere salvar algo que se está muriendo, pero para salvarlo hay que matarlo antes o por lo menos hacerle tal transfusión de sangre que sea como una resurrección. El error de la poesía futurista -dijo Ronald, con inmensa admiración de Babs- fue querer comentar el maquinismo, creer que así se salvarían de la leucemia. Pero no es con hablar literariamente de lo que ocurre en el Cabo Cañaveral que vamos a entender mejor la realidad, me parece.

– Te parece muy bien -dijo Oliveira-. Sigamos en busca del Yonder, hay montones de Yonders que ir abriendo uno detrás de otro. Yo diría para empezar que esta realidad tecnológica que aceptan hoy los hombres de ciencia y los lectores de France-Soir, este mundo de cortisona, rayos gamma y elución del plutonio, tiene tan poco que ver con la realidad como el mundo del Roman de la Rose. Si se lo mencioné hace un rato a nuestro Perico, fue para hacerle notar que sus criterios estéticos y su escala de valores están más bien liquidados y que el hombre, después de haberlo esperado todo de la inteligencia y el espíritu, se encuentra como traicionado, oscuramente consciente de que sus armas se han vuelto contra él, que la cultura, la civiltà, lo han traído a este callejón sin salida donde la barbarie de la ciencia no es más que una reacción muy comprensible. Perdón por el vocabulario.

– Eso ya lo dijo Klages -dijo Gregorovius.

– No pretendo ningún copyright -dijo Oliveira-. La idea es que la realidad, aceptes la de la Santa Sede, la de René Char o la de Oppenheimer, es siempre una realidad convencional, incompleta y parcelada. La admiración de algunos tipos frente a un microscopio electrónico no me parece más fecunda que la de las porteras por los milagros de Lourdes. Creer en lo que llaman materia, creer en lo que llaman espíritu, vivir en Emmanuel o seguir cursos de Zen, plantearse el destino humano como un problema económico o como un puro absurdo, la lista es larga, la elección múltiple. Pero el mero hecho de que pueda haber elección y que la lista sea larga basta para mostrar que estamos en la prehistoria y en la prehumanidad. No soy optimista, dudo mucho de que alguna vez accedamos a la verdadera historia de la verdadera humanidad. Va a ser difícil llegar al famoso Yonder de Ronald, porque nadie negará que el problema de la realidad tiene que plantearse en términos colectivos, no en la mera salvación de algunos elegidos. Hombres realizados, hombres que han dado el salto fuera del tiempo y se han integrado en una suma, por decirlo así… Sí, supongo que los ha habido y los hay. Pero no basta, yo siento que mi salvación, suponiendo que pudiera alcanzarla, tiene que ser también la salvación de todos, hasta el último de los hombres. Y eso, viejo… Ya no estamos en los campos de Asís, ya no podemos esperar que el ejemplo de un santo siembre la santidad, que cada gurú sea la salvación de todos los discípulos.

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