Литмир - Электронная Библиотека
A
A

– ¡Eh, muchachos! Mirad también vosotros. ¿No es mi hijo Juan? -gritó.

El jinete marchaba ahora por la arena fina y se acercaba.

– ¡Es él! ¡Es él! -gritaron los pescadores-. ¡Bienvenido sea tu hijo, patrón!

El jinete pasaba ahora frente a ellos. Agitó la mano para saludar.

– Juan! -gritó el anciano padre-, ¿por qué llevas tanta prisa? ¿Adónde vas? ¡Detente un momento!

– El higúmeno agoniza. ¡No puedo detenerme!

– ¿Qué tiene?

– No quiere comer. Quiere morirse.

– ¿Por qué? ¿Por qué?

Pero la respuesta del jinete se perdió en el aire.

El viejo Zebedeo tosió, reflexionó un instante, meneó la maciza cabeza y murmuró:

– Dios nos guarde de la santidad.

El hijo de María seguía con la mirada a Santiago, que descendía a zancadas furiosas hacia Cafarnaum. Se sentó en tierra con las piernas cruzadas; su corazón desbordaba de pena. ¿Por qué despertaba tanto odio en el corazón de los hombres, él, que deseaba con tanta pasión amar y ser amado? La culpa era suya; no era de Dios ni de los hombres, sino sólo suya. ¿Por qué obraba tan cobardemente, por qué se internaba por un camino y no tenía suficiente valor para recorrerlo hasta el fin? Era un mezquino, un poco cobarde. ¿Por qué no se atrevió a casarse con Magdalena para salvarla de la vergüenza y la muerte? Y cuando Dios clavaba sus garras en él y le ordenaba: «¡Levántate!», ¿por qué se pegaba al suelo y no quería levantarse? Y ahora ¿por qué lo llevaba el miedo a sepultarse en el desierto? ¿Acaso pensaba que Dios no lo encontraría allí?

El sol estaba casi sobre él; los lamentos por la pérdida del trigo se habían calmado y aquellos seres flagelados y medio muertos estaban resignados frente a la catástrofe. Recordaron que los lamentos jamás aportaron cura alguna y callaron. Hacía miles de años que los perseguían, que sentían hambre, que las fuerzas visibles e invisibles les empujaban de un lado a otro y, no obstante, lograban arreglárselas para seguir viviendo. Habían aprendido a tener paciencia.

Un lagarto verde apareció en un matorral espinoso para calentarse al sol. Vio al hombre, semejante a una fiera terrible, y sintió miedo. Sus venas comenzaron a batir violentamente en el cuello, pero se animó, se pegó a una piedra caliente, giró la mirada de sus ojos redondos y negros y la posó con confianza en el hijo de María, como para darle la bienvenida, como para decirle: vi que estabas solo y he venido a hacerte compañía. El hijo de María se regocijó; contuvo el aliento para no asustarlo. Y mientras lo miraba y sentía que su corazón latía como el del lagarto, dos mariposas comenzaron a revolotear entre ellos, yendo de uno a otro. Eran mariposas negras, aterciopeladas, con manchas rojas. Volaban alegremente, jugaban bajo el sol hasta que fueron a posarse en el pañuelo ensangrentado que el hombre llevaba a la cabeza, con la trompa en las manchas rojas, como si quisieran chupar la sangre. Sentía su caricia en la coronilla y se acordó de las garras de Dios. Le pareció entonces que las alas de las mariposas y las alas de Dios le llevaban el mismo mensaje. «¡Ah -pensó-, si Dios pudiera descender siempre así sobre los hombres y no como un águila de garras afiladas, no como el rayo!…*

Mientras mezclaba en su espíritu a Dios y las mariposas, sintió un escozor en las plantas de los pies, inclinó la cabeza y vio una hilera de hormigas rojas y negras, preocupadas, presurosas, que transportaban entre dos o tres un grano de trigo en sus gruesas mandíbulas. Los habían robado en la llanura, los habían arrebatado de la misma boca de los hombres y los arrastraban a su hormiguero, agradeciendo a Dios, la Gran Hormiga, que cuidara de su pueblo elegido, las hormigas, y que enviara el diluvio a la llanura justamente en el momento preciso, cuando el trigo estaba amontonado en las eras.

El hijo de María suspiró. «Son también criaturas de Dios -pensó-, ni más ni menos que los hombres, los lagartos, las cigarras que oigo cantar en los olivos, los chacales que rugen de noche, los diluvios, el hambre…»

Oyó un jadeo a sus espaldas y sintió miedo. La había olvidado durante todo aquel tiempo, pero ella no le olvidaba. Ahora la sentía sentada con las piernas cruzadas, detrás de él, y oía su respiración.

«La Maldición es también una criatura de Dios», murmuró.

Sentase envuelto por todas partes por el soplo de Dios. Este pasaba sobre él ya tibio y bondadoso, ya salvaje y despiadado. El lagarto, las mariposas, las hormigas, la Maldición, todo aquello era Dios.

Oyó en el camino un sonido de campanillas y se volvió. Pasaba una larga caravana de camellos cargados de mercancías preciosas; abría la marcha, guiándoles, un humilde asno. Debían venir del desierto; seguramente habían partido desde más allá de Nínive y Babilonia, desde las tierras limosas y ricas del patriarca Abraham. Debían transportar tejidos de seda, especias y marfil y, acaso, también esclavos, muchachos y muchachas, y se dirigían hacia el mar poblado de buques multicolores.

Desfilaban interminablemente. «¡Cuántas riquezas hay en este mundo -pensó el hijo de María-, cuántas maravillas!» A la cola de la caravana, con sus turbantes verdes, sus chilabas blancas, sus barbas negras, sus aros de oro en las orejas, balanceándose al ritmo de los camellos, pasaban ahora los opulentos mercaderes. El hijo de María se estremeció:

«Se detendrán en Magdala -pensó súbitamente-, se detendrán en Magdala; la puerta de Magdalena está abierta, abierta día y noche, y entrarán. ¡Salvarla! ¡Si yo pudiera salvarla! ¡Es a ti, Magdalena, a quien debo salvar y no a la tribu de Israel! No soy profeta y, cuando abro la boca, no sé qué decir. ¡Dios no me frotó los labios con una brasa, no lanzó un rayo sobre mí para quemarme, para que anduviera en éxtasis por los caminos y me pusiera a rugir! ¡Ah, si las palabras no fueran mías, si fueran suyas y no tuviera que preocuparme por ellas! ¡Entonces me limitaría a abrir la boca y sería él quien hablara! No soy profeta; soy un hombre sencillo y miedoso; no puedo sacarte del lecho de la vergüenza, y voy al desierto, al Monasterio, a rogar por ti. La oración es también todopoderosa. Aún se cuenta que los hijos de Israel triunfaban en la guerra cuando Moisés mantenía alzados los brazos al cielo. Si se fatigaba y los bajaba, el enemigo batía a los hijos de Israel. ¡Por ti, Magdalena, mantendré día y noche alzados los brazos al cielo!»

Miró para ver si el sol se inclinaba hacia el poniente. Deseaba ponerse en camino de noche, pasar por Cafarnaum sin que nadie le viera, bordear el lago y entrar en el desierto. Su corazón desbordaba ahora del angustioso deseo de llegar al monasterio. Volvió a suspirar:

«¡Ah, si pudiera andar sobre el agua y cruzar el lago!», murmuró.

El lagarto estaba aún tendido sobre la piedra y se calentaba al sol. Las mariposas habían echado a volar hacia lo alto y se habían perdido en la luz; las hormigas continuaban transportando granos de trigo, almacenaban la cosecha en sus graneros, salían nuevamente presurosas hacia la llanura para volver cargadas; el sol comenzaba a ponerse. Las sombras se alargaron, veíanse menos caminantes, la noche caía sobre los árboles y sobre las tierras y los cubría de oro. Las aguas del lago deliraban y a cada instante cambiaban de apariencia: se volvían rojas, de color malva claro, se oscurecían. Una gran estrella se colgó del cielo en el oeste.

«Ahora vendrá la noche, la oscura hija de Dios con sus caravanas de estrellas…», pensó el hijo de María, y antes de que las estrellas tuvieran la oportunidad de poblar el firmamento, poblaron su mente.

Se disponía a levantarse para ponerse en camino cuando oyó á sus espaldas el sonido de una trompetilla y luego un caminante lo llamó por su nombre. Se volvió y, a la escasa luz del crepúsculo, percibió a un hombre cargado con un fardo de ropa que le hacía señas y avanzaba hacia él. «¿Quién será?», pensó. Esforzábase por distinguir las facciones del caminante medio ocultas por el fardo. En alguna parte había visto aquella faz lívida, aquella barbita rala y aquellas piernas zambas. De pronto lanzó un grito.

33
{"b":"121511","o":1}